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La puerta angosta

Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. San Lucas presenta de nuevo a Jesús, camino de su muerte, del cumplimiento de su vocación en la ciudad santa. Pero el Señor no se dedica a lamentarse por ese destino aciago, que humanamente le cuesta. Al contrario, aprovecha los recorridos para enseñar. Piensa en los demás. Se da a nosotros cada día. Entrega su doctrina, se dona a sí mismo.
Y uno le dijo: —Señor, ¿son pocos los que se salvan? Una pregunta formulada en todas las épocas, para la que ha habido cantidad de respuestas: rigoristas unas, laxas otras. Es el interrogante ecuménico por excelencia: ¿son pocos los que se salvan? Es una pregunta numérica: ¿cuántos se salvan? Lleva de la mano otra: ¿quiénes? Y, con más perspicacia podemos suponer que, de fondo, estaba la siguiente: ¿nosotros nuestra raza, nuestra religión― estamos en ese grupo?
Él les contestó: —Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Jesús no responde directamente: se salvan pocos o muchos. Ni tampoco entra en el planteamiento reduccionista e inclusivista que movía a muchos de sus contemporáneos: «nos salvamos pocos: nosotros, los elegidos». Le preguntan por un número y Él enseña el cómo: Esforzaos. Nos habla de lucha, de un empeño que cuesta. No se trata de un camino de rosas, sino de una puerta angosta. Si en las grandes ciudades de la época existía una gran puerta para facilitar el acceso, la salvación es ―en cambio― una meta ardua.
Otros evangelios asocian la puerta angosta a un camino empinado: para entrar en la vida eterna hace falta llegar cansados, con las vestiduras rasgadas y la piel amoratada. Requiere esfuerzo, lucha interior. San Pablo compara esta ascética con las dietas, entrenamientos y sacrificios innumerables que hacen los que corren en el estadio (1Co 9,24-27). Y San Josemaría comentaba en una reunión familiar: Si lucháis deportivamente cada día, el último acto de deporte será un salto de la cama al Cielo.
Juan Pablo II explicaba la dureza de este camino con el verbo aceptar. Se trata de tener humildad para bajar la cabeza y acoger las llamadas divinas. Por eso la agonía (este es el término griego traducido como esforzaos), la lucha ―ante todo, con nosotros mismos―, es para aceptar la Palabra de Dios y sus consecuencias morales, el sufrimiento, las exigencias del Evangelio: La puerta angosta es, ante todo, la aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, sobre el mundo y sobre la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la voluntad de Dios, en vista de un bien superior que realiza nuestra verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación y de redención para sí y para los demás, y como expresión suprema del amor; la puerta angosta es, en una palabra, la acogida de la mentalidad evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura explicación (Discurso, 24-VIII-1980).
Luchar deportivamente. Con caídas y con victorias: nadie está pidiendo un expediente inmaculado, sino un esfuerzo, una lucha, un empeño cotidie, cada día. En otra ocasión predicaba el Fundador del Opus Dei: Deus humilia respicit in coelo et in terra (Sal 92,6); el Señor mira con especial afecto lo que es humilde en la creación. Esto me ha consolado. El Señor me mira con afecto cuando hago lo que puedo. Él quiere vuestros defectos si os levantáis cada vez, si lucháis, si ve vuestra buena voluntad, vuestros esfuerzos. ¡Si la santidad no es otra cosa que luchar, hijos míos!
Con su respuesta sobre el esfuerzo para entrar por la puerta angosta, el Señor no nos está cerrando el acceso, sino que nos indica la manera de ingresar. Nos da la contraseña: la lucha, el empeño. Pero no a ramalazos: un día, grandes sacrificios y, todo el mes siguiente, desorden y olvido. Tú, Señor, quieres que nos levantemos después de cada caída, que luchemos, aunque parezca que no avanzamos. Una vez me dieron un pensamiento clave en este sentido: Dios no se fija tanto en nuestras victorias como en nuestros esfuerzos. ¡Menos mal!
Por eso los últimos papas nos invitan a no tener miedo, pues Dios es nuestro Padre y nos ayuda en las batallas. No estamos solos, como enseña el papa Francisco a un joven que le manifestaba sus temores: Caminar es un arte, porque si caminamos siempre deprisa nos cansamos y no podemos llegar al final, al final del camino. En cambio, si nos detenemos y no caminamos, ni siquiera llegamos al final. Caminar es precisamente el arte de mirar el horizonte, pensar adónde quiero ir, pero también soportar el cansancio del camino. Y muchas veces el camino es difícil, no es fácil. «Quiero ser fiel a este camino, pero no es fácil, escuchas: hay oscuridad, hay días de oscuridad, también días de fracaso, incluso alguna jornada de caída... uno cae, cae...». Pero pensad siempre en esto: no tengáis miedo de los fracasos; no tengáis miedo de las caídas. En el arte de caminar lo que importa no es no caer, sino no «quedarse caídos». Levantarse pronto, inmediatamente, y seguir andando. Y esto es bello: esto es trabajar todos los días, esto es caminar humanamente. Pero también: es malo caminar solos, malo y aburrido. Caminar en comunidad, con los amigos, con quienes nos quieren: esto nos ayuda, nos ayuda a llegar precisamente a la meta a la que queremos llegar. No sé si he respondido a tu pregunta. ¿Sí? ¿No tendrás miedo del camino? Gracias.
 Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos». Y os responderá: «No sé de dónde sois». Señor: nos hablas del juicio, del momento en que habremos perdido la posibilidad de pelear, porque se nos haya acabado el tiempo de merecer en la tierra. Entonces ya no servirán los lamentos. Es triste ese desconocimiento del Señor: No sé de dónde sois. Es fácil asociarlo con aquella otra amenaza: al que me niegue delante de los hombres yo lo negaré delante de mi Padre.
Entonces empezaréis a decir: «Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas». Y os dirá: «No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad». Allí habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados fuera. Haber estado cerca al Señor no valdrá de nada, para el que no ha querido luchar, para el que le ha negado el esfuerzo contra sus propias miserias, para rechazar las tentaciones, para el que se haya convertido en servidor de la iniquidad. De nada servirá decir que le hemos conocido, que le hemos acogido, que hemos compartido con Él. San Agustín alude a la Eucaristía: «Hay un alimento que se come y se bebe, y ése es Cristo; hasta los enemigos comen y beben a Cristo. Saben los fieles de qué cordero inmaculado se alimentan; y ¡ojalá se alimenten de él sin hacerse merecedores del castigo! Pues, como dice el Apóstol: Todo el que lo come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación» (Sermón 308 A, 6).
Es una promesa triste, que el Señor no desea que se cumpla: Él quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2,4) y, precisamente por eso, nos anima a no desfallecer en el esfuerzo.
Este empeño por cruzar la puerta estrecha es compatible con el desaliento, con el cansancio, porque somos humanos. ¡Si a Jesucristo también le costó cumplir la Voluntad del Padre, hasta pedirle que, si era posible, le apartara el cáliz de la muerte ignominiosa! Es una idea recurrente de San Josemaría: Cuando nos cansemos ―en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica―, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha ―una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado― para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos (Amigos de Dios, n.201).
La famosa conversa J. Matlary cuenta cómo le sirvió el ejemplo de un colega suyo, al que le costaba esfuerzo sacar adelante cada día su fidelidad a la llamada divina: «Me había dicho que su vocación tenía su raíz en su trabajo, en el lugar en que vivía, aunque también me dijo que echaba de menos su país, y su anterior profesión. Comprendí que no era Supermán. Tenía inclinaciones y gustos que no eran acordes con su vocación, y tenía que luchar para mantenerse en su carrera. Aquello era algo importante. En algo podíamos parecernos. Tampoco para él las cosas resultaban tan fáciles como parecían. Sabía que la palabra clave era “vocación”» (2002, p.116).
Y vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Concluye el Señor con la respuesta directa a la pregunta inicial: sí son muchos los que se salvan. Pero no los que se creen primeros por motivos raciales o religiosos, sino los humildes, los que luchan con esfuerzo, a pesar de sus limitaciones, los que se consideran indignos. En ellos se cumple la profecía del último Isaías (66,18-21), que la llamada a la salvación es universal: De todas las naciones tomaré sacerdotes y levitas. Esa es nuestra vocación: el Señor quiere que seamos esos últimos gentiles que se sientan a su mesa.
Y por eso también hemos de sentir como dirigidas a nosotros las palabras de Jesús que se usan como respuesta para el Salmo Sal 116: Id al mundo entero y predicad el Evangelio. El salmista tiene ese mismo afán apostólico del profeta y de Jesús: Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre.
Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos. La llamada a la santidad y al apostolado no nos puede envanecer. Al contrario, nos ha de estimular a crecer en humildad, a parecernos a Cristo que se presentaba como manso y humilde de corazón. Ayúdanos, Señor, a cruzar por la puerta angosta de la humildad, para ocupar los últimos puestos sin remilgos ―aunque pueda ser que nuestra llamada sea la de ponerte en lo más alto de nuestra profesión, que no es incompatible con esa virtud ―, conscientes de que el puesto importante no es el que ocupemos en la tierra, sino el que ganemos para el Reino de los cielos. 
Acudamos a la Santísima Virgen para que ella nos alcance las gracias de su Hijo en la lucha ordinaria, de cada día, por ser fieles a su llamada, para que así podamos entrar por la puerta angosta al banquete del Señor.

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