Después del diálogo con la samaritana, san Juan presenta
en su Evangelio un milagro de curación: en este caso, se trata del hijo de un alto
funcionario real de Cafarnaún (Jn 4,43-54): Dos
días después marchó de allí hacia Galilea. Pues Jesús mismo había dado testimonio
de que un profeta no es honrado en su propia tierra. Cuando vino a Galilea, le recibieron
los galileos porque habían visto todo cuanto hizo en Jerusalén durante la fiesta,
pues también ellos habían ido a la fiesta.
Estamos apenas comenzando el “libro de los signos”, como
se llama a la primera parte del cuarto Evangelio, y notamos el énfasis que pone
el autor sagrado en la fe exigida para que se den los milagros. En Caná, después
del milagro, sus discípulos creyeron en Él.
Por el contrario, en este caso vemos que el orden es inverso: el funcionario
cree antes de que ocurra el prodigio: Entonces
vino de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí
un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún, el cual, al oír que
Jesús venía de Judea hacia Galilea, se le acercó para rogarle que bajase y curara
a su hijo, porque estaba a punto de morir. Vale la pena anotar que en los relatos
similares de los evangelios sinópticos ocurre lo contrario: el centurión cree después
de ver el milagro. La conclusión es que lo importante no es el milagro en sí, sino
la fe de los oyentes, su relación personal con Jesucristo.
La respuesta del Señor es aparentemente evasiva; es más,
casi de rechazo: —Si no veis signos y prodigios,
no creéis. Recuerda un poco al diálogo con la sirofenicia, porque el Señor parece
que no quisiera obrar el milagro. Pero el buen hombre riposta con una petición exigente:
—Señor, baja antes de que se muera mi hijo.
Jesús entonces no se hace de rogar. Y
le contestó: —Vete, tu hijo está vivo. Teniendo en cuenta los antecedentes del
diálogo, sería lógico pedir alguna garantía, evitar que esas palabras significaran
una despedida cortés. El funcionario, que no era judío, sino un centurión romano,
creyó en la palabra que Jesús le dijo y se
marchó.
Este episodio aparece en el tiempo de liturgia para llamarnos
a crecer en la virtud de la fe. El compendio del Catecismo (n. 386) recuerda que
«La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos
ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, porque Él es la Verdad misma. Por
la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer
y hacer la voluntad de Dios, ya que "la fe actúa por la caridad" (Ga 5,6)».
En esta definición vemos dos perspectivas, que podríamos
llamar teórica y práctica. Ambas son importantes. En primer lugar, hace falta una
fe doctrinal, creer en unos contenidos: en la revelación y las explicaciones del
magisterio eclesial. Por otra parte, es necesaria una creencia vital, abandonarse
en Dios pero con obras. No se trata de un simple nirvana teórico, sino de una fe
con obras de caridad.
Respecto al primer aspecto, Benedicto XVI explicaba durante
el año de la fe que «La fides qua exige la fides quae,
el contenido de la fe, y el Bautismo expresa este contenido: la fórmula trinitaria
es el elemento sustancial del credo de los cristianos (…). Por lo tanto, esto me
parece muy importante: la fe tiene un contenido y no es suficiente, no es un elemento
de unificación si no hay y no se vive y confiesa este contenido de la única fe.
Por eso, «Año de la fe» y Año del Catecismo —para ser muy práctico— están inseparablemente
unidos. Sólo renovaremos el Concilio renovando el contenido —condensado luego de
nuevo— del Catecismo de la Iglesia católica. Y un gran problema de la Iglesia
actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso», como
dijeron los cardenales el viernes pasado refiriéndose a esta realidad. «Analfabetismo
religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede crecer la unidad.
Por eso, nosotros mismos debemos reapropiarnos de este contenido, como riqueza de
la unidad y no como un paquete de dogmas y de mandamientos, sino como una realidad
única que se revela en su profundidad y belleza. Debemos hacer todo lo posible para
una renovación catequística, para que la fe sea conocida y para que así sea conocido
Dios, para que así sea conocido Cristo, para que así sea conocida la verdad y para
que crezca la unidad en la verdad».
Aquí se entiende que san Josemaría dijera que el
mayor enemigo de Dios es la ignorancia. Por eso debemos estudiar la doctrina, enseñar
los principios básicos del cristianismo. Promover círculos de estudio de esas verdades
con los compañeros del trabajo, con los parientes, etc. Difundir lecturas con buena
doctrina, pues las personas agradecen mucho que se les brinden luces –con humildad:
estudiando juntos para buscar la verdad en diálogo, sin ínfulas de superioridad-
para resolver tantos temas difíciles que hay en el ambiente y en la propia profesión.
Mientras
bajaba, sus siervos le salieron al encuentro diciendo que su hijo estaba vivo. Les
preguntó la hora en que empezó a mejorar. Le respondieron: —Ayer a la hora séptima
le dejó la fiebre. Entonces el padre cayó en la cuenta de que precisamente en aquella
hora Jesús le había dicho: «Tu hijo está vivo». Y creyó él y toda su casa.
Es una apreciación muy importante de los primeros cristianos: el encuentro con Jesús
comienza personalmente, pero esa fe es contagiosa y termina por irradiar a todos
los seres queridos.
Podemos ver en este final del pasaje evangélico la segunda
vertiente de la fe. Y continuar con el análisis del papa alemán sobre esta
virtud, que «es un acto profundamente personal: yo conozco a Cristo, me encuentro
con Cristo y pongo mi confianza en él. Pensemos en la mujer que toca sus vestiduras
con la esperanza de ser salvada (cf. Mt 9,20-21); confía totalmente en él
y el Señor dice: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9,22). También a los leprosos,
al único que vuelve, dice: «Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Así pues, la
fe inicialmente es sobre todo un encuentro personal, un tocar las vestiduras de
Cristo, un ser tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiar en el Señor,
tener y encontrar el amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de
la verdad, de la universalidad».
Examinemos cómo es nuestra vida de fe. Qué tanto
confiamos verdaderamente en el poder de Dios, que se sirve de nosotros como
instrumentos, pero que es infinitamente superior a nuestras fuerzas. Miremos cómo
empapa la visión sobrenatural el encuentro con la Cruz. Como predicaba san Josemaría
a un párroco, cuando le aconsejaba: "El dolor: ¡aprovéchalo! Aprovecha la inocencia
de los niños, el dolor de los enfermos, el candor de las viejitas, y sus suspiros
ahogados en la oscuridad de la iglesia... Aprovéchalo todo. Y aprovecha las pequeñas
contradicciones que nos asaltan, cuando somos mal entendidos, cuando parece que
nos desprecian" (Notas de una tertulia con sacerdotes, 26-VII-1974, cit. por Ana
Sastre, Tiempo de Caminar..., Rialp, Madrid 1989, p. 118).
Terminemos acudiendo a nuestra Madre, María, que es maestra de fe. Pidámosle que nos lleve a profundizar cada vez más en la doctrina católica y a abandonarnos con confianza en
el Señor, como el funcionario real, y como ella misma. Que respondamos siempre al Señor llenos de fe: Hágase en
mí según tu palabra.
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