Celebramos
un nuevo aniversario del inicio del trabajo apostólico del Opus Dei entre las
mujeres y de la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Y en la
Prelatura se festeja, por disposición de la Santa Sede, la fiesta de Santa
María, Madre del Amor Hermoso. Por eso escribió san Josemaría que Nuestro
Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Ha sido la
Madre buena que nos ha consolado, que nos ha sonreído, que nos ha ayudado en
los momentos difíciles de la lucha bendita para sacar adelante este ejército de
apóstoles en el mundo. Pensad que ha sido la gran protectora, el gran recurso
nuestro desde aquel 2 de octubre de 1928, y antes.
Hablemos
con el Señor en esta oración sobre nuestra Madre, suya y nuestra. Para este
diálogo de amor nos pueden servir los textos de la Misa de María, Madre del Amor hermoso, que son espléndidos.
Ya desde la Antífona de entrada le aplicamos las palabras del Cantar de los
cantares (6,10): Todo es hermoso y
agradable en ti, Hija de Sión, hermosa como la luna, límpida como el sol,
bendita entre las mujeres.
Dice
el libro del Sirácida (o Eclesiástico) en la primera lectura (24,23-31): Como vid lozana retoñé, y mis flores son
frutos bellos y abundantes. Yo soy la
madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza.
En mí se halla todo don de vía y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de
virtud. El autor sagrado elogia la sabiduría divina, y la presenta como el
camino a seguir por el hombre prudente. Con sabiduría pastoral, la iglesia
aplica estas palabras a la Virgen madre de Dios, y la presenta como el atajo
para llegar más rápidamente a su Hijo. Y nos anima a seguir su invitación: Venid a mí los que me deseáis, y saciaos de
mis frutos.
En
esa línea veneramos a nuestra Madre en la oración colecta como “adornada con los dones del Espíritu Santo”,
y le pedimos que nos cuide, puesto que agradó a Dios y engendró para nosotros
al Hijo Unigénito, el más bello de los hombres, “para que, rechazando la fealdad del pecado, busquemos sin cesar la
belleza de la gracia”.
Es
famosa la frase de “El Idiota” de Dostoievski, según el cual solo la belleza
salvará el mundo. Y no es casual que ese personaje sea una imagen de Jesucristo.
Esa es la hermosura, la belleza, la suavidad, la elección, la limpieza que
alabamos en María y que pedimos para nosotros: la belleza de la gracia. De la
fidelidad. De la unión con Dios. Quien me
obedece no pasará vergüenza, y los que se ocupan de mí no pecarán; el que me ensalza obtendrá la vida eterna. Que
amemos la voluntad de Dios como Ella lo hacía. Así la vemos en el templo,
peregrinando una vez más para celebrar la Pascua, acompañada de José y de su
Hijo (Lc 2,41-51):
Los padres de Jesús
solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. No era obligatorio para la Virgen
ni para el Niño asistir cada año a Jerusalén. Pero, igual que en la
Purificación de nuestra Señora y en la Presentación de Jesús, ellos cumplen
gustosos la voluntad del Padre. Obedecen. Tienen como guía de sus decisiones lo
que el Señor prefiera.
Así
también sucedió en la historia del Opus Dei: Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su
Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: “Nunca habrá mujeres –ni
de broma– en el Opus Dei”. Y a los pocos días... el 14 de febrero: para que se
viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad (…).
La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi
opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo
encontrarla y no encontrándola. También durante la Misa. Sin milagrerías:
providencia ordinaria de Dios (…). Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús,
Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la
Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para
adelante siendo lo que soy: un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido
coger de su mano (Cf. Sal 72,23).
Cuando cumplió doce
años, subieron a la fiesta según la costumbre. Se ve que cada año Jesús, María
y José acudían a Jerusalén, la ciudad santa, al Templo sagrado. San Lucas le da
una importancia muy grande a este lugar. Allí comienza su Evangelio, con la
anunciación a Zacarías; y allí lo termina, con los discípulos bendiciendo a Dios, después de la
Ascensión de Jesús a los cielos. Y ahí contemplamos ahora a la sagrada Familia,
en un momento importante de la Revelación: las primeras palabras del Hijo de
Dios.
Para
María y José debería de ser una excursión estupenda: ir a adorar al Señor
acompañando a su Hijo encarnado. ¡Qué conversaciones más gratas, las que
tendrían a solas! Con qué humildad meditaría la Virgen las palabras de la
Escritura, que se habían cumplido con su maternidad: Yo soy la madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la
santa esperanza.
Caminar
con Jesús, el Amor hermoso. Recorrer con Él la vía de nuestra vida rechazando
la fealdad del pecado, buscando sin cesar la belleza de la gracia. Es el
sentido de la oración después de la presentación de los dones para la Misa: “que, recorriendo con la Virgen María el
hermoso camino de la santidad, nos renovemos con la participación en tu vida
divina y merezcamos llegar a la contemplación de tu gloria”.
Un
día como hoy es un buen momento para
proponerse de nuevo recorrer con Jesús, con María y con José el hermoso camino
de la santidad. Renovarnos. Recomenzar cada día, cada momento, a seguir los
pasos de la vida escondida de la Sagrada Familia. Como los siguió san
Josemaría, como los siguió el Venerable don Álvaro: con fidelidad proselitista, y metiendo a la Virgen en todo y para todo.
El
prefacio de la Misa nos ofrece un espléndido resumen de la hermosura de María,
que nos sirve como patrón para nuestro camino: “Ella fue hermosa en su concepción,
y, libre de toda mancha de pecado, resplandece adornada con la luz de la
gracia; hermosa en su maternidad virginal,
por la cual derramó sobre el mundo el resplandor de tu gloria, Jesucristo, tu
Hijo, salvador y hermano de todos nosotros; hermosa en la pasión y muerte del Hijo, vestida con la púrpura de la sangre, como
mansa cordera que padeció con el Cordero inocente, recibiendo una nueva función
de madre…”. La hermosura de María no se limita a frases bonitas, o a
momentos de gozo y de gloria. Incluye la pasión, como le había anticipado el
anciano Simeón en el momento de la Presentación del Señor.
Una
pasión que san Lucas retrata de modo dramático en el episodio del Niño perdido
en el Templo: y, cuando terminó, se
volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus
padres. Como había grupos distintos de hombres y de mujeres, tanto María
como José pensarían que Jesús iría con el otro. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un
día. Cuando pararon a descansar, descubrieron que no estaba con ellos.
Quizás tú hayas tenido esa experiencia, de perder a un muchacho en medio de la
multitud. Yo he tenido ambas circunstancias (perderme yo siendo pequeño y
perder a un niño que tenía a mi cuidado) y no se lo deseo a nadie: ¿qué se
hizo?, ¿dónde andará?, ¿cómo avisarle?, ¿qué hacemos ahora? En nuestros tiempos
tenemos muchos medios de comunicación, zonas previstas para recuperar personas
y objetos, etc. Pero en aquella época toda la logística debería de ser mucho
más complicada.
Por
eso san Lucas resume el drama diciendo que se
pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se
volvieron a Jerusalén buscándolo. Pensamos en la viva descripción de la
escena que hace san Josemaría en su libro sobre el Rosario: ¿Dónde
está Jesús? -Señora: ¡el Niño!... ¿dónde está? Llora María. -Por demás hemos
corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto.
-José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y
yo. Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a
la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé.
Sufrimiento
de María, mansa cordera, que el
autor sagrado relaciona con el que padecerá veinte años más tarde, el primer Viernes
santo: en ambos casos se celebra la pascua, la pérdida dura tres días, la soledad
es angustiosa... Benedicto XVI comenta al respecto que, “cuanto más se acerca
una persona a Jesús, más queda involucrada en el misterio de su Pasión”.
Celebramos
el 14 de febrero. El inicio de la labor apostólica de la Obra con las mujeres,
pero también la fundación de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Por eso
el Prelado cita unas palabras del Fundador con las que invitaba a pensar hasta
qué punto somos amigos de la Cruz de Cristo, de esa Cruz con la que Jesús quiso
coronar su Obra (...). Quiso coronarla como coronan los reyes su palacio en lo
más alto: con la Cruz. Quiso poner la realeza suya para que el mundo viera que
la Obra era Obra de Dios. Fue un catorce de febrero. Yo comencé la Misa sin
saber nada, como otras veces, y acabé sabiendo que el Señor quería la Sociedad
Sacerdotal de la Santa Cruz, que el Señor quería que coronásemos nuestro
edificio sobrenatural, que nuestra familia espiritual llevara en lo alto esta
señal de la realeza divina. Porque la Cruz es la raíz de la alegría, el
camino a la gloria. No todo termina en la muerte, pero sin muerte no hay vida:
si
el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere,
produce mucho fruto (Jn
12,24).
La
Cruz no es la última palabra, como vemos en la conclusión del prefacio que
consideramos antes: Ella fue hermosa (…)
en la resurrección de Cristo, con el que reina gloriosa, después de haber
participado en su victoria. Es el contexto en el que podemos leer cómo
termina la escena del Evangelio, que es el encuentro revelador con Jesús: Y sucedió que, a los tres días, lo
encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y
haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento
y
de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».
El
Catecismo (n.534) resalta la revelación de la filiación divina de Jesús en las
primeras palabras suyas que nos transmite el Evangelio: “Jesús deja entrever el
misterio de su consagración total a una misión derivada de su filiación divina:
¿No sabíais que me debo a los asuntos de
mi Padre?”. En el Evangelio de san Lucas, la filiación divina es la primera
y la última palabra de Jesús. En ambas ocasiones, se nos revela en contexto de
dolor (en esta escena y en la muerte del Calvario). A san Josemaría le costó muchos
años de meditación y de sufrimientos caer en la cuenta de esa relación entre filiación
divina y amor a la Cruz. Por eso podía predicar en 1963: Tú has hecho, Señor, que yo
entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón ―lo
veo con más claridad que nunca—es ésta: tener la Cruz es identificarse con
Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios.
El
Catecismo subraya la fe de María y de José, quienes “no comprendieron esta palabra, pero la acogieron en la fe, y María conservaba cuidadosamente todas las cosas en
su corazón, a lo largo de todos los años en que Jesús permaneció oculto en
el silencio de una vida ordinaria” (n.534).
Podemos
concluir con la oración para después de la comunión: “Protege, Señor, continuamente a los que alimentas con tus sacramentos,
y a quienes has dado por madre a la Virgen María, radiante de hermosura por sus
virtudes, concédenos avanzar por las sendas de la santidad”.
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