Después de la parábola sobre los primeros lugares, San Lucas
nos presenta de nuevo a Jesús rodeado de una multitud (Lc 14,25-33): Iba con él mucha gente, y se volvió hacia
ellos y les dijo: —Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a
su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida,
no puede ser mi discípulo.
Suena muy dura esta exigencia del Señor, que es el mismo que
nos pide el mandamiento del amor y el cuarto precepto del decálogo. En
realidad, se trata de una característica de la lengua semítica, que contrapone
amor y odio, pero no como los entendemos nosotros: amar y odiar significan
preferir y, sobre todo, elegir. Por ejemplo, en el libro de Malaquías (1,2-3)
se lee que el Señor amó a Jacob y odió a
Esaú. En el caso de la predicación de Jesús, explica Gnilka, la dura
palabra («aborrecer» u «odiar») no significa desligarse de sus padres, sino
subordinarlos, posponerlos delante del Señor. En caso de que hubiera conflicto,
y solo en ese caso, el que ha sido llamado tiene que preferir el seguimiento de
Jesús. Ese seguimiento es lo más importante.
Por otra parte, el mismo Jesús nos dio ejemplo de entrega
total a su misión, ya desde temprana edad. Podemos recordar su pérdida en el
templo a los doce años, cuando respondió a María y a José: —¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en
las cosas de mi Padre? Más tarde, hacia los treinta años, dejó la aldea
nazarena, llena de recuerdos de infancia, y se trasladó a Cafarnaúm, para
desempeñar su apostolado con mayor eficacia.
Como para que no queden dudas, el Señor radicaliza su
exigencia: hasta su propia vida.
Jesucristo no es un rabino más, con un grupo de seguidores que se apuntaban a
sus lecciones. El Maestro se adelanta, escoge Él mismo a sus discípulos, les da
una vocación que implica un compromiso total: « Ningún hombre de la antigüedad
clásica o judía se atrevió nunca a pedir a quien le siguiera lo que exigió el
Señor. Jesús demanda a sus seguidores una amplísima renuncia que, en algunos
casos, detalla con minuciosidad: casa, hermanos, hermanas, padre, madre,
esposa, hijos, campos» (Varo F., en: Romana, XII-1999).
Odiar la propia vida. Otra exigencia que puede sonar más
rara aún en nuestros tiempos. Los autores espirituales entienden que se trata
de odiar los reclamos del pecado, de la vida soberbia y sensual. Como dice P.
Rodríguez, «Lo “aborrecido” no es, pues, el hombre, criatura de Dios, sino el
hombre viejo, que está ahí y persiste, con su “voz insinuante” (Cf. Camino, n.707),
en llevarnos a la perdición y apartarnos del amor de Dios. El sujeto de ese “aborrecer”
es el hombre cristiano, la mujer cristiana, conscientes de su filiación divina,
que es el don gratuito e inmerecido de la Trinidad al hombre (…). Es, en efecto, el discernimiento que lleva consigo el “santo
aborrecimiento” el que nos hace entender la necesidad que el hombre cristiano tiene
de vivir seriamente el espíritu de penitencia y mortificación» (Edición crítica
de Camino, n.207). En esa perspectiva se entiende también el ayuno, como
oración del cuerpo pidiendo a Dios los bienes más arduos.
Renunciar a todo, hasta a la propia vida. En eso consiste la
vocación cristiana. Tertuliano señala que, de hecho, «los Apóstoles lo dejaron
todo: Santiago y Juan abandonaron al padre y la barca, Mateo se levantó del
telonio y por la fe no hubo tiempo de enterrar a un padre». El Catecismo explica
que «Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el
primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales» (n. 1618).
Se nos puede venir a la cabeza que, en nuestro tiempo, ya no
hace falta tomar esas decisiones radicales. Que se trata de la época de los
comienzos, de las persecuciones que llevaban hasta el martirio. Pero no es eso
lo que enseñaron los Padres de la Iglesia a lo largo de los tiempos. Simeón, «el
nuevo teólogo», decía en los siglos X-XI: «Ahora que no hay persecuciones, la
cruz y la muerte son la mortificación total de la propia voluntad». Y Cirilo
alejandrino enseñaba: «Los enemigos son la mente carnal, la ley que rige en
nuestros miembros, pasiones de todo tipo, la lujuria del placer, de la carne,
por las riquezas y otros».
Mortificación, sacrificio, conversión. Podemos hacer examen
para mirar qué tanto hemos dejado por Jesús y qué estamos dispuestos a
renunciar por amor a Él. Benedicto XVI contaba su propia experiencia: Al recordar mi juventud, veo que,
sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada.
Queríamos lo que era grande, nuevo. El hombre está creado para lo que es
grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín
tenía razón: «nuestro corazón está inquieto, hasta que descansa en Ti». El
deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que
llevamos su «huella». Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un
modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al
amor, a la alegría y a la paz.
Y el que no carga con
su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo. Es una de las
exigencias más reiterativas del Evangelio. Si Cristo cargó con la cruz para
ofrecer el verdadero sacrificio como nuevo Sumo Sacerdote, quiere asociarnos a
su entrega, a su relación con el Padre en servicio de todas las almas. Y eso
solo se logra uniéndonos a su muerte, cargando con nuestra cruz.
Sin embargo, Jesús nos manifiesta su amor precisamente
asociándonos a su sacrificio, como celebramos el 14 de septiembre, al
festejar la Exaltación de la Santa Cruz. Gnilka interpreta que esta enseñanza
del Señor, «aunque supone la prontitud para el martirio, no debe limitarse a
él. Incluye también la hostilidad, el menosprecio, la estrechez, el sufrimiento
que vienen sobre los discípulos cuando están siguiendo a Jesús». En ese contexto,
Benedicto XVI invitaba a los jóvenes: Queridos
amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la
vida. En realidad, es lo contrario. Es el «sí» de Dios al hombre, la expresión
máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De hecho, del
corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre
disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a
acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin
Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo
del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos
aspiramos.
El Señor ilustra su enseñanza con dos parábolas: Porque, ¿quién de vosotros, al querer
edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene
para acabarla? No sea que, después de poner los cimientos y no poder acabar,
todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, y digan: «Este hombre comenzó
a edificar y no pudo terminar». ¿O qué rey, que sale a luchar contra otro rey,
no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que
viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando todavía está lejos, envía una
embajada para pedir condiciones de paz.
Las parábolas del edificio y de la guerra hablan de la
necesidad de hacer presupuestos, de prever antes de lanzarse a una empresa. En
este caso, estamos hablando del combate y el edificio de la santidad. Y el
presupuesto también exige fe. Saber que el Señor cuenta con nuestra lucha y que
nosotros contamos con su gracia: Quia hic homo coepit aedificare et non
potuit consummare! ―¡Comenzó a
edificar y no pudo terminar! Triste
comentario, que, si no quieres, no se hará de ti: porque tienes todos los
medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu
voluntad (San Josemaría, Camino, n.324).
El seguimiento de Jesús exige, en conclusión, dejarlo todo.
También los bienes materiales: Así pues,
cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi
discípulo. Es una lógica distinta a la que nos plantea el mundo en el que
nos movemos, que nos valora de acuerdo con la cantidad que tenemos en los
bancos. Por esa razón la liturgia relaciona estas enseñanzas de Jesús con el
libro de la Sabiduría (9,13-18): ¿Qué
hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los
pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son
falibles. Te pedimos, Señor, esa sabiduría que es necesaria para conocer
tus designios, a pesar de lo que diga nuestra soberbia, nuestra concupiscencia,
o el ambiente en el que nos movemos.
El máximo bien que tenemos en la juventud, enseñaba Juan
Pablo II, es nuestro propio futuro: toda una vida por delante. ¡Cuánto se puede
hacer con ella! Un modo muy concreto de tomar la cruz, es renunciar a los
bienes materiales, menospreciar las cosas de aquí abajo. Pero, sobre todo,
despreciar la propia vida, tomar la cruz del Señor cada día.
Terminemos con unas palabras del papa Francisco, que nos transmite la inquietud divina: A veces Jesús nos llama, nos invita a
seguirlo, pero a lo mejor resulta que no nos damos cuenta de que es Él, así
como le sucedió al joven Samuel. Hay muchos jóvenes hoy aquí en la plaza…
Déjenme preguntarles esto: ¿Han escuchado a veces la voz del Señor, que a
través de un deseo, una inquietud, los invitaba a seguirlos más de cerca? ¿Lo
han escuchado? ¿Han tenido algún deseo de ser apóstoles de Jesús? La juventud hay
que ponerla en juego en pos de nobles ideales. ¿Piensan en esto? ¿Están de
acuerdo? Pregúntale a Jesús lo que quiere de ti ¡y sé valiente! ¡Pregúntale! Por
eso Jesús dijo: Rueguen, pues, al Dueño
de la mies ―es decir, Dios Padre―, que envíe obreros a su mies (Mt. 9,38).
Las vocaciones nacen en la oración y de la oración; y solo en la oración pueden
perseverar y dar fruto. E invoquemos la intercesión de María, que es la Mujer
del «sí». Ella ha aprendido a reconocer la voz de Jesús, desde que lo llevaba
en el vientre. Que María, nuestra Madre, ¡nos ayude a conocer cada vez
mejor la voz de Jesús y a seguirla, para caminar en el camino de la vida!
Aunque suponga dejar por su Hijo ―como hizo Ella― familia, posesiones, planes
de futuro, hasta la propia vida.
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