En el camino cuaresmal hacia el monte del
Calvario, el quinto domingo de este período penitencial nos presenta una escena
singular (Jn 8,1-11). Tan llamativa, que fue omitida en varios códices antiguos del
Evangelio de san Juan. Como si los editores se sintieran escandalizados por la
misericordia de Jesús. Sin embargo, la Iglesia siempre la ha considerado
canónica, inspirada por el Espíritu Santo: Jesús marchó al Monte de los
Olivos. Muy de mañana volvió de nuevo al Templo, y todo el pueblo acudía a él;
se sentó y se puso a enseñarles.
Jesús nos da ejemplo de oración y de amor a
las almas. Y aquellos habitantes de Jerusalén nos enseñan la importancia de acudir
al encuentro con Él, para acoger sus enseñanzas. En medio de su labor magisterial,
se empezó a escuchar un barullo que rompía la tranquilidad del Templo. Los
escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron
en medio.
No deja de ser llamativa y estrambótica la
escena. Imaginemos a esa pobre mujer, humillada, con la reputación por el
suelo: el pecador que la acompañó en su delito la abandonó en el castigo, los
jueces la acusaron a ella pero al otro lo dejaron ir en paz. Maestro ―le dijeron―, esta
mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
No conocemos los detalles de la historia. Pero
imaginamos el consejo de san Bernardo: siempre hemos de pensar bien de las
personas, aunque las veamos actuar mal: “¡muy grande habrá sido la tentación!”,
puede ser la disculpa que se les puede ofrecer.
Esta escena del Evangelio nos ayuda a entender
la magnitud del pecado. Podemos confrontar la situación de esta mujer con la
del otro pecador, que contemplamos la semana pasada: con el hijo pródigo, que terminó cuidando cerdos. Ambos experimentaron la abyección, la soledad, el abandono, el
rechazo de la comunidad a la que los sometió su conducta extraviada.
Esta mujer padece la traición del marido
(algunos comentaristas suponen que pudo haber caído en una trampa que le tendió
quien quería repudiarla para quedar libre y asumir una nueva esposa con todas
las bendiciones), también la traición del cómplice y de los vecinos. Quizás
había caído en esa situación por envidia o en venganza, quién sabe.
En cualquier caso, su situación es similar a
la del hijo pródigo, que había caído en una
situación inferior a la de los animales más despreciados en la religión judía.
Es el escenario del abandono y soledad que padece el pecador, antesala del
infierno. Como dice el Concilio Vaticano II, “El pecado es, en definitiva, una
disminución del hombre mismo, que le impide alcanzar la propia plenitud” (GS
13).
Mientras la tentación nos presenta el pecado como la máxima fuente de autoafirmación,
de placer, de crecimiento, en realidad es el mayor fracaso de nuestra vocación
a la felicidad. En cambio, la virtud ―la santidad― es la que nos lleva a
desarrollar de manera más completa nuestra potencialidad. Por eso los más
grandes hombres y mujeres, los más avanzados, los más completos y los que más
bien han hecho a los demás han sido siempre los santos.
El tiempo de Cuaresma nos invita a
reconocernos pecadores. Como decía el Cardenal Bergoglio cuando le preguntaron cómo examinaba su vida y su
ministerio delante de Dios: «No quiero mandarme la parte, pero la verdad es que
soy un pecador a quien la misericordia de Dios amó de una manera privilegiada.
Desde joven, la vida me puso en cargos de gobierno —recién ordenado sacerdote
fui designado maestro de novicios, y dos años y medio después, provincial— y
tuve que ir aprendiendo sobre la marcha, a partir de mis errores porque, eso
sí, errores cometí a montones. Errores y pecados. Sería falso de mi parte decir
que hoy en día pido perdón por los pecados y las ofensas que pudiera haber
cometido. Hoy pido perdón por los pecados y las ofensas que efectivamente
cometí».
Muy diferente es la actitud de los acusadores
de la mujer adúltera: Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú
qué dices? Este es otro pecado que poco se comenta al meditar la escena de
la mujer adúltera. El pecado de los acusadores, que miran la paja en el ojo
ajeno pero no ven la viga en el propio. Como explica Mons. Echevarría, «en la
dificultad para la comprensión y la compasión, influye también la ignorancia de
las propias culpas: cuando no se reconocen los pecados personales, se descubren
sólo las faltas de los demás y se les acusa sin piedad, como quedó patente en
el episodio de la mujer adúltera» (Eucaristía y vida cristiana).
Siguiendo en esta segunda línea, la cuaresma nos
invita a mejorar nuestro espíritu de examen, a reconocer nuestras culpas. En
eso consistía, en últimas, la falla de los acusadores, que terminaron cayendo
en soberbia, en envidia y en deseos de acabar con Dios: —se lo decían
tentándole, para tener de qué acusarle. Habían maquinado la caída de la
mujer, pero en realidad iban buscando motivos para atacar a Jesús. En realidad,
la adúltera era un medio para el deicidio. Un pecado lleva a otro. Y mientras
tanto, llamaban “Maestro” a Jesús, se presentaban como los adalides del derecho
y la religión. Porque no se conocían. No se daban cuenta de los verdaderos
móviles de su actuación.
Examen. «Mira tu conducta con detenimiento.
Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los
que te rodean. –Recuerda, hijo, que no son menos importantes los microbios que
las fieras. Y tú cultivas esos errores, esas equivocaciones –como se cultivan
los microbios en el laboratorio–, con tu falta de humildad, con tu falta de
oración, con tu falta de cumplimiento del deber, con tu falta de propio
conocimiento... Y, después, esos focos infectan el ambiente. –Necesitas un buen
examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora,
porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados»
(San Josemaría Escrivá, Forja, 481).
Ahora veamos cuál es, en cambio, la actitud
del Señor: Pero Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la
tierra. ¿Qué escribías, Señor, en aquella polvareda de Jerusalén? No lo
sabemos. Solo nos has transmitido la continuación de la escena, con tu
veredicto final, que es antológico: Como ellos insistían en preguntarle, se
incorporó y les dijo: —El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra
el primero. Y agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra.
La provocación había sido artera: lo habían
puesto a escoger entre la ley de Moisés y la misericordia que tanto predicaba.
Como en la pregunta por los impuestos del César o la resurrección de la mujer
casada siete veces, la argumentación ponía contra las cuerdas al Maestro de
Nazaret. Sin embargo, como en los otros casos, la respuesta es sencilla y
contundente. La ley sigue vigente, pero la misericordia de Dios es mayor que
nuestra maldad. Y todos somos pecadores, no solamente los reconocidos
públicamente como tales. Estos, vale la pena recordarlo, llevarán la delantera
en el reino de los cielos (Mt 21,31).
Pero tampoco podemos cargar las tintas sobre
los acusadores, pues al menos tienen un gesto noble en el pasaje que estamos
contemplando: Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por
los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio. Porque
también hubieran podido aferrarse a la convicción de su inocencia y comenzar la
lapidación. Pero aquel anciano que se marchó de primero dando ejemplo a los
demás merece una consideración especial. Reconoció sus pecados, se dio cuenta ―fue
una gracia que le concedió el Dios que tenía en frente― que no tenía ningún
derecho a recriminar los pecados ajenos sin mirarse a sí mismo.
La escena concluye de una manera esplendorosa:
Jesús se incorporó y le dijo: —Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? —Ninguno,
Señor –respondió ella. Le dijo Jesús: —Tampoco yo te condeno.
Como ha
explicado el Papa Francisco, «el rostro de Dios es el de un padre
misericordioso, que siempre tiene paciencia. (…) El problema es que nos
cansamos de pedir perdón. Él no se cansa nunca de perdonar, pero nosotros, a
veces, nos cansamos de pedir perdón. ¡No nos cansemos nunca, no nos cansemos
nunca! Él es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene un corazón de
misericordia para todos nosotros. Y así nosotros aprendemos a ser
misericordioso con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen que tuvo entre
sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre».
Que también nosotros sepamos
acudir al Sacramento de la misericordia en esta cuaresma, para escuchar como
dirigidas a nosotros las palabras del Señor a la mujer adúltera: vete y a
partir de ahora no peques más.
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