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Hijo pródigo y comunión de los santos


Estamos viviendo unos días muy especiales en el catolicismo. Como decía Benedicto XVI en su última audiencia general,  la Iglesia no es una institución humana, pues la guía Jesucristo ―el Buen Pastor―. Hablando de la compañía de tantas personas durante su pontificado, decía el Papa emérito: «Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia: no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos».  Se nota la realidad de las palabras que pronunciamos cada domingo en el Credo: Creo en la comunión de los santos.

Son días de oración. Este domingo, los cardenales estarán en sus iglesias romanas, invitando a los fieles a orar. Y han agradecido la iniciativa virtual de adopción a cada uno de ellos por parte de los fieles internautas. Porque se trata de una realidad espiritual. Es lo que explica la visión sobrenatural de los santos. Por ejemplo, se cuenta que san Josemaría predicaba en la sede vacante de 1958: «quería hablaros una vez más de la próxima elección del Santo Padre. Conocéis, hijos míos, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de María, amamos con todas las veras de nuestra alma al Papa, quienquiera que sea. Por eso, al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda la vida. Rezad, ofreced al Señor hasta vuestros momentos de diversión. Hasta eso ofrecemos a Nuestro Señor por el Papa que viene, como hemos ofrecido la Misa todos estos días, como hemos ofrecido... hasta la respiración» (Echevarría, Carta 1-III-2013).

Unión en la Iglesia, que contrasta con el segundo hijo de la parábola del Evangelio de hoy (Lc 15,1-32). Iba a lo suyo, aunque permanecía en la casa del Padre. Allí seguía durante años, pero desunido de su hermano y desagradecido con su papá. Ese Padre misericordioso nos hace ver la grandeza de lo ordinario, de estar con Él: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Somos de la misma familia, convivimos. El hijo mayor no se daba cuenta de que eso era más importante que matar un cabrito para gozar un momento de placer con sus amigos. 

El hijo pródigo, en cambio, descubrió que vale más servir como jornalero que disfrutar de todos los goces mundanos. Y el padre lo acogió como hijo una vez más, lo perdonó al ver su corazón convertido. Le dio de acuerdo con lo que su corazón se había hecho capaz de recibir: la vida nueva de hijo –el traje, el anillo-, la comunión –el banquete-, la acogida en la casa: había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.

De esta parábola se han escrito muchas interpretaciones literarias, filosóficas y teológicas. Pero un criterio exegético que no falla es el litúrgico: las lecturas que la Iglesia escoge para acompañarla. Y este cuarto domingo de Cuaresma es domingo laetare, por tanto nos habla de la alegría de la conversión: Alégrate, Jerusalén, y todos los que la amáis, reuníos. Regocijaos con ella todos los que participabais de su duelo y quedaréis saciados con la abundancia de sus consuelos.

En este día tan especial la primera lectura es de Josué, el sucesor de Moisés. Este libro es “la culminación natural del Pentateuco” (Biblia de Navarra). Su tema central es la toma de posesión y la distribución de la tierra prometida. Pero la liturgia escoge un momento preciso, el capítulo cinco: El pueblo de Dios celebra la Pascua, después de entrar en la tierra prometida: En aquellos días, el Señor dijo a Josué: –Hoy os he despojado del oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ácimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

La toma de posesión se celebra de modo litúrgico, no marcial. Primero la circuncisión, después la celebración de la pascua. Desaparece el maná, pues ya pueden producir los panes ácimos con los cereales que son frutos de la tierra prometida y del trabajo del hombre.

Este pasaje nos sirve como filtro de lectura del Evangelio de hoy. Quiere decir que la liturgia nos invita a resaltar un momento específico de la parábola, el banquete: el padre les dijo a sus siervos: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.

El Catecismo de la Iglesia (n. 1439) explica que  «el mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza».

El banquete de la misericordia. A los exégetas no les gusta mucho el famoso título de esta parábola, y prefieren denominarla “la parábola de los dos hijos” como hace Benedicto XVI en su libro sobre Jesús de Nazaret― o mejor aún “la parábola del padre misericordioso”. El Beato Juan Pablo II enseña que  «como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación. Lo que más destaca en la parábola es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. En una palabra: la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial» (RP, n.6).

Es lo que enseña San Pablo en un texto de la segunda epístola a los corintios, que la liturgia escoge hoy como colofón para el marco de la parábola (2 Co 5,17-21): Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de reconciliación. Somos, pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios. A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en él justicia de Dios.

La iglesia se reúne en el perdón de Dios. Si podemos congregarnos como una familia y acoger al mundo entero en esa comunión no es gracias a nuestros méritos, sino por la justificación que nos alcanzó Jesucristo, la renovación que logró de nuestras vidas y que actúa cada vez que le pedimos perdón, de modo especial cuando nos acercamos a recibir la palabra de reconciliación en el sacramento de la penitencia.

El mismo San Pablo explica que esta purificación es requisito para participar en el banquete de la comunión, en el banquete eucarístico, que es también renovación del sacrificio del Calvario ― A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en él justicia de Dios―.  

Y el Salmo 33 muestra cuál es la causa de esa alegría que hoy festejamos en el Domingo laetare: Gustad y ved qué bueno es el Señor. Engrandeced conmigo al Señor, ensalcemos juntos su nombre. Busqué al Señor y él me escuchó, me libró de todos mis temores. Miradle y brillaréis de gozo, vuestros rostros no se avergonzarán. Cuando el humilde invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de todas sus angustias.

Esta es la verdadera comunión de los santos. No se trata de una artificial camaradería, sino de una conversión personal, de acoger el perdón del Señor ―En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios― para acceder al banquete de la verdadera comunión. Porque así como se comparten los méritos, también influye de modo negativo el pecado de los hijos sobre la familia de la Iglesia y sobre la humanidad entera.

La comunión de los santos en la Iglesia es la comunión de los pecadores, de los hijos pródigos, reconciliados con el Padre y con la Iglesia. Es la comunión de los perdonados. La comunión de los hijos que comparten el mismo cáliz y el mismo pan. La liturgia lo expresa de modo gráfico antes de comulgar, cuando el sacerdote exhorta: Como hijos de Dios, intercambien ahora un signo de comunión fraterna. Antes de comulgar el Cuerpo y la Sangre, comulgamos entre nosotros.

Es lo que explica la distinción que hace el Catecismo (n. 948) entre dos significados estrechamente relacionados con este misterio de la comunión de los santos: “comunión en las cosas santas (sancta)” y “comunión entre las personas santas (sancti)”. La teología contemporánea explica que se trata de que los reconciliados con Dios ―tanto los que están en la tierra, como aquellos que están en el Purgatorio y en el Cielo― comparten los dones del Padre: los sacramentos, la fe, los carismas, la caridad y hasta los bienes terrenos (Cf. Catecismo, nn. 949-953).

Una conclusión práctica, para la lucha diaria es que «Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel» (Camino, 549).  Otra más: «Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo». (Ídemn. 545).

Además, en ese empeño por convertirnos en mejores hijos de tan buen Padre contamos con la intercesión de la Virgen, que nos ayudará también a ser mejores hermanos, con nuestra lucha diaria, de todos los cristianos y de la humanidad entera.

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