Una vez más —y esta es la quinta ocasión en que
lo hace—, san Lucas presenta al Señor invitado a un banquete
(cap.14). Muestra, de esta forma, la actitud amistosa de Jesús, que vino para acompañarnos,
para estar cerca de nosotros, hasta quedarse a nuestra disposición hecho pan en
la Eucaristía: Un sábado, entró él en
casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Un fariseo importante le invita, para observarlo. No es
una propuesta fraternal, sino una trampa. Pero Jesús pasa a la ofensiva, al ver
la falta de educación de los invitados, que se sentaban en los lugares privilegiados. Notando que los convidados escogían los
primeros puestos, les decía una parábola. Es la tendencia humana al reconocimiento,
a llamar la atención. Se trata de una actitud bastante común: incluso hay quien
se sienta un poco atrás, pero como estrategia, para que lo asciendan.
Es el primer pecado del hombre: la soberbia. El Diccionario
la define como «altivez y apetito desordenado de ser
preferido a otros. Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias
prendas con menosprecio de los demás». Apetito desordenado: hay un sano cuidado
de uno mismo, pero si se desordena, convierte a la persona en un ser que busca patológicamente
la preferencia sobre los demás. Ocupar los lugares principales, como vemos en este pasaje del Evangelio,
es una manifestación entre muchas…
El soberbio se cree mejor que los otros. Y se entristece cuando la realidad le muestra que, en
algún punto, siempre hay alguna persona
que puede superarlo. Busca su propia excelencia, pero sobre todo el reconocimiento
social. Se considera el mejor de todos, en cualquier campo: en la apariencia física,
en las virtudes, en las capacidades deportivas, en la astucia… Por eso, termina
engañado: nadie es mejor que los demás
en todos los aspectos.
Al soberbio también le gusta acompañarse de un séquito de admiradores que le
hagan ver su prestancia. Generalmente tiene que pagarles ese homenaje con regalos,
comidas o bebidas, que forman parte del derroche necesario para mantener la imagen
pública.
Hasta el momento hemos hablado de un personaje abstracto
y alguno se habrá
imaginado algún
conocido que encuadra en la descripción caricaturesca.
Pero resulta que todos somos soberbios. Quién más, quién
menos, tendemos a ser altivos, orgullosos, arrogantes. A creernos mejores que los
demás, por lo menos en algún aspecto. Esperamos que nos reconozcan nuestros méritos,
nuestras capacidades
y logros. Aspiramos a ser queridos, admirados,
alabados. Y nos molesta que no sea así. Nos hacen sufrir las «injusticias»
que cometen contra nosotros; sobre todo, que no reconozcan nuestra valía.
Como los invitados al banquete del fariseo (también
podría traducirse «llamados», pues se trata de un término clave en todo el pasaje), nosotros creemos que nos merecemos
los primeros puestos. Por eso, el Señor nos propone la parábola: Cuando te conviden a una boda, no te sientes
en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que
tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: «Cédele el puesto a
este». Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando
te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que
te convidó, te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy bien ante
todos los comensales.
No se trata de una enseñanza de protocolo, ni mucho menos de un ardid estratégico. Jesucristo nos
instruye sobre el valor de una virtud que Él encarnó perfectamente: la humildad.
Sin necesidad de recurrir a fuentes de alta espiritualidad, definámosla también
con el diccionario: «Virtud que consiste en el conocimiento
de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento».
Si la soberbia era una altivez desordenada, la humildad se define con la palabra
conocimiento, que a su vez refiere a la verdad. Con lo cual llegamos a la descripción
de Santa Teresa: «la humildad es andar en verdad» (Las
Moradas, 10,7).
Por eso, la liturgia une este pasaje a las enseñanzas del
Sirácida (3,17-32): Hijo, actúa con
humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más
grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor. La humildad
es conocer la verdad de lo que somos: hijos de Adán y Eva, inclinados al pecado.
Pero también, al mismo tiempo, templos del Espíritu Santo, hijos de Dios y hermanos
de Jesucristo. La humildad toca el justo medio de toda virtud: se opone tanto el
engreimiento de la soberbia como a la humillación de la tristeza.
Conocer las propias limitaciones y debilidades, dice el
diccionario. Saber que llevamos con nosotros el hombre viejo del que habla san Pablo (Rm 6,6). Reconocernos poca cosa
delante de Dios. Saber que, además de la naturaleza caída, llevamos con nosotros
las cicatrices de tantos
errores, que nos impulsan a recaer: «Cuanto
más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que
he sido y lo que seré, si tú me dejas» (C, 591); «Si te conocieras, te gozarías
en el desprecio, y lloraría tu corazón ante la exaltación y la alabanza» (C, 594).
Andar en verdad. Saber lo que hemos sido, vernos como somos,
conocernos… Es fácil decirlo, pero ¡cuánto cuesta! Precisamente porque el pecado
original nos ha hecho soberbios, porque late en nuestra naturaleza la primera tentación:
¡seréis como dioses! (Gn 3,5), tendemos
a no ver nuestros errores o a disculparlos con toda facilidad. Y además nos molesta
cuando nos hacen caer en la cuenta de que nos equivocamos. Por ese motivo, el diccionario menciona esa realidad anunciada por muchos
santos: el conocimiento propio es necesario para la humildad.
En una ocasión, le preguntaron al cardenal Bergoglio en
una entrevista: —¿Cuál es para usted la
más grande de las virtudes? Y él respondió: «—Bueno, la virtud del amor, de darle
el lugar al otro, y eso desde la mansedumbre. ¡La mansedumbre me seduce tanto! Le
pido siempre a Dios que me dé un corazón manso». —¿Y el peor de los pecados? «—Si
considero el amor como la mayor virtud, tendría que decir, lógicamente, que el peor
de los pecados es el odio, pero el que más me repugna es la soberbia, el “creérsela”.
Cuando yo me encontré en situaciones en que “me la creí”, tuve una gran vergüenza
interior y pedí perdón a Dios, pues nadie está libre de caer en esas cosas» (Rubin
y Ambrogetti, 2013, p.123).
Aprovechemos esta oración para pedirle al Señor que nos
haga el don de conocernos bien
a nosotros mismos: cuáles son nuestras virtudes —para agradecerlas y hacerlas rendir— y
cuáles nuestros defectos —para luchar
por vencerlos—. Este es uno de los
mejores frutos de la oración: conocer a Jesús y mejorar el conocimiento propio, al compararnos con su modelo de perfección. Hagamos examen
y pensemos qué tanto nos conocemos, si sabemos dónde nos talla el zapato, cuál es
nuestro talón de Aquiles y también cuáles son nuestros talentos, para dar el fruto que el Señor espera.
Para resaltar la importancia de la humildad en la vida
interior, san Josemaría predicaba que, «lo mismo que se condimentan con sal los
alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre
la humildad». Y acudía a una comparación clásica: «no vayáis a hacer como esas gallinas
que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar,
hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes
intenciones y grandes deseos —que el Señor
transforma en realidades— de servir a Dios y pasar inadvertidos» (Citado por J. Echevarría, Discurso, 18-I-2003).
Nos puede ayudar que dirijamos al Señor en nuestra oración una plegaria clásica, atribuida al Cardenal
Merry del Val, para pedirle esta virtud: «Jesús manso y humilde de Corazón, escucha mi plegaria. Líbrame,
Señor, del deseo de sentirme apreciado, amado, ensalzado, elogiado, alabado, preferido,
consultado, aplaudido… Líbrame, también, Señor, del temor a la humillación, al desprecio,
al reproche, a la calumnia, al olvido, al ridículo, al agravio, al recelo… Ayúdame,
Jesús, a desear que los demás sean más amados y apreciados que yo, que ellos crezcan
y yo disminuya a los ojos del mundo, que sean alabados y yo pase oculto, que los
demás sean preferidos a mí en todo, que sean más santos que yo, siempre que yo alcance
la santidad que Tú deseas».
El Señor concluye este pasaje del Evangelio diciendo: Porque todo el que se enaltece será
humillado; y el que se humilla será enaltecido. El mejor modelo de humildad
es, después del mismo Jesús, su Madre. Ella es la primera que se humilla en el Magníficat,
cuando dice que Dios puso los ojos en la pobreza de su esclava. Por eso, el Señor
la ensalza:
«Entre los Santos, sobresale María, Madre
del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas (…) expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma
en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración
como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande
precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde:
no quiere ser sino la sierva del Señor»
(Benedicto XVI, 2005, n. 41).
«El canto
humilde y gozoso de María, en el Magnificat,
nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños,
con quienes se abajan y sinceramente se saben nada» (F, 608).
Podemos terminar nuestra oración acudiendo a la Virgen, para que nos alcance la
gracia de ser tan humildes como Ella.
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