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La conversión de san Pablo

Celebramos hoy una fiesta importante en la vida de la Iglesia, al comienzo del año: la conversión del apóstol san Pablo. También concluimos el octavario por la unidad de los cristianos, una semana en la que imploramos la intercesión del apóstol de las gentes para que todos seamos uno, como pidió el Señor en la última cena.
En nuestro diálogo con el Señor, contemplemos algunos trazos de la vida de esta columna de la Iglesia: Antes de llamarse Pablo, era un fariseo que vivía en la actual Turquía, en Tarso, una ciudad de 300.000 habitantes, donde se ofrecían estudios superiores en artes liberales, una verdadera metrópoli. Pertenecía además a una familia judía, hebreo de pura cepa (Flp 3,5) pero además ciudadano romano, un privilegio que no muchos israelitas poseían.
Pablo era orgullosamente judío, como lo vemos en las descripciones que él mismo hace, por ejemplo en la defensa que transmite el libro de los Hechos (22,3): Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, educado en esta ciudad e instruido a los pies de Gamaliel según la observancia de la Ley patria, y estoy lleno de celo de Dios como lo estáis vosotros en el día de hoy. El primer título que se recibía en las escuelas de los escribas era el de “doctor no ordenado”, que le permitía juzgar algunas causas menores. Después de los cuarenta años de edad, se le imponían las manos y pasaba a ser escriba en plenitud.
Judío y doctor no ordenado, parece que Pablo veía en el nuevo camino inspirado por Jesús de Nazaret una amenaza contra el Templo y más específicamente contra la Ley que había transmitido Moisés y de la que él aspiraba a ser consumado exponente y defensor. Por eso continúa el sermón que veíamos antes: Yo perseguí a muerte este Camino, encadenando y encarcelando a hombres y mujeres, como me lo puede atestiguar el sumo sacerdote y todo el Sanedrín. De ellos recibí cartas para los hermanos y me encaminé a Damasco para traer aherrojados a Jerusalén a quienes allí hubiera, con el fin de castigarlos.
Nadie puede dudar del celo con el que este fariseo perseguía la maldad que veía encarnada en el cristianismo, tanto que su primera aparición en la Escritura es sosteniendo los vestidos de los que lapidaban a san Esteban, el primer mártir que entregó su vida después de la muerte de Jesús (Hch 7,54-60).
Pero solo Dios conoce sus caminos para los hombres. Ninguna persona en el mundo podía sospechar lo que acontecería al líder de aquella tropa perseguidora del incipiente cristianismo en el camino a Damasco. Escuchemos de nuevo a Saulo de Tarso: Pero cuando iba de camino, cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo, caí al suelo y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Durante muchos años, Saulo meditaría esas primeras palabras con las que el Señor lo llamó al apostolado en medio de la gran luz de su verdad. En rigor, el objeto de las rabias del tarsense no era Jesús de Nazaret, sino los cristianos que amenazaban la perduración de las tradiciones religiosas, del Templo y de la Ley. Pensaría que Jesús, al fin y al cabo, ya había recibido su merecido. Por ese motivo le llamaría mucho la atención la respuesta de aquella voz a su pregunta: Yo respondí: «¿Quién eres, Señor?» Y me contestó: «Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues».
El Señor se identifica con sus seguidores. Vive en ellos. Siente como dirigidas a Él las alabanzas o los rechazos que reciban sus discípulos. Cuando Saulo perseguía a los cristianos,en realidad atacaba a Jesús. Esa es la causa de la respuesta: «Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues». Muchos años después, el Apóstol podrá formular una consecuencia de esta revelación: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2,20).
Todos los relatos de vocación son encantadores. Y esta breve autobiografía de san Pablo no tiene desperdicio. Generalmente, después de la iniciativa divina, viene el diálogo del interesado, que pregunta por las cosas que no entiende, pero que también formula sus disposiciones más íntimas: el joven rico, por ejemplo, mostró el cobre de su egoísmo ante la invitación para que dejara todo y siguiera al Señor.
Saulo de Tarso respondió de una manera que muestra el talante de su carácter, que era de una sola pieza: buscaba la verdad, y por seguirla una vez vista hacía lo que fuera. Hasta entonces había entendido que la antigua Alianza era la última palabra y por eso la defendía con uñas y dientes. Ahora, el mismo Autor del Nuevo Testamento se le aparecía en persona como luz copiosa y la respuesta de Saulo es un modelo para nosotros.
El fariseo de Tarso no puso condiciones, ni exigió explicaciones ulteriores, sino que, simplemente, formuló una pregunta: Yo dije: «¿Qué tengo que hacer, Señor?». Es una cuestión que muchas veces tendremos que hacernos cada uno de nosotros, en la oración personal: «¿Qué tengo que hacer, Señor?, ¿cuál es tu voluntad para mí?». Si procuramos verla y cumplirla en nuestra vida, tendremos la clave de la verdadera felicidad, que incluye asumir la Cruz del Señor, como hizo Jesús en el Huerto de los Olivos: No se haga mi voluntad, sino la tuya.
«Una vez preguntaron a San Josemaría: ¿cómo saber lo que Dios pide a cada uno? Y ésta fue su respuesta: “¿Y por qué no se lo preguntas a Él? No es una salida de tono: te advierto que te responderá”. Y añadía a renglón seguido: “Tú, que tienes vida interior, en cualquier momento puedes ponerte en la presencia de Dios: en una iglesia, en la calle, en tu habitación, en clase... ¡Donde quieras! Pídele perdón por tus debilidades y por las mías, y después dile: Señor, ¿qué quieres que haga?, como le decía San Pablo. Y te advierto que el Señor, a veces, pide cosas que cuestan...”» (J. Echevarría, Carta pastoral, 1-VII-2008).
Aprovechemos la consideración de la vida de Pablo para hacernos ese interrogante, preguntémosle al Señor qué espera de nosotros este año en nuestra vida laboral, en el estudio, en la familia, en las relaciones sociales. Estemos abiertos a escuchar también exigencias que nos cuesten: servir, ayudar, hacer apostolado con nuestros amigos, dar la cara por la Iglesia. O incluso entregar la vida al Señor, como hizo este apóstol al escuchar las palabras de Ananías: «El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y oyeras la voz de su boca, porque serás su testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído».

Acudamos a la Santísima Virgen para que también nosotros conozcamos la voluntad de Dios, veamos a su Hijo en la oración y en los sacramentos, y –en consecuencia- seamos también testigos ante todos los hombres de lo que veamos y oigamos. Es lo que pedimos en la oración colecta de la Misa, con la que concluimos este rato de oración: «Señor, Dios nuestro, tú que has instruido a todos los pueblos con la predicación del apóstol san Pablo, concede a cuantos celebramos su Conversión caminar hacia ti, siguiendo su ejemplo, y ser ante el mundo testigos de tu verdad».

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