Estamos
llegando al final del año litúrgico. En el mes de noviembre, la Iglesia nos invita
a considerar las verdades eternas: la muerte, el juicio, el cielo, el
purgatorio y el infierno. Por eso comenzamos el mes venerando a todos los
santos e, inmediatamente después, pidiendo por el descanso eterno de todos los
fieles difuntos.
Los
últimos domingos del tiempo ordinario consideramos las controversias finales de
Jesús en Jerusalén, los días previos a su pasión y a su muerte. Después de la
entrada triunfal del domingo de ramos, san Lucas presenta cuatro controversias
y una parábola: los miembros del Sanedrín le preguntan a Jesús por el origen de
su autoridad ―a lo que Él responde que antes le digan de dónde provenía la
misión de Juan―; después el Señor narra la parábola de los viñadores homicidas;
la segunda discusión es sobre el impuesto al César. Por último, el mismo Jesús
formula un enigma que remite a la primera pregunta, sobre la fuente de su
autoridad.
En la
tercera polémica, que consideramos este domingo, aparece un grupo muy peculiar:
el de los saduceos (Lc 20,27-38). Se le
acercaron algunos de los saduceos ―que
niegan la resurrección― y le
preguntaron… Aunque no tenemos muchos documentos históricos, debido a su
desaparición a manos romanas en el año 70, sabemos que los saduceos eran un
grupo de judíos poderosos, tanto laicos como sacerdotes (mientras los fariseos
representaban a las clases populares). Gracias a su poder de mediación ante los
gobernantes de turno, siempre tuvieron en sus manos el cargo del sumo sacerdote
y, por tanto, el control del Templo y del Sanedrín. Su ideología, que buscaba
compatibilizar el amor a Dios y a la ley con la apertura a la cultura griega,
se caracterizaba por negar la vida después de la muerte (como resume san Lucas
al presentar la controversia).
Pero
vayamos a la pregunta que los saduceos le hicieron a Jesús. Se trata de un caso
hipotético, que raya en lo ridículo, una historia con la que se burlaba de
quienes –como los escribas, los esenios de Qumrán y los fariseos- creían en la
resurrección de los muertos:—Maestro,
Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien dejando mujer, sin
haber tenido hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su
hermano.
Se
refieren a la ley del levirato (Dt 25,5), que manifestaba el deseo de
sobrevivir en los hijos, y con base en la cual formulan su conspicua
argumentación: Pues bien, eran siete
hermanos. El primero tomó mujer y murió sin hijos. Lo mismo el segundo. También
el tercero la tomó por mujer. Los siete, de igual manera, murieron sin dejar
hijos. Después murió también la mujer. Entonces, en la resurrección, la mujer
¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron como esposa.
Con esta historia, los saduceos se morían de la risa al ridiculizar las
creencias que ―según ellos― no estaban el Pentateuco y dejaban a los creyentes
en aparente desventaja. El pueblo estaría expectante para ver cómo respondía
Jesús ante semejante planteamiento. Jesús
les dijo: —Los hijos de este mundo, ellas y ellos, se casan; sin embargo, los
que son dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no
se casan, ni ellas ni ellos. El rabino recurre a sus dotes dialécticas para
resolver por superación un caso tan ramplón, que limitaba la vida eterna al
ejercicio de la sexualidad. Enseña que la vida gloriosa no es una simple
continuación material del discurrir terreno, sino una vida nueva, en la cual
queda superada la necesidad del matrimonio para la prolongación de la especie.
Para
profundizar en su argumentación, el Señor avanza: Porque ya no pueden morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e
hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Con estas palabras,
insistía en la existencia de los seres angélicos, pues los saduceos ―en su
concepción materialista de la vida― también negaban la existencia de los
ángeles y los demonios (al menos, de los ángeles custodios, cf. Hch 23,28).
Y como
este grupo de personajes, que en realidad terminaron siendo los más
encarnizados enemigos de Jesús, solo creían en el Pentateuco, el Señor les
arguye con un texto del Éxodo (3,6): Que
los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama
al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pero no es Dios de
muertos, sino de vivos; todos viven para Él. Dios de vivos. Para el cual
todos viven. Así concluye la discusión, en el contexto de su cercana pascua. Jesús
les recuerda la Alianza de Dios con los patriarcas, a la cual el Señor siempre
ha sido fiel. Y esa fidelidad reclama la continuidad más allá de la muerte, que
no puede ser más fuerte que Dios (cf. Rossé).
Es lo
que reclama el segundo libro de los macabeos (7,1-2.9-14)―considerado no
canónico por los saduceos―, que relata el martirio de los siete hermanos con su
madre: En aquellos días, arrestaron a
siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para
forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en
nombre de los demás: –¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a
morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres. El segundo, estando para
morir, dijo: –Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos
muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.
Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en
seguida y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: –De Dios las
recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios. El rey
y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos.
Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba para
morir, dijo: –Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que
Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida. Esta
familia entrega su vida a manos del invasor porque confía en la resurrección de
los justos y el castigo de los malvados más allá de la muerte.
De ahí
proviene la fe de los cristianos, que se plasma en el último artículo del
Credo, sobre la resurrección de la
carne: «Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un
elemento esencial de la fe cristiana. “La resurrección de los muertos es
esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano): ¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros
que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco
Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana
también vuestra fe… ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron (1Co 15, 12 - 14. 20)» (n.991). En esto
consiste la esperanza cristiana, virtud sobre la que podemos detenernos en
nuestro diálogo con el Dios de vivos.
Se trata
de un tema del que poco se habla en el mundo de hoy. Y del que estamos muy
necesitados. Por eso, Benedicto XVI consideró oportuno dedicarle toda una
encíclica, la Spe salvi. En ella,
resumía la búsqueda del ser humano a lo largo de la historia de una esperanza
que justifique dedicarle la vida: en el plano personal, el amor o el éxito; en
la dimensión universal, la ciencia o el progreso. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que
esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una
esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo
infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar.
Las
esperanzas humanas, sobre todo cuando están encerradas en el hombre mismo,
tienen una gran posibilidad de fracaso. Y eso explica el pesimismo de muchos
contemporáneos. ¡Tienen razón para ser pesimistas! No podemos confiar ni de
nosotros mismos. Todos tenemos experiencia del pecado original, en nuestro
interior y también alrededor. Pero el mensaje de Jesús sale a nuestro
encuentro: su Padre es un Dios de vivos;
todos viven para Él. Y por eso el papa Benedicto podía decir en su
encíclica: Sin la gran esperanza, que ha
de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede
ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros
por sí solos no podemos alcanzar. Dios es el fundamento de la esperanza; pero
no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado
hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.
Sin
embargo, esta formulación puede quedarse en el pasado, en el siglo I de nuestra
era. Puede no decirnos nada a nosotros mismos, si nos lo proponemos. Hace falta
hacerse cargo de ese amor dirigido a nosotros. Dejarse querer por Dios. Salir a
su encuentro. Allí está la raíz de la verdadera esperanza. Miremos cómo define
la esperanza el Catecismo de la iglesia: «es la virtud teologal por la que
aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (n.
1817).
Por eso
es virtud teologal, porque su origen, su motivación y su contenido están en el
mismo Dios, en la vida sobrenatural con Él, para siempre: Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca
llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos
alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda
sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su
naturaleza es imperfecto.
La
esperanza cristiana mira lejos, a la vida eterna y, precisamente por eso, tiene
alcance histórico. Ilumina el día a día. Le da sentido al trabajo: cumplimos
una misión divina, reconciliar el mundo con Dios, y esperamos entregarle un
mundo mejor a la próxima generación. En ese esfuerzo nos sabemos mirados y
asistidos por Dios, que nos garantiza el triunfo final, que es compatible con
las derrotas parciales en nuestras batallas cotidianas. Y por ese motivo el
cristiano es optimista, alegre, esperanzado: porque sabe que Dios le ama y le
espera al final de su vida. Sabe que, como dice el Señor en el Evangelio que
estamos considerando, todos viven para
Él: “Es tiempo de esperanza, y vivo de este
tesoro. No es una frase, Padre me dices, es una realidad”. Entonces..., el
mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme ―amistad,
arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...―,
todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo (San
Josemaría, Surco, n.293).
En la
encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI formula unos «lugares» en los que
se aprende y se ejercita esa virtud teologal. Considerémoslos en nuestro
diálogo con el Señor, para que nos sirva de punto de examen y nos ayuden a
formular algún propósito concreto:
- la
oración, en primer lugar: Cuando ya
nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno,
ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda
ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la
capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme (n.32).
- en
segundo término, el actuar y el sufrir. Esforzarnos por cambiar el mundo, por
iluminarlo, para ayudar a los otros, nos hace ejercitar la esperanza y nos
convierte en ministros de esa virtud para las demás personas. Esa actuación
incluye la aceptación del dolor y el sufrimiento. No se trata de masoquismo,
sino de saber que la realidad humana incluye la cruz. Hay que luchar para
disminuir las penas de la humanidad, desde luego; pero también hay que promover
la aceptación del sufrimiento, ayudando a los pobres y a los enfermos con el
consuelo y la caridad cristiana: Sufrir
con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia;
sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama
realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al
hombre mismo (n.39).
En este
mismo punto, Benedicto XVI aludía a la necesidad actual de la mortificación
cristiana, un tema que para algunos parecía superado o innecesario: La idea de poder «ofrecer» las pequeñas
dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o
menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción
todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos
practicada. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban convencidas de
poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo, que
así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita
el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían
encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre
los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no podría volver a
ser una perspectiva sensata también para nosotros (n.40).
Acudamos
a la Virgen Santísima, Esperanza nuestra, para que nos ayude a ejercitar esa virtud teologal:
que seamos almas de oración, de caridad, de sacrificio, que vivamos para el
Señor, que es Dios de vivos. Pidámosle
que
nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre.
Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la
verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con
buen viento a tan claras riberas. (San Josemaría, Amigos de Dios, n.221).
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