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¿También vosotros queréis marcharos?


En medio de la contemplación del relato de San Marcos, que es el autor que consideramos este año, llegamos al final del excursus eucarístico que hemos hecho durante cinco semanas, escuchando el capítulo sexto del Evangelio de San Juan, 

Ya hemos presenciado en nuestra oración la multiplicación de los panes y de los peces, la oración de Jesús, el sermón de la sinagoga en el que se presentaba como el Pan bajado del cielo, necesario para la vida eterna. Ante el realismo de su predicación (el que no come mi carne y no bebe mi sangre no tiene vida), el auditorio queda enfrentado a lo que San Pablo llamaba el “escándalo” de Cristo. Las palabras del Señor son radicales y la respuesta debe ser igual: no caben medias tintas.

Por eso San Juan continúa su relato: Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron: —Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla? Duele ver que, justo después del anuncio del don más grande, de la promesa del sacramento del amor, surja esta reacción en un buen número de sus seguidores (no de las multitudes oportunistas, sino de sus discípulos).

Pero el Señor no pretende contemporizar, diluir la predicación anterior en subterfugios diplomáticos. Por el contrario, da un paso adelante en su discurso. Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo: —¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes?

Con estas palabras, el Maestro manifiesta su origen, explicita su naturaleza: es el Hijo de Dios, bajado del cielo. Al mismo tiempo, pensaría con dolor humano y al mismo tiempo muy unido a la voluntad del Padre en que la manera para lograr esa ascensión adonde estaba antes sería a través de la muerte en la Cruz y de la posterior resurrección.

La Eucaristía es fruto del sacrificio del Calvario, además de ser sacramento de unidad, y vínculo de caridad. El Papa Benedicto XVI insiste bastante en que estas dos dimensiones -sacrificio y banquete- no pueden estar separadas. Y cuando asistimos a la Santa Misa debemos unirnos a ambas órbitas: unirnos al sacrificio de Cristo, llevando nuestras propias penitencias, nuestros sufrimientos, el esfuerzo de cada día. De esa manera, por la unión con el Señor nos uniremos más a nuestros hermanos en la Iglesia y en toda la humanidad.

Jesús continúa la explicación de su enseñanza: El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. No se trata de un gnosticismo que rechaza la carne, pues Él mismo acababa de mostrar que su carne sería la salvación del mundo, sino de una invitación a buscar la unión con Él, que se quedará en el sacramento del altar y que nos enviará su Espíritu Santo para que nos acompañe y nos oriente por el camino de la santidad: de la unión con Él, de la escucha de sus palabras. Por eso decimos en el Credo cada domingo que creemos en el Espíritu Santo, “Señor y dador de vida” (Dominum et vivificantem, como quiso llamar el Beato Juan Pablo II su encíclica sobre la Tercera Persona de la Trinidad).

Resumiendo todo el capítulo sexto del Evangelio de San Juan, Benedicto XVI explica: «Aquel que se ha hecho hombre se nos da en el Sacramento, y solo así la Palabra eterna se convierte plenamente en maná, el don ya hoy del pan futuro. Después, el Señor reúne todos los aspectos una vez más: esta extrema materialización es precisamente la verdadera espiritualización: “El Espíritu es quien da vida: la carne no sirve de nada”» (Jesús de Nazaret).

Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Así como en el Antiguo Testamento el principal regalo de Moisés había sido el maná, ahora Jesús enseña que el don con que nos alimentará son sus palabras. Las que nos transmite el Evangelio, las que nos comunica en la oración personal o en la confesión o en la dirección espiritual. ¡Qué importante es el diálogo con el Señor, escuchar esas palabras que son espíritu y son vida!

«Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 134).

Las palabras de Jesús que son espíritu y son vida nos llevan a vivir de fe. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen. En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar. San Juan narra con dolor la traición de Judas y de todos los que no tuvieron fe en el Señor, que no creyeron en su Encarnación ni en su presencia real en la Eucaristía. Como invitando a sus lectores a desagraviar con una vida eucarística más delicada, más plena, más enamorada.

Y añadía: —Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre. Como para que quede claro que en el seguimiento de Cristo, si bien tiene gran importancia la voluntad del discípulo, el factor más importante es la vocación, como regalo de Dios. Te damos gracias, Señor, porque nos has concedido ese don maravilloso de tu llamada, nos has llevado a tu Hijo, presente en el Evangelio y en la Eucaristía y nos has invitado a escucharlo y a seguirlo, a estar con Él, a vivir en Él, con Él y en Él.

Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Es la conclusión lógica del itinerario de incredulidad que habían recorrido: habían comenzado por dudar de su origen divino (¿No es éste Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: «He bajado del cielo»). Más adelante no quisieron aceptar la posibilidad de comulgar su cuerpo y su sangre (se pusieron a discutir entre ellos: —¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?). Ahora, desde luego, no son capaces de seguirlo, de dar la vida como Él (muchos de sus discípulos dijeron: —Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?).

Estamos asistiendo a un estrepitoso fracaso humano de la metodología pastoral de Jesucristo. Un analista contemporáneo diría que no fue capaz de capitalizar la popularidad que siguió al milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. Y quizás le recomendaría moderar sus palabras, para tratar de reconquistar a las personas indecisas. La reacción de Jesús asombraría: Entonces Jesús les dijo a los doce: —¿También vosotros queréis marcharos?

El Señor confronta la voluntad de sus seguidores: no podemos estar con Él por sus dádivas, ni por sentimiento. La fidelidad tiene que ser indiscutida, basada en convicciones profundas. Con una libertad actual, renovada en cada instante.

Como la de Pedro, que a pesar de sus miserias pasadas y futuras –más adelante lo negará en la noche del Jueves Santo- le respondió: —Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.

Juan Pablo II comenta, invitando a los jóvenes a seguir al Señor como aquellos apóstoles que fueron fieles en el momento de la dispersión: “Sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. [...] En la pregunta de Pedro: ¿A quién iremos? está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre. En el sacrificio eucarístico podemos entrar en contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente inagotable de su vida de Resucitado”.

A la Virgen María, Virgen fiel, encomendamos nuestros propósitos de seguir a su Hijo en la oración, en la Eucaristía, en la Cruz, ofreciéndole -como Ella- nuestra vida entera.

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