San
Lucas es el evangelista de la misericordia divina. Suyos son, en exclusiva, los
relatos del hijo pródigo, del fariseo y el publicano y la escena que
contemplaremos en nuestra oración de hoy.
Estamos
comenzando el capítulo séptimo del tercer evangelio. En el capítulo anterior,
el evangelista ha transmitido la predicación del Discurso del Llano, cuya
virtud clave es precisamente la misericordia. El Señor, como una muestra de que
ejercita lo que predica, ha llamado antes a los doce: ha pasado
«misericordiando y eligiendo», como dice el lema episcopal del papa Francisco.
Una vez establecido el colegio de los apóstoles, Jesús hace una correría
apostólica con ellos: esta misión incluye la predicación, como se ha visto en
el discurso del Llano anterior y en el posterior sermón de las parábolas, pero
también los milagros. Lucas transmite los milagros comunes a los sinópticos más
uno exclusivo suyo: marchó a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus
discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad,
resultó que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era
viuda. Y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad.
En
nuestra oración queremos acompañarte, Señor, como aquellos discípulos o al
menos ―como la multitud― «ir contigo». Queremos observar tu actitud cuando, de
camino para Naín ―cerca al monte Tabor en el que te transfigurarías― nos
encontramos una procesión que interrumpe nuestro camino. Alguno se molestaría,
por la contradicción. Otro haría un comentario chismoso, superficial, sobre el
gentío que acompaña a la señora, una viuda que acaba de perder a su hijo.
Jesús
reacciona de modo diverso: El Señor la vio y se compadeció de ella. Esta
es la riqueza del evangelio, que nos ayuda a conocer los sentimientos del
Señor, para que aprendamos a imitarlo. Jesús predica la misericordia porque la
ha ejercitado antes y la sigue aplicando: «Jesús ve la congoja de aquellas
personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o
esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa,
movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le
quedaba, su hijo» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.166).
Como
el buen samaritano, tiene ojos dilatados por el amor para «ver» el sufrimiento
ajeno y para compadecerse, para padecer-con la persona que sufre: «El
evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también
exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible
ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de
los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se
quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de
informar la auténtica existencia cristiana» (Íbidem).
Por
eso no evita el cortejo. Antes bien, se dirige directamente a la viuda y le
dijo: —No llores.
«Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el
milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa
artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por
el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se
acercó a ella y le dijo: no llores. Que es como darle a entender: no quiero
verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz.
Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero
antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del
Corazón de Cristo Hombre» (Íbidem).
Si
pensamos en esta escena a la luz de narraciones similares del Antiguo
Testamento (como la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta que logra la
oración de Elías en 1R 17, 17-24), se entiende que Jesús, el verdadero profeta,
está anunciando un inminente evento sobrenatural: Se acercó y tocó el
féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Una vez más aparecen personajes
dóciles, que confían en las palabras de este Maestro, como los sirvientes de
las bodas de Caná. Si estos hombres que portaban el ataúd hubieran seguido
derecho, no estaríamos considerando el tema de esta meditación.
Y dijo: —Muchacho,
a ti te digo, levántate. Son unas palabras
directas, como las que dirigió a la hija de Jairo o al mismo Lázaro, que ya
estaba en el sepulcro. Palabras que es bueno que sintamos también dirigidas a
nosotros, muertos a la santidad por causa de nuestros pecados, de nuestra
comodidad, egoísmo, sensualidad, de nuestra soberbia. Y es que la misericordia
del Señor se dirige a aquella mujer, al muchacho resucitado –que es quien
recibe directamente la acción salvífica de Cristo- y también para aquellas
muchedumbres –la que lo seguía, la que acompañaba el cortejo fúnebre y las que
acudiríamos a la escena a lo largo de
los siglos-, para que supiéramos que también a nosotros se dirigirían esas
palabras cuando estuviéramos postrados por nuestras miserias: Muchacho, a ti
te digo, levántate: «La vida interior se compone de muchos sucesos como los
de Naín. Resucitar, ¿qué es sino comenzar y volver a recomenzar? En la vida
interior estamos resucitando a cada momento, con actos de contrición, de dolor
y de reparación» (San Josemaría, apuntes de la predicación, 23-IX-1962).
En
la historia de Elías el relato concluye diciendo que Yahveh escuchó la voz de
Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió. Tomó Elías al niño, lo bajó de
la habitación de arriba de la casa y se lo dio a su madre. Dijo Elías: «Mira,
tu hijo vive». En el relato de Lucas el resumen es más sencillo: Y el que
estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar. Vuelve a la vida y lo
manifiesta hablando. Algunos Padres de la Iglesia hablan de la importancia de
la sinceridad para salir de la muerte del pecado.
Y se lo entregó a su madre. Decíamos que este era el motivo principal del milagro:
la compasión de Jesús por aquella mujer. Ahora le entrega su única esperanza,
la ilusión de su vida, además de la garantía para su futuro. Jesús nos ve
sufriendo y se adelanta incluso a nuestras peticiones. Nos busca, arregla las
dificultades «antes, más y mejor», aunque a veces nos parezca que llega tarde.
En realidad, siempre llega en el mejor momento. Quiere que nos unamos a su
Voluntad, que carguemos con su Cruz, que sintamos la solidaridad de nuestros
hermanos. Y en el instante justo, experimentamos la alegría de aquella mujer: Y
se lo entregó a su madre. Siempre podremos cantar, con el salmo 29, has cambiado mi luto en danza, me has quitado el sayal y me has ceñido de alegría.
También
podemos aprender de ese Corazón de Jesús misericordioso, solidario, fraternal:
«Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. (…) hemos de pedir al Señor que
nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las
criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y
no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el
amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un
momento, y dejar más tarde amargura y desesperación. Si queremos ayudar a los
demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega,
afecto y voluntaria humildad» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.167).
La
muchedumbre que la acompañaba en su dolor ahora comparte la alegría de la
resurrección. Por eso san Lucas concluye el relato diciendo que «se llenaron
todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: “Un gran profeta ha surgido
entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”». Como
dice San
Agustín: «El joven resucitó y la madre viuda se llenó de alegría. Todos los
días hay hombres que resucitan espiritualmente: y su madre, la Iglesia Santa,
se alegra. La muerte, en aquel joven, había arrebatado el cuerpo; en éstos, el
alma. La muerte en aquél era visible a los ojos de quienes le rodeaban; la
muerte de éstos, en cambio, huye de las miradas de los que no tratan de verla.
Cristo, que conoce a los muertos, le buscó. Sólo El, que conocía a los muertos,
podía restituirlos a la vida. Porque si no hubiese venido para resucitar a los
muertos, no habría podido decir el Apóstol: despierta, tú que duermes; álzate
de entre los muertos y Cristo te iluminará (Ef 5,14)» (Sermón 44,2).
La Virgen Santísima, nuestra Madre, llora la
muerte de sus hijos por el pecado. E intercede ante su Unigénito para que,
tanto nosotros como nuestros amigos, regresemos siempre a la vida de la gracia
y de la comunión con Cristo.
Qué gran reflexion para nuestra vida, Jesús sintió compasría por aquella mujer que había quedado desamparada.El no le pregunto por qué lloraba si no le dijo" No llores" y se dio el milagro de Jesús le entregó a su hijo resucitado. Ahora Jesús quiere que lo imitemos tener compasion por el dolor de nuesros hermanos.
ResponderBorrarQue reflexion para nuestro diario vivir y una invitacion para ser misericordiosa con la flia y comunidad
ResponderBorrar.Rosa