En el capítulo
noveno del Evangelio de San Marcos aparece el segundo anuncio de la pasión del
Señor. El primero había sido después de la confesión de Pedro, en Cesarea de
Filipo. Si la primera parte de ese Evangelio había sido la narración del
ministerio de Jesús en Galilea, la segunda parte -en la que ahora estamos- se
dedica al ministerio camino de Jerusalén, donde el Señor encontrará la muerte.
Nos encontramos en la recta final del relato de Marcos, y Jesús se dedica de lleno a la última formación de los Apóstoles: Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. En este contexto se dan los anuncios de la pasión, para que estén preparados cuando lleguen esos duros momentos: Y les decía: —El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán.
Jesús anuncia que con su muerte se cumplirán las profecías del Antiguo Testamento, como la que presenta el comienzo del libro de la Sabiduría (2,12.17-20). Esta predicción aparece dentro de un contexto de invitación a la justicia y condena del modo de ser de los impíos. Probablemente a la vista del ambiente hedonista y epicúreo en que se movía, el autor sagrado explica que la impiedad es causa de muerte y que los impíos no toleran la presencia del justo, porque es para ellos un constante reproche.
Es el motivo de que razonen así: «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada; veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él».
Nos encontramos en la recta final del relato de Marcos, y Jesús se dedica de lleno a la última formación de los Apóstoles: Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. En este contexto se dan los anuncios de la pasión, para que estén preparados cuando lleguen esos duros momentos: Y les decía: —El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán.
Jesús anuncia que con su muerte se cumplirán las profecías del Antiguo Testamento, como la que presenta el comienzo del libro de la Sabiduría (2,12.17-20). Esta predicción aparece dentro de un contexto de invitación a la justicia y condena del modo de ser de los impíos. Probablemente a la vista del ambiente hedonista y epicúreo en que se movía, el autor sagrado explica que la impiedad es causa de muerte y que los impíos no toleran la presencia del justo, porque es para ellos un constante reproche.
Es el motivo de que razonen así: «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada; veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él».
Como el lector habrá sospechado, estas palabras se repetirían el Viernes Santo, al pie de la Cruz,
cuando los sacerdotes, los ancianos y los escribas se burlaban de Jesús
tentándolo: “Si es el justo hijo de Dios,
lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos”. Se trata de pedir
pruebas extraordinarias. “Y esta petición –dice Benedicto XVI- se la dirigimos
también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si
existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y
darnos la claridad que nos corresponde. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si
debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad
posee”.
La Cruz del Señor
es, como dice San Pablo, “escándalo para
los judíos, necedad para los gentiles” (1 Co 1,23). También hoy la opinión
de los poderosos se siente incómoda con las acciones de los cristianos y busca
a como dé lugar someterlos a pruebas, a
la afrenta y la tortura.
En el año 2005, con
ocasión de un Sínodo sobre la Eucaristía, contaba el Arzobispo Muresan, presidente
de la Conferencia episcopal de Rumania que, durante la tiranía soviética los
comunistas querían expulsar de la sociedad y del corazón de la persona humana
el cristianismo.
“Para que los sacerdotes ya no pudiesen
celebrar y hablar de Dios, fueron encarcelados por la única culpa de ser
católicos. La misma suerte tuvieron los laicos que participaban de la Santas
Misas celebradas clandestinamente. (...) ¡Cuántas humillaciones, cuántas
jornadas en la famosa habitación negra, como castigo porque habían sido
descubiertos en oración! Nadie lo sabrá jamás. Estos mártires modernos del
siglo XX han ofrecido todo su sufrimiento al Señor por la dignidad y la
libertad humanas”.
No podemos
sorprendernos si nos toca sufrir por Jesucristo, si las convicciones profundas
que profesamos conllevan humillaciones, persecuciones o injusticias. Ya anunció
el Señor que no es el discípulo más que
el Maestro. Al contrario, lo que debería llamarnos la atención es que no
tuviéramos que sufrir por Jesús. Sería quizás señal de que no damos la cara
suficientemente por Él. Podemos examinarnos cuántas veces hemos sufrido por el Señor; si se nota el esfuerzo por se coherentes con nuestra fe, si defendemos a la Iglesia y a las doctrinas de Cristo, o si en cambio somos cobardes y sonreímos condescendientes cuando la atacan.
El testimonio de
los santos con respecto a la Cruz es elocuente. En días pasados rememoraba un apunte íntimo de San
Josemaría: “Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz: 1931. —¡Cómo me
hizo gozar la epístola de este día! En ella el Espíritu Santo, por S. Pablo,
nos enseña el secreto de la inmortalidad y de la gloria [...]. Este es el
camino seguro: por la humillación, hasta la Cruz: desde la Cruz, con Cristo, a
la Gloria Inmortal del Padre”. El camino a la
gloria y a la inmortalidad pasa necesariamente a través de la Cruz, de la
humillación y de la muerte.
Pero no se trata de un camino de
apabullamiento sin más. El Salmo 54 nos ofrece el motivo de esperanza en medio
de la tribulación, de las dificultades. En esas circunstancias, el creyente puede
acudir a su Padre, seguro de que no quedará defraudado: Dios es mi auxilio,
el Señor sostiene mi vida.
Esa es la actitud
de Jesús. Cuando veía toda la ignominia que le esperaba, probablemente
anticiparía con frecuencia su oración del huerto de los Olivos (Lc 22,41): Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz;
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Al mismo tiempo, también sabía
cuál era el premio a su entrega, la recompensa por su muerte. Y les explicaba a
sus apóstoles que la historia no terminaría con la muerte, sino que después de muerto resucitará a los tres días.
El Papa explica que es posible que el Libro de la Sabiduría conociera “la hipótesis
teórica de Platón, que en su obra sobre el Estado intenta imaginarse cuál
hubiera sido el destino del justo perfecto en este mundo, llegando a la
conclusión de que habría sido crucificado. Tal vez el Libro de la Sabiduría ha
tomado esta idea del filósofo, la ha introducido en el Antiguo Testamento y,
ahora, esta idea apunta directamente a Jesús. Precisamente en el escarnio, el
misterio de Jesucristo se demuestra verdadero. Él lo sabe: Dios mismo le
salvará, pero de modo diferente al que esta gente se imagina aquí. La
resurrección será el momento en el que Dios lo librará de la muerte y lo
confirmará como el Hijo”.
La escena con la
que continúa el relato evangélico de este domingo ofrece otra aplicación
práctica del amor a la Cruz: Y llegaron a
Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó: —¿De qué hablabais por el camino? Pero
ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería
el mayor. Comienza, con este pasaje, otra sección del Evangelio, con
enseñanzas de Jesucristo sobre cómo ha de ser la vida de la Iglesia. Pero no
significa una ruptura con el texto anterior, como explica el hecho de que vaya
unido en la Liturgia de la Palabra del XXV domingo del ciclo B.
No podemos pensar
que la Cruz viene exclusivamente del exterior. En primer lugar están nuestras
miserias, nuestra soberbia. Llama la atención que en un momento tan sublime,
durante el segundo anuncio de la pasión, los discípulos no estén pensando en
cómo apoyar a su Maestro, sino en quién de ellos era el mayor.
Por eso Jesucristo concreta un modo asequible de tomar la cruz de cada día: Entonces se sentó y, llamando a los doce,
les dijo: —Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y
servidor de todos. Es muy difícil tener la humildad necesaria para
considerarse, como Jesús, el último de todos y el servidor de todos: “El olvido
de sí lleva a darse a los demás, a una habitual actitud de servicio” (Fernández
F. Para llegar a puerto, p.266). De esa manera, el cristiano puede sobrellevar
incluso las persecuciones exteriores. Así se explica el sentido que tiene el
lema de la máxima autoridad humana en la Iglesia. Todos los Papas se firman con
este apelativo: “Siervo de los siervos de Dios”.
Es la razón de la
última actuación de Jesús, que recurre a un recurso dramático para dejar
grabada la enseñanza en el alma de sus discípulos: Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: —El
que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me
recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.
El Señor se
identifica con la inocencia y humildad de los niños -que en esa época no eran muy bien vistos- y espera que los cristianos
reciban ese ejemplo de conducta. Sabernos niños delante de Dios, sus hijos, nos
llenará de fortaleza para acometer la misión que el Señor nos ofrece. Y nos
dará la perseverancia necesaria para cargar cada día con su Cruz, como cuenta San
Josemaría: “Tenía por costumbre, no pocas veces, cuando era joven, no emplear
ningún libro para la meditación. Recitaba, paladeando, una a una, las palabras
del Pater Noster, y me detenía
—saboreando— cuando consideraba que Dios era Pater, mi Padre, que me debía sentir hermano de Jesucristo y
hermano de todos los hombres. No salía de mi asombro, contemplando que era
¡hijo de Dios! Después de cada reflexión me encontraba más firme en la fe, más
seguro en la esperanza, más encendido en el amor. Y nacía en mi alma la
necesidad, al ser hijo de Dios, de ser un hijo pequeño, un hijo menesteroso. De
ahí salió en mi vida interior vivir mientras pude —mientras puedo— la vida de
infancia, que he recomendado siempre a los míos, dejándolos en libertad” (Carta
8-XII-1949, n. 41).
Hijos pequeños de
Dios, dispuestos a servir a toda hora a nuestros hermanos los hombres con la
caridad permanente, con la doctrina clara, aunque conlleve afrentas y
humillaciones. Hijos también de Santa María. Nuestra Madre nos alcanzará del
Señor la fortaleza para perseverar, como Ella, al pie de la Cruz de su Hijo.
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