Celebramos hoy la presentación de
Jesús en el Templo, fiesta intrínsecamente unida a la purificación de su Madre.
Son como dos caras de la misma moneda: cristológica y mariana, como ocurre
también con la Encarnación del Hijo de Dios y la Anunciación a María. Ya hemos
visto antes la dimensión mariana, ahora meditaremos, de la mano de la liturgia
del día, la visión cristológica.
Después de la doble ceremonia
para la purificación de la madre (el sacrificio de expiación y el holocausto),
venía la presentación del Niño, también llamada “rescate”, porque se remonta a
la obligación de consagrar el primogénito al Señor (Éx 13,1-3): «Conságrame todo primogénito israelita; el
primer parto, lo mismo de hombres que de ganados, me pertenece». Cuando se
estableció que los únicos encargados del culto divino serían los descendientes
de la tribu de Leví, se estableció el “rescate” a modo de compensación, pagando
cinco siclos de plata (equivalente a veinte días de trabajo) para el tesoro de
los sacerdotes.
La casuística tenía algunas
particularidades: tenía que hacerse después del mes de nacido. Si el niño moría
antes, no había que hacer el tributo. Tampoco era necesario viajar a Jerusalén
para pagarlo: se podía cancelar ante el sacerdote del propio distrito. Por
último, digamos que si el niño tenía las deformidades que en aquel entonces
inhabilitaba para el sacerdocio, también cesaba la obligación de pagar. Como
María y José estaban relativamente cerca de Jerusalén, fueron gozosos a cumplir
humildemente esa exigencia legal, aunque eran conscientes de que el Verbo no
tenía obligación de ser rescatado. Es lo que celebra el Himno de la Liturgia de
las horas: «El que desde la sede del Padre rige la corte espléndida de los
Ángeles, el mismo que estableció el cielo, la tierra y el mar, no desdeñó
someterse por entero, a los preceptos ceremoniales de la Ley sagrada, ni a los
mandamientos dictados a Moisés».
La Carta a los Hebreos elogia esa
actitud de Jesucristo, que vivió desde la más temprana infancia (2, 14-18): Los hijos de una familia son todos de la
misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así,
muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y
liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como
esclavos (…). Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo
sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los
pecados del pueblo.
María y José pensarían en la
profecía misteriosa de Malaquías (Ml 3,1-4), que comienza hablando de un
mensajero, que Jesús mismo identificaría con Juan Bautista: Mirad, yo envío a mi mensajero, para que
prepare el camino ante mí. Pero lo extraordinario del oráculo es que
anunciaba que sería el mismo Dios quien entraría en su Templo y que su llegada
sería terrible: Entrará en el santuario
el Señor a quien vosotros buscáis. Miradlo entrar –dice el Señor de los
ejércitos–. ¿Quién podrá resistir el día de su venida , ¿Quién quedará en pie
cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará
como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos
de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. A solas, María y
José comentarían el privilegio que tenían de ser los testigos del cumplimiento
de esa promesa. Y quizás entonarían el antiguo salmo 24, que habla precisamente
del ingreso de Dios al Templo:
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a
entrar el Rey de la gloria. ¿Quién es ese Rey de la gloria? -El Señor, héroe
valeroso; el Señor, héroe de la guerra.
La liturgia que rememora la
presentación del Señor es muy catequética. Así, la monición al comienzo de la
procesión explica lo que celebramos: en primer lugar, que Jesús cumple la ley.
Pero también marca la palabra clave de esta jornada: «Hoy es el día en que
Jesús fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para
encontrarse con el pueblo creyente». Encuentro del Señor con el pueblo, Hypapante. Así se llama en griego la
fiesta de hoy. Jesús viene a liberarnos. Sale a nuestro encuentro en cada día,
en cada persona que encontramos, en las distintas circunstancias que tenemos
que enfrentar. No estamos solos. Siempre Él está con nosotros, a nuestro lado.
En medio de la narración, cuyos
protagonistas son los miembros de la Sagrada Familia, aparecen dos personajes,
dos profetas, que anuncian ya presente al Mesías esperado. Así lo describe la
misma monición al comienzo de la Misa: «Impulsados por el Espíritu Santo,
llegaron al templo los santos ancianos Simeón y Ana que, iluminados por el
mismo Espíritu, conocieron al Señor y lo proclamaron con alegría». La liturgia
remarca que hoy es un día pneumatológico, que un protagonista esencial de esta
fiesta es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo, que
había colmado de gracia a María y la había convertido en Madre de Jesús,
también impulsa a esos ancianos profetas para que salgan al encuentro del
Mesías. Les recompensa su santidad, su docilidad, su esperanza, mostrándoles al
Salvador en persona.
Es bonito ver la relación de esas
personas con el Espíritu Santo, la naturalidad con la que el evangelista narra
su vida de oración, las promesas, la fidelidad, la perseverancia, y también su
alegría al palpar el cumplimiento de las profecías: Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y
piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de
ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando
entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la
ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: -«Ahora, Señor, según
tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a
tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a
las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Simeón aparece con todo el
reconocimiento de su santidad, hombre pobre como Jesús, templo del Espíritu
Santo, que vivió la virtud de la esperanza en grado sumo y que pudo gozar ya de
la visión del Ungido de Dios. El canto que entona, el “Nunc dimittis”, lo rezan muchos cristianos cada noche antes de
acostarse, para cerrar el día como Himno de las Completas. En él se reconoce
que Jesús es el Salvador, la Luz, la gloria de Israel. Por eso es que esta
fiesta ha tomado esa dimensión prevalentemente cristológica, para profundizar
en esos títulos que el Evangelio nos revela sobre la naturaleza de nuestro
Señor
El prefacio de la Misa los resume
con profunda teología: “Hoy, tu Hijo es (1) presentado en el templo y (2) es
proclamado por el Espíritu como Gloria de Israel y luz de las naciones. Por
eso, nosotros, llenos de alegría salimos
al encuentro del Salvador, mientras te alabamos con los ángeles y los
santos cantando sin cesar”. Jesús es la luz del mundo que viene a iluminar
nuestras tinieblas. Nos ilumina, nos aclara el camino, nos enseña el sendero.
Se nos muestra como el modelo. Y además nos trae al Espíritu Santo, que nos
facilita la lucha, el esfuerzo por salir a su encuentro. Por eso en la oración
colecta pedimos «que podamos presentarnos ante ti plenamente renovados en el
espíritu». Y en la monición inicial concluía diciendo que «de la misma manera
nosotros, congregados en una sola familia por el Espíritu Santo, vayamos a la
casa de Dios, al encuentro de Cristo. Lo encontraremos y lo conoceremos en la
fracción del pan, hasta que vuelva revestido de gloria». Todo esto lo
celebramos con la procesión de las candelas. Esa luz simboliza al Señor que es
nuestro faro y al mismo tiempo nos compromete a nosotros para que seamos
instrumentos de ese Sol divino que quiere iluminar a los demás con nuestro
ejemplo.
Su
padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los
bendijo, diciendo a María, su madre: -«Mira, éste está puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará
clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el
alma». No se le
oculta a María el precio de la redención: la Cruz de su Hijo, que también Ella
portará a su lado.
La última profetisa que aparece
en la escena es otra persona que pertenece al grupo de los pobres de Israel.
También con ella se cumplen todas las escrituras, por ese motivo agradecía a
Dios y daba testimonio a los sencillos, a los creyentes: Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser.
Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego
viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba
gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de
Jerusalén.
El Catecismo (n.529) resume el
sentido de la fiesta con estas palabras: «La Presentación de Jesús en el templo
(cf. Lc 2,22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex
13,2.12-13). Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que viene al
Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este
acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, “luz de las
naciones” y “gloria de Israel”, pero también “signo de contradicción”. La
espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de
la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”».
La oración para después de la
comunión resume nuestras expectativas de esta vida y nos marca el talante de
nuestra lucha por ser otros Cristos a lo largo del año que empieza: Señor, tú que colmaste las esperanzas del
anciano Simeón de no morir antes de ver al Mesías; completa en nosotros la obra
de tu gracia por medio de esta comunión. La Virgen Santísima, nuestra
Señora de la Candelaria, nos ayudará para
que sepamos buscar siempre a Cristo en esta vida y podamos llegar a
contemplarlo en la eternidad.
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