Después del discurso de las
parábolas, Marcos narra una serie de milagros de Jesús, con los cuales los
discípulos van profundizando en la naturaleza de su Maestro (es reiterativa la
pregunta: ¿quién es éste?), hasta
concluir con la respuesta de Pedro en Cesarea de Filipo: Tú eres el Hijo de Dios vivo.
El primer prodigio es la
tempestad calmada, que muestra el poder de Dios sobre la naturaleza y que
también simboliza su protección a la Iglesia en medio de las tempestades con
las que debe enfrentarse en este mundo. El siguiente milagro es el que
consideraremos en esta meditación: la curación del endemoniado de Gerasa, al
llegar a la otra orilla del mar. Al comienzo de su actividad, ya Jesús había
hecho un exorcismo en la sinagoga de Cafarnaún. Ahora, en tierra de gentiles,
también su primer portento es una expulsión del demonio: Y llegaron a la orilla opuesta del mar, a la región de los gerasenos. Gerasa
estaba en la Decápolis, una región de paganos, como se nota por la presencia de
una piara de cerdos, que los judíos no podían cuida ni comer. Estaba ubicada
unos 48 kms al sudeste del mar de Galilea.
Nos habla del afán misionero de
nuestro Señor, Luz de las naciones, que no limita su afán apostólico al pueblo
hebreo, sino que está abierto a todas las gentes. También nosotros debemos
compartir esas ansias de llevar el mensaje divino hasta el último rincón del
mundo: «Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente:
¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar
a todas las almas. Cada uno ha de crear –y de ensanchar– un círculo de amigos,
sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su
amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional,
de esa conducta, de esa amistad» (S. Josemaría Escrivá, Surco, n.193).
Con ese espíritu se entiende una
anécdota del venerable Álvaro del Portillo: «Durante los desplazamientos,
también procuraba transmitir su amor a Dios a las personas que conocía de
manera casual: en una iglesia, por la calle, entre el personal de los aviones o
de los aeropuertos. Así, estando de paso en París, encontró a un joven africano
en la Catedral de Notre Dame. Le
saludó y entabló una conversación afectuosa. El joven se sintió atraído por el
cariño y el celo sacerdotal de don Álvaro, y después comenzó a escribirle. Como
consecuencia de ese trato, decidió entrar en el seminario y, con el tiempo,
recibió la ordenación sacerdotal. Ahora, es párroco en Ottawa (Canadá), y en su
oficina campea una foto de don Álvaro, al que se dirige afectuosamente
llamándole “papá”» (Medina, 2012, 588).
Pero volvamos a la escena en
Gerasa: Apenas salir de la barca, vino a
su encuentro desde los sepulcros un hombre poseído por un espíritu impuro, que
vivía en los sepulcros y nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas;
porque había estado muchas veces atado con grilletes y cadenas, y había roto
las cadenas y deshecho los grilletes, y nadie podía dominarlo. Y se pasaba las noches enteras y los días
por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras. Es
una escena macabra. Aparece un hombre que vivía en los sepulcros y por los
montes, sitios reservados para la incomunicación, el riesgo, el desamparo. Es
una representación gráfica de la pérdida de la dignidad que conlleva caer en la
muerte y la oscuridad que entraña el pecado, una lamentable realidad que
encadena y aparta de la comunión con Dios y con los hombres. Y que a quien más
daña es al mismo pecador, quien termina haciéndose daño también a sí mismo.
Ese es el principal efecto del
demonio en las personas. Más que las manifestaciones espectaculares que
difunden algunas películas, el daño más grave que nos puede causar es
apartarnos de Dios y de los hombres al arrastrarnos a pecar. Como escribía don
Álvaro del Portillo: «Pretende Lucifer que no nos percatemos de que las
iniquidades —grandes o pequeñas— que se oponen al reinado de Cristo en las
almas proceden concretamente de que las tres concupiscencias de las que nos
habla san Juan —la soberbia de la vida, la avaricia, la sensualidad (cfr.
1 Jn2, 16)— arraigan en el corazón humano como fuerzas devastadoras
(…). Por esto —y María nos previene contra esta diabólica estrategia—, Satanás
está tan obstinado en que no se interesen los hombres por la vida interior, en
que no aprecien la necesidad de luchar, en que no se descubra la relación
estrecha entre los pecados personales y la oposición al reinado de Cristo en el
alma de los hombres. (Carta pastoral, 2-II-1979, n.16. Publicado en 2013, n. 204)
Es llamativo el diálogo entre el
diablo y nuestro Señor: los demonios usan el nombre de Jesús tratando de
dominarlo. Parece que no sabían propiamente quién era e intentaban engañarlo
con estrategias dialécticas: Al ver a
Jesús desde lejos, corrió y se postró ante él; y gritando con gran voz, dijo:
—¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te conjuro por
Dios que no me atormentes! –porque le decía: «¡Sal, espíritu impuro, de este
hombre!»
Por lo visto, el demonio empezaba
a experimentar la potencia divina, se daba cuenta de que el Reino de Dios
empezaba a irrumpir en aquellos tiempos. Casciaro (1994) explica que los
exorcismos muestran que el demonio iba perdiendo su poder sobre los hombres,
signo de que habían llegado los tiempos mesiánicos. Y que las victorias de
Cristo sobre Satanás habían comenzado con el ayuno y las tentaciones de Jesús
en el desierto, y tendrían su momento culminante en la Cruz y que alcanzará su
meta definitiva en el juicio universal. Vemos entonces la importancia que
tienen la oración y la penitencia. Esa es la batalla en la que estamos involucrados:
la implantación del Reino de Dios en nuestro tiempo, pero antes que nada en
nosotros mismos. El triunfo de Cristo es una llamada a la esperanza, al
optimismo sobrenatural, pues ―como dice san
Pablo― para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien.
Jesús se dirige al demonio
invasor. Si el diablo no pudo sacarle el nombre a Jesús, el Señor demuestra su
poder obligándolo a identificarse. Y le
preguntó: —¿Cuál es tu nombre? Le contestó: —Mi nombre es Legión, porque somos
muchos. Y le suplicaba con insistencia que no lo expulsara fuera de la región.
Había por allí junto al monte una gran piara de cerdos paciendo. Y le
suplicaron: —Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos. Y se lo
permitió. Salieron los espíritus impuros y entraron en los cerdos; y la piara,
alrededor de dos mil, se lanzó corriendo por la pendiente hacia el mar, donde
se iban ahogando.
Eficacia de la palabra divina. Lo
mismo que en este caso, así ocurre con nuestros pecados que son anulados con la
fórmula sacramental de la penitencia, que deberíamos buscar con más frecuencia
y contrición. Como predicaba don Álvaro del Portillo: «Todos tenemos al alcance
de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios.
Estos medios son los sacramentos de la Iglesia, de modo especial la Confesión y
la Eucaristía. Hoy, al pensar en la Inmaculada, en aquella que no tiene
mancha, podemos preguntarnos: ¿cuál es mi actitud ante el sacramento
de la Penitencia? ¿Me acerco con la oportuna frecuencia a este tribunal de
misericordia, en el que Dios mismo perdona nuestras culpas? ¿Hago bien el
examen de conciencia, y me confieso antes de comulgar cuando mi alma se haya
manchado por una ofensa grave a Dios? ¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos
ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del
Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma?
¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?» (Homilía, 8-XII-1979, recogida
en 2013, n.251)
Los
porqueros huyeron y lo contaron por la ciudad y por los campos. Y acudieron a
ver qué había pasado. Llegaron junto a Jesús, y vieron al que había estado
endemoniado –al que había tenido a «Legión»– sentado, vestido y en su sano
juicio. Sería la
ocasión de agradecer a Dios por haberlos visitado, de congratularse por haber
recuperado a su vecino sano y salvo, por haberle devuelto su dignidad. Pero el
evangelista añade que les entró miedo.
Pero no solo es temor, sino avaricia. Y lo expulsan de sus terrenos –de donde
los demonios no querían salir- por haberles echado a perder un buen capital
representado en los dos mil cerdos: Los
que lo habían presenciado les explicaron lo que había sucedido con el que había
estado poseído por el demonio y con los cerdos. Y comenzaron a rogarle que se
alejase de su región.
La actitud del antiguo endemoniado
es distinta: En cuanto él subió a la
barca, el que había estado endemoniado le suplicaba quedarse con él; pero no lo
admitió, sino que le dijo: —Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las
grandes cosas que el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de
ti. Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con
él. Y todos se admiraban. El geraseno le pide formar parte de los
discípulos, pero el Señor le manifiesta que su vocación es quedarse en su
sitio, con sus parientes y vecinos, pero igualmente apostólica. Ser enviado en
su lugar, anunciar la misericordia del Señor: «Para que las personas que
tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se
requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de
la Confesión cobra una importancia particular. Sólo cuando media una amistad
habitual con el Señor —amistad que se funda sobre el don de la gracia
santificante—, las almas están en condiciones de percibir la invitación que
Jesucristo nos dirige: “Si alguno quiere venir en pos de mí...” (Mt 16,
24)» (Carta pastoral, 1-XII-1993, recogida en 2013, n.350).
Acudamos a la Virgen Inmaculada,
para pedirle que nos haga tan delicados con el Señor como Ella: que nos ayude a
rechazar hasta el más mínimo pecado venial deliberado, a huir de todas las
ocasiones de ofender a Dios, que nos dé ese amor a la Confesión propio de las
almas santas y que seamos, como el geraseno del Evangelio, apóstoles de la
misericordia divina.
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