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Curación del paralítico de Betzata


Después de la curación del hijo del funcionario real, el capítulo quinto del evangelio de san Juan continúa con otro milagro: el autor sagrado demuestra con hechos la realidad de las afirmaciones que más adelante formulará Jesús, cuando manifieste su divinidad.

Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. De acuerdo con su costumbre, el autor del cuarto evangelio ubica temporalmente el suceso de acuerdo con las fiestas judías. Para Benedicto XVI es muy probable que se trate de Pentecostés, aunque algunos digan que podría ser la Pascua. Luego viene la  ubicación espacial: Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. En el siglo XIX se encontraron los vestigios de esta piscina, al nororiente de la ciudad, junto a la puerta llamada también probática, porque era el sitio por donde entraban los animales ―entre ellos las ovejas (próbata, en griego)― que se sacrificarían en el Templo.

Los alrededores de la piscina estaban ocupados por muchos pordioseros, que esperaban la curación en aquellas aguas que tenían fama de milagrosas. Jesús entra por esa puerta a Jerusalén ―quizás para no llamar la atención, pero también para estar cerca de las personas que sufrían― y de inmediato su afán de almas le lleva a obrar el bien: Estaba allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo: —¿Quieres curarte? Desde luego, es una pregunta retórica para facilitar el diálogo con aquella alma a la cual llegará la salvación esa mañana. La respuesta nos servirá para hacer nuestro diálogo con el Señor. El enfermo le contestó: —Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo.

No tengo a nadie, hominem non habeo. Estas son unas palabras que nos deben golpear con frecuencia en nuestro diálogo con el Señor. Pensemos cuántos paralíticos tenemos a nuestro alrededor, esperando la ocasión propicia para acercarse a Dios, y cuántos de ellos no encuentran quién les señale el camino, alguien que les dé ejemplo, que los acompañe en el proceso de aproximación a esa fuente de aguas vivas que es el corazón de Jesús: «Piensan con frecuencia los hombres que nada les impide prescindir de Dios. Se engañan. Aunque no lo sepan, yacen como el paralítico de la piscina probática: incapaces de moverse hacia las aguas que salvan, hacia la doctrina que pone alegría en el alma. La culpa es, tantas veces, de los cristianos; esas personas podrían repetir hominem non habeo, no tengo ni siquiera uno que me ayude» (San Josemaría, “Lealtad a la Iglesia”).

Comprometámonos con el Señor en este momento. Sin creernos mejores que nadie, pensemos que tenemos un tesoro para compartir con los demás, que es la amistad con Jesucristo, la doctrina clara sobre su misericordia para todos: «Todo cristiano debe ser apóstol, porque Dios, que no necesita a nadie, sin embargo nos necesita. Cuenta con nosotros para que nos dediquemos a propagar su doctrina salvadora» (Ibidem). Miremos en este momento a cuál amigo en concreto podríamos acercarnos, como hizo Jesús con el paralítico, y llevarle a la salud espiritual que proviene de Dios.

El Maestro, aun sabiendo las consecuencias en su contra que conllevaría su acción, se presenta como ese hombre que el pobre paralítico había esperado durante toda su vida, y le indica: —Levántate, toma tu camilla y ponte a andar. El efecto es inmediato: Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar. Aquel hombre, después de una vida entera postrado, obedece con prontitud. Después de un instante de desconcierto, empieza a sentir la  fuerza en sus miembros y se levanta con decisión. Contemplar su respuesta pronta nos puede servir para que comparemos nuestra débil contestación, muchas veces retrasada con excusas injustificadas. Quizás padecemos otro tipo de parálisis, la espiritual, que podemos considerar a la luz de las acciones del pordiosero que estamos contemplando.

También es san Josemaría quien hace esa exégesis novedosa, en un texto escrito originalmente como Instrucción para sus hijos espirituales y que al final quedó recogido y ampliado en el n.168 de Forja: «Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos... ―Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que El oyó del paralítico, en la piscina probática: «hominem non habeo!»¡no tengo hombre! ―¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer, que espera!» (cf. Instrucción, 1-IV-1934, nn. 96s, citada en Rodríguez P., Edición crítica de Camino, n. 761).

Señor: no queremos fallarte con nuestra cobardía, con nuestra dejadez, con la falta de lucha que paraliza el alma. Ayúdanos, como al paralítico de Betzata, para que nos levantemos con presteza, con el espíritu de hijos tuyos. Que te busquemos con nuestro esfuerzo en esos puntos concretos que nos han señalado en la dirección espiritual o en la confesión, ¡que puedas contar con nosotros, a pesar de que seamos tan poca cosa!

El relato continúa con la discusión sobre el sábado y la naturaleza de Jesús: Aquel día era sábado. Entonces le dijeron los judíos al que había sido curado: —Es sábado y no te es lícito llevar la camilla. Él les respondió, con palabras que recuerdan a las del ciego de nacimiento: —El que me ha curado es el que me dijo: «Toma tu camilla y anda». Un hombre que tiene el poder de curar una enfermedad de casi cuarenta años de duración es un profeta y tiene todo el derecho de indicar cómo se vive mejor la restricción laboral del sábado.

Pero también como en el caso del ciego, las autoridades preguntan: —¿Quién es el hombre que te dijo: «Toma tu camilla y anda»? Quizás sospechan que ha regresado a la Ciudad Santa aquel profetilla del norte con ínfulas mesiánicas. El hombre que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada. Poco después, Jesús se le hace el encontradizo y le da un último consejo, más importante que la misma curación. Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo: —Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.

No peques más. El Señor nos hace ver que la limitación física es un mal relativo, pues no separa de Dios, sino que, al contrario, puede unir bastante a la Cruz que el mismo Dios quiso cargar por nosotros. Jesucristo nos enseña con este pasaje que el verdadero mal no es el dolor o la enfermedad, sino la ofensa a Dios. El pecado es la auténtica parálisis espiritual. Como enseña el Catecismo, «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere» (n.1855).

Como al paralítico de Jerusalén, el Señor nos saca de esa postración del pecado por medio del sacramento de la alegría, que es la Reconciliación. Así lo explica Ocáriz, al recomendar la práctica de la confesión frecuente. Dice que es necesario «mostrar la grandeza del amor de Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos, que nos sale al encuentro, para levantarnos, purificarnos, fortalecernos, dándonos además la seguridad de su perdón mediante las palabras del confesor. San Josemaría llamaba en ocasiones al sacramento de la Penitencia, “sacramento de la alegría”; la alegría que surge del corazón de quien se sabe liberado del mal y personalmente amado por Dios» (Dios, Iglesia y mundo).

Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Da testimonio de la verdad, sin saber que aquellas palabras acarreaban dificultades para el Señor. El cuarto evangelista concluye el pasaje mostrando la respuesta de esas autoridades a una revelación tan palmaria de su divinidad: Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.

Acudamos a la Virgen Santísima, que contemplaría con dolor cómo rechazaban aquellos hombres el amor que su Hijo había traído al mundo, su cobardía, su pecado, su parálisis espiritual. Y pidámosle que la nuestra sea una respuesta como la del paralítico: inmediata, decidida. Que rechacemos el pecado como el único verdadero mal, y que acerquemos a nuestros amigos a la Confesión, sacramento de la alegría. De esta manera, Jesús encontrará en nosotros «el hombre, la mujer, que espera». 

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