Comenzamos hoy un nuevo año
litúrgico, dentro del contexto más amplio del Año de la fe. La liturgia nos
sitúa en las coordenadas que el Señor quiere que sigamos durante las próximas
cuatro semanas: A ti, Señor levanto mi
alma; Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado decimos, con el salmo
25, en la Antífona de entrada. Le presentamos al Señor nuestras oraciones
confiadas, seguros de que los que esperan en él nunca fracasan.
En la oración colecta de este
primer domingo de Adviento le pedimos al Señor que despierte en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo
con la práctica de las obras de misericordia para que, puestos a su derecha el
día del juicio, podamos entrar al Reino de los cielos. Se trata de una
doble dimensión: de una parte, la preparación confiada de la Navidad,
ejercitando la misericordia –con obras espirituales y materiales-; por otro
lado, la expectación de la segunda venida del Hijo de Dios.
El primer prefacio de Adviento
remarca esa doble perspectiva de las dos venidas de Cristo: “El cual, al venir
por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención
trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación, para que cuando
venga de nuevo, en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su
obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera,
confiamos alcanzar”.
La primera lectura del ciclo A es
un pasaje del Libro de la Consolación de Jeremías. En realidad, parece que se
trata más bien de una serie de añadidos al final de ese libro, todos ellos
anunciando la venida del Mesías: Mirad
que llegan días -oráculo del Señor-, en que cumpliré la promesa que hice a la
casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora
suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la
tierra. En aquellos días se salvará Judá y en Jerusalén vivirán tranquilos, y
la llamarán así: “Señor -nuestra- justicia”. El Salmo 25 responde invitando
al creyente a poner toda su fe en el Señor, que es bueno y recto, señala el camino a los pecadores; guía por la senda
del bien a los humildes. Hasta aquí la primera sección, la esperanza en la
llegada de Jesús.
La segunda hoja del díptico que
propone el Adviento es la expectación por la segunda venida gloriosa de nuestro
Señor Jesucristo. La liturgia propone el discurso escatológico del Evangelio de
Lucas (21,25-28.34-36). La primera parte anuncia las señales de la venida del
Hijo del Hombre: Habrá signos en el sol y
la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas
por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el
miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo
temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder
y gloria. Cuando empiece a suceder
esto, levantaos, alzad la cabeza; se
acerca vuestra liberación.
Esperanza. En un día como hoy,
decía el Papa Benedicto que “el mundo contemporáneo necesita sobre todo
esperanza: la necesitan los pueblos en vías de desarrollo, pero también los
económicamente desarrollados. Cada vez caemos más en la cuenta de que nos
encontramos en una misma barca y debemos salvarnos todos juntos. Sobre todo al
ver derrumbarse tantas falsas seguridades, nos damos cuenta de que necesitamos una
esperanza fiable, y esta sólo se encuentra en Cristo (…). Quien anhela la
libertad, la justicia y la paz puede cobrar ánimo y levantar la cabeza, porque
se acerca la liberación en Cristo (cf. Lc 21,28), como leemos en el Evangelio
de hoy. Así pues, podemos afirmar que Jesucristo no sólo atañe a los
cristianos, o sólo a los creyentes, sino a todos los hombres, porque él, que es
el centro de la fe, es también el fundamento de la esperanza. Y todo ser humano
necesita constantemente la esperanza”.
Como dice San Josemaría, “el tiempo
de Adviento es tiempo de esperanza. Todo el panorama de nuestra vocación
cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre
Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria” (Es Cristo que pasa, n.11). En
eso consiste la vigilancia que la liturgia nos propone, al animarnos a llevar
una vida sobria y de oración como la mejor muestra de esperanza en la venida de
Jesús.
De ese modo entramos en el segundo
apartado del discurso escatológico: Jesucristo hace una invitación que la
Iglesia repite como leit motiv para
el mes de Adviento que estamos comenzando. Tened
cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del
dinero, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo
sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo
fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el
Hijo del Hombre.
Vayamos concretando propósitos para
entrar en la dinámica que el Evangelio nos propone: Señor, ayúdanos a crecer en
virtudes, especialmente en la templanza y en la pobreza (no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del
dinero). Como te diremos en la oración después de la Comunión: enséñanos,
Señor, por nuestra participación en esta Eucaristía, a no poner nuestro corazón
en las cosas pasajeras, sino en los bienes eternos. Ayúdanos también, Señor, a
perseverar en la oración para que se haga realidad diaria el diálogo de hijos
contigo, nuestro Padre Dios (Estad
siempre despiertos, pidiendo fuerza).
Levantaos,
alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Ya viene la Navidad, y
queremos renovar nuestras disposiciones, en este Año de la fe, para salir al
encuentro de ese Dios nuestro que se nos adelanta en nuestros deseos de llevar
a cabo su voluntad. Como dice San Cirilo, “En la primera venida fue envuelto
con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En
la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá
glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles. No pensamos, pues, tan
sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y, habiendo proclamado
en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor, diremos eso mismo en
la segunda; y saliendo al encuentro del Señor con los ángeles, aclamaremos,
adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor”.
Levantaos,
alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Un alzar la cabeza que
consiste en vivir mejor las virtudes teologales: no solo la fe, por el año en
que estamos; ni la esperanza, virtud protagonista del Adviento. San Pablo
proclama, en la segunda lectura del primer domingo de Adviento (1Ts 3,12-4,2),
la importancia de la caridad: Que el
Señor os colme y os haga rebosar en la caridad de unos con otros y en la
caridad hacia todos, como es la nuestra hacia vosotros.
Esta es la palabra clave del
Adviento –como de todo el resto del año litúrgico, por lo demás-: que se confirmen vuestros corazones en una
santidad sin tacha ante Dios, nuestro Padre, el día de la venida de nuestro
Señor Jesús con todos sus santos. Avanzar en el camino hacia el Señor,
progresar en la unión con el Maestro y, por tanto, en el rechazo del pecado.
Concluyamos nuestra oración
presentando con espíritu de niños los deseos que tenemos de preparar muy bien
nuestras almas para la venida de Jesús en Navidad y para la llegada definitiva.
Ya sabemos que la mejor manera de alcanzar las gracias que pedimos al Señor es
pasándolas por las manos cariñosas de su Madre, María, que también es madre
nuestra y es el mejor ejemplo para vivir el Adviento. ¡Cómo se prepararía Ella,
para la inminente llegada de su Hijo! ¡Cuántas oraciones cariñosas le dirigiría
al Niño que sentía en su vientre!, ¡Cuántos sacrificios en la vida diaria, en
medio de la pobreza de su hogar!
Nuestra Señora del Adviento
intercede ante la Trinidad Santísima de tal modo que despierte en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo
con la práctica de las obras de misericordia y que, puestos a su derecha el día
del juicio, podamos entrar al Reino de los cielos.
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