Comienza
el Tiempo de Adviento en este segundo día de la Novena en honor
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. ¡Qué mejor
manera de comenzar este tiempo, que de la mano de nuestra Señora! Preparamos la
celebración del nacimiento de Jesús considerando las glorias con las que Él
mismo quiso coronar a su Madre. Durante estos nueve días que preceden a la
solemnidad de la Inmaculada Concepción alabaremos al Señor por haber querido
preservar a la Virgen «de toda mancha de la culpa original en el primer
instante de su concepción», como dice el papa Papa Pío IX en la Bula con la que
proclamó este dogma.
Inicia
entonces hoy un nuevo año litúrgico, y las primeras semanas de este tiempo las
dedicamos a prepararnos para celebrar la Navidad. Las normas para la
celebración enseñan que este tiempo tiene carácter doble: en primer lugar, es
la preparación para conmemorar el nacimiento de Jesús, que cada día se revive
de modo sacramental en la liturgia. Pero también es la época que lleva a
meditar en la esperanza de la segunda venida de Cristo, al final de los
tiempos, que consideramos durante la última semana del año litúrgico que acaba
de terminar.
Por
estas dos razones, el tiempo de Adviento es conocido como “el tiempo de la
piadosa expectativa”. Como dice San Cirilo, «En la primera venida fue envuelto
con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En
la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá
glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles. No pensamos, pues, tan
sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y, habiendo proclamado
en la primera: Bendito el que viene en
nombre del Señor, diremos eso mismo en la segunda; y saliendo al encuentro
del Señor con los ángeles, aclamaremos, adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor».
Esperar
a Jesús: Ven Señor, no tardes. Ven a nuestras almas, no tardes tanto,
Jesús, ven, ven. Ábranse los cielos y llueva de lo alto bienhechor rocío como
riego santo… Son distintas maneras de pedir lo mismo a Dios: que cada
día crezca más nuestra intimidad con Él, que sea eterna nuestra amistad con
Jesús, como le ha sucedido a nuestra Madre María.
Para ayudarnos en nuestra
preparación interior, la liturgia nos sitúa en las coordenadas que el Señor
quiere que sigamos durante las próximas semanas: A ti, Señor levanto mi
alma; Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado decimos, con el
salmo 25, en la Antífona de entrada. Le presentamos a Dios nuestras oraciones
confiadas, seguros de que los que esperan en Él nunca fracasan.
En la oración colecta de este
primer domingo de Adviento hay dos ideas que pueden servirnos para hablar con
Dios. En primer lugar, le pedimos al Señor que despierte en nosotros el
deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las obras de
misericordia. Con esta súplica se
nos sugiere una manera concreta de disponer nuestra alma para la navidad: con
obras de caridad. Esas obras pueden ser materiales y espirituales. El Catecismo
las resume con estas palabras: «Las obras de misericordia son
acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus
necesidades corporales y espirituales. Instruir,
aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia,
como también lo son perdonar y sufrir
con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente
en dar de comer al hambriento, dar techo
a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos,
enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios
de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios»
(n.2447).
El
papa Francisco lo ha recordado recientemente, en la Exhortación Evangelii
gaudium, por ejemplo en el n.41: La
caridad con el prójimo, en las formas antiguas y siempre nuevas de las obras de
misericordia corporal y espiritual, representa el contenido más inmediato,
común y habitual de aquella animación cristiana del orden temporal, que
constituye el compromiso específico de los fieles laicos.
Formulemos
entonces un primer propósito, como fruto de la oración colecta de la Misa: prepararnos
a la venida de Cristo con la práctica de las obras de misericordia. Obras
corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, perdonar y
sufrir con paciencia. Pensemos en una persona concreta con la cual podemos
ejercitar alguno de estos verbos. Y a quién más podemos ayudar materialmente, con
nuestro tiempo, con nuestra ayuda, con nuestra solidaridad fraternal.
Pero
solo hemos considerado la primera parte de esa oración. La segunda súplica nos
hace considerar la otra dimensión del adviento, la perspectiva escatológica: Le
habíamos pedido al Señor que avivara en nosotros el deseo de salir al encuentro
de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras. ¿Para qué hacíamos esa
petición? ― para que, puestos a su derecha el día del juicio, podamos entrar
al Reino de los cielos.
El primer prefacio de Adviento
remarca esa doble perspectiva de las dos venidas de Cristo: «El cual, al venir
por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención
trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación, para que cuando venga
de nuevo, en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra,
podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos
alcanzar».
Vigilante espera. Si hemos
hablado sobre las obras de misericordia, ahora contemplamos la importancia de
la virtud teologal de la esperanza. En la citada Exhortación apostólica, el
papa Francisco hace una radiografía del panorama actual, que parece desértico,
y que puede alentar la tentación del pesimismo (n.86). Y cita al papa Benedicto,
quien decía que –sin embargo- «En el
desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así,
en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido
último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el
desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida,
indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la
esperanza».
En todo caso, concluye el papa
argentino, transmitiéndonos una misión para estos tiempos que vivimos: «allí estamos llamados a ser
personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos
robar la esperanza!».
Personas-cántaros, que encuentran
en la cruz ―el pesebre fue la primera cruz de Jesucristo― la fuente del agua
que hemos de transmitir a nuestros hermanos para el desierto de esta vida.
Fuentes de esperanza. Como dice San Josemaría, el tiempo de Adviento es tiempo
de esperanza. Todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de
vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe
ser una realidad diaria (Es Cristo que pasa, n.11).
Misericordia y esperanza. En esta
perspectiva se mueven las lecturas de la liturgia de la palabra: en primer
lugar, consideramos el anuncio del profeta Isaías quien, después de acusar a
sus paisanos por haber abandonado al Señor, proclama la esperanza en el Mesías,
que nos trae el Reino de Dios: Al final
de los días estará firme el monte de la casa del Señor en la cima de los
montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles,
caminarán pueblos numerosos. Será el árbitro de las naciones, el juez de
pueblos numerosos. Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor. Como
estas palabras se cumplen con el nacimiento de Cristo, la liturgia nos invita a
meditarlas para reforzar nuestra esperanza en Dios. Hacia el niño Jesús, nacido
en Belén, confluirán todas las naciones y todos los tiempos. También los
nuestros.
Hacia la casa del Señor caminaremos,
llenos de alegría, de acuerdo con la invitación del salmo 122, que tanto nos
habrá gustado desde pequeños: ¡Qué alegría, cuando me dijeron: vamos a la casa
del Señor! Esa casa es la Iglesia, dice san Agustín, y su cimiento es
Jesucristo. Como Él está en el cielo, nosotros «edificamos hacia el cielo. El
cimiento lo hemos de colocar en las alturas. Corramos pues hacia allí;
apresurémonos hasta que nuestros pies estén pisando tus umbrales, Jerusalén».
Por eso san Pablo nos invita a la
vigilancia, a estar pendientes de la alegría que nos trae la llegada del Reino,
la salvación que nos porta el nacimiento del Redentor: siendo conscientes del momento presente: porque ya es hora de que
despertéis del sueño, pues ahora nuestra salvación está más cerca que cuando
abrazamos la fe. Con el símil de la noche, nos hace ver que el Sol de la
salvación se acerca, y que la esperanza debe manifestarse con las obras de
misericordia y conversión que hemos considerado antes: Abandonemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y revistámonos con
las armas de la luz. Como en pleno día tenemos que comportarnos honradamente,
no en comilonas y borracheras, no en fornicaciones y en desenfrenos, no en
contiendas y envidias; al contrario, revestíos del Señor Jesucristo, y no
estéis pendientes de la carne para satisfacer sus concupiscencias.
Esperanza y misericordia, que se
manifiestan en obras de conversión. En disponernos, y prepararnos, para la
venida del Señor. Por eso el adviento no es tiempo de tristeza. Es una
invitación al gozo, a estar alegres desde ya, desagraviando por la indignidad
de nuestra alma, por los pecados que
hemos cometido este año.
El adviento es una llamada a que
preparemos el pesebre de nuestra alma, para brindar acogida y hospitalidad al
Niño que viene. A barrer, a sacudir, a limpiar y a brillar nuestra alma. Será una manera concreta de
obedecer al consejo de Jesús en el Evangelio (Mt 24,37-44): velad, porque no sabéis en qué día vendrá
vuestro Señor. Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el
Hijo del Hombre.
Velar con esperanza y con obras
de misericordia. Estrenar la lucha para salir al encuentro, para recibir la
salvación que el Señor nos trae, como decimos en el prefacio de la Misa: «para
que cuando venga de nuevo, en la majestad de su gloria, revelando así la
plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en
vigilante espera, confiamos alcanzar».
Concluyamos nuestra oración
presentando con espíritu de niños los deseos de preparar muy bien nuestras
almas para la venida de Jesús en Navidad y para la llegada definitiva. Ya
sabemos que la mejor manera de alcanzar las gracias que pedimos al Señor es
pasándolas por las manos cariñosas de su Madre, María, que también es madre
nuestra y es el mejor ejemplo para vivir el Adviento. ¡Cómo se prepararía Ella,
para la inminente llegada de su Hijo! ¡Cuántas oraciones cariñosas le dirigiría
al Niño que sentía en su vientre!, ¡Cuántos sacrificios en la vida diaria, en
medio de la pobreza de su hogar!
Nuestra Señora del Adviento
intercede ante la Trinidad Santísima de tal modo que despierte en
nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las
obras de misericordia y que, puestos a su derecha el día del juicio, podamos
entrar al Reino de los cielos.
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