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Misión de los setenta y dos discípulos

Desde los comienzos de la humanidad la violencia ha irrumpido para obstaculizar las relaciones entre los seres humanos y de ellos con la creación y con Dios. Adán y Eva ante Dios, Abel y Caín, son los primeros exponentes de discordias que han continuado en el tiempo hasta llegar a los actuales conflictos nacionales y de orden mundial.
Pero también desde los primeros momentos el Señor ha anunciado que su misericordia se manifestaría en reconciliación, en un regalo de paz. Por ejemplo, en el capítulo 66 de Isaías (10-14) ―que es la última parte del libro, en la que trata del juicio final de Dios― promete unos cielos nuevos y una tierra nueva, también anuncia que hará nacer un nuevo pueblo (la Iglesia) y que hará derivar hacia esa familia suya, como un río, la paz. En respuesta a ese anuncio, alabamos a Dios con el Salmo 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
Este es el contexto en el que leemos un pasaje del capítulo décimo de Lucas, que la liturgia propone para el XIV domingo. Estamos en la segunda parte del libro, que trata del ministerio de Jesús mientras sube hacia Jerusalén. Lucas hace un paralelo entre este peregrinaje y la predicación  de la primera parte: como Jesús fue rechazado en Nazaret, así lo es en Samaria; y de la misma forma en que envió a los Doce de misión apostólica, así ahora manda a los discípulos, como veremos en este pasaje: Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía: —La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies.
De estas primeras palabras pueden surgir muchas consideraciones: el designio del Señor ―su llamada―, el envío a la misión apostólica para preparar los caminos a donde él había de ir, el afán de almas: «Desgarra el corazón aquel clamor ―¡siempre actual!― del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos. ―Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?» (San Josemaría, Forja, n.906).
En la misma línea de la importancia de la oración por el apostolado, podemos considerar este otro consejo: «La mies es mucha y pocos los operarios. ―“Rogate ergo!” ―Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe operarios a su campo. La oración es el medio más eficaz de proselitismo» (Ídem, Camino, n.800).
Pero continuemos para llegar al punto que la liturgia resalta hoy en este pasaje, que son las instrucciones del Señor para el empeño misionero de entonces y de ahora: Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros.
Así encontramos la palabra clave que une la primera lectura con el Evangelio: la paz.  Por eso el Señor habla de ir como corderos en medio de lobos. Pobres, desprendidos, para que se note que las esperanzas están puestas en Dios, no en los medios ni en las influencias humanas. Hombres de paz. Corderos, como Jesucristo. Mensajeros, portadores de esa paz que el Señor anunciaba en el Antiguo Testamento. En la casa en que entréis decid primero: «Paz a esta casa». 
El Señor cuenta con nosotros para ser sembradores de paz y de alegría en nuestro ambiente. Como enseña un teólogo contemporáneo, «Ser sembradores de paz y alegría reclama serenidad de ánimo, dominio sobre el propio carácter, capacidad para olvidarse de uno mismo y pensar en quienes le rodean; actitudes e ideales humanos, que la fe cristiana refuerza, al proclamar la realidad de un Dios que es amor, más concretamente, que ama a los hombres hasta el extremo de asumir Él mismo la condición humana y presentar el perdón como uno de los ejes de su mensaje» (Illanes, 9-I-2002).
Por eso hemos de pedir la paz, de fomentarla a nuestro alrededor, de buscarla por todos los medios. Esto implica por nuestra parte un notorio esfuerzo humano. En concreto, atacar la soberbia ―raíz de muchos malentendidos― con la humildad, para perdonar, para pedir perdón.  
Así lo explicaba Benedicto XVI: «Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada realidad: Paz a esta casa» (Ángelus, 261011).
Conscientes de que no depende de nuestras capacidades, cada día lo pedimos en la Misa antes de comulgar: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz». De esa manera nos damos cuenta de que la paz viene de Dios. Y de que las enemistades, los odios, los conflictos, son fruto del pecado. Por lo tanto, la paz entre los hombres es fruto de la paz con Dios.
Es una enseñanza muy actual del Concilio Vaticano II: «La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32,7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. (…) En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres, unidos por la caridad, triunfen sobre el pecado, pueden también reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se llevará a cabo la guerra (Is 2,4) (Gaudium et Spes, n.78)
Los discípulos cumplen su misión preparatoria por los treinta y seis poblados cercanos, orgullosos al experimentar los poderes que les había dado la obediencia al mandato de Cristo: Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo: —Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre
Pero el Señor les hace ver el verdadero motivo por el cual deben estar alegres: Él les dijo: —Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo.
Tener la paz, dar la paz. Si este es nuestro objetivo en la vida, seremos muy felices en la tierra y después felicísimos en el Cielo, porque habremos sembrado la semilla del amor, de la esperanza y del perdón. 
Es la invitación que nos hace el papa Francisco: «No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús» (Papa Francisco, Homilía 240313).
Santa María, causa de nuestra alegría, haznos sembradores de la paz y la alegría que tu Hijo nos trajo a la tierra.

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