Celebramos hoy un misterio de la vida de Cristo, que también
conmemoramos todos los segundos domingos de cuaresma: la Transfiguración del
Señor. Tanto en oriente como en occidente se celebra el seis de agosto,
cuarenta días antes de la fiesta de la Exaltación de la Cruz (catorce de
septiembre), aludiendo a una tradición según la cual la Transfiguración ocurrió
cuarenta días antes de la crucifixión.
La primera lectura (Dn 7,9-14) presenta la escena del juicio
final. Aparece la figura del Hijo del Hombre, cuyo reinado no tendrá fin, y que
el mismo Jesucristo se aplicará a Sí mismo: Durante
la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era
blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego;
sus ruedas, llamaradas (…). Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en
las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se
presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y
lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
El Salmo 96 invita a la alegría porque el Señor reina y se manifiesta como Rey:
El Señor reina, altísimo sobre toda la
tierra.
En la segunda lectura (2P 1,16-19), Pedro se pone como
testigo de la divinidad de Jesucristo y esgrime como argumento de autoridad su
presencia en el monte Tabor: os hemos
dado a conocer el poder y la venida futura de nuestro Señor Jesucristo, no
siguiendo fábulas ingeniosas, sino porque hemos sido testigos oculares de su
majestad. En efecto, él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la
suprema gloria le dirigió esta voz: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo
mis complacencias». Y esta voz venida
del cielo la oímos nosotros estando con él en el monte santo.
Pero vayamos a la narración de la escena evangélica. Leemos
en la versión de San Marcos (9,2-10) que seis
días después (de la confesión de Pedro),
Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos
solos aparte, a un monte alto. Vemos, en primer lugar, que Jesús nos enseña
una vez más la importancia de la oración. Son muchas las ocasiones en que el
Señor, nuevo Moisés, se retira al monte a orar.
Benedicto XVI escribe que “en la búsqueda de una
interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el
simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo
externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida
cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que
permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me
da altura interior y me hace intuir al Creador”. Para estar metidos en Dios en
medio del mundo, hemos de cuidar esos momentos de soledad, de ascensión hacia
el Señor, que son cada una de nuestras normas de piedad.
Y se transfiguró ante
ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún
batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Es la manera ingenua
que tiene Marcos de contarnos el suceso que deslumbró a su maestro, Pedro.
Benedicto XVI continúa en la línea que veíamos antes, interpretando la
transfiguración como “un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que
sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su
ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús
mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que
es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión:
el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo”.
Es el misterio de Cristo, Dios y hombre verdadero, que se
descubre a los tres discípulos predilectos. Un himno litúrgico lo expresa de
modo poético: “En la cumbre del monte su cuerpo de barro se vistió de soles. En
la cumbre del monte, excelso misterio: Cristo, Dios y hombre. En la cumbre del
monte a la fe se abrieron nuestros corazones”.
San Josemaría hacía su oración contemplando este misterio: ¡Jesús:
verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de
tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién
te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti! (Santo
Rosario).
Y se les aparecieron
Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a
Jesús: —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías. Pues no sabía lo que decía, porque estaban
llenos de temor. Por los otros evangelios sabemos que Jesús hablaba con sus
dos interlocutores sobre su éxodo, su próxima pasión y muerte. También la
alusión a la fiesta de las tiendas habla de que Pedro entendió que “el tiempo
mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración
-ser luz en virtud del Señor y con El- comporta nuestro ser abrasados por la
luz de la pasión” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).
Por eso el Catecismo enseña que «por un instante, Jesús
muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra
también que para “entrar en su gloria” es necesario pasar por la cruz en
Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley
y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías» (CCE 555).
El misterio cristológico que venimos contemplando no es
completo si no se considera la pasión, que recordaremos el próximo 14 de
septiembre. Por eso, el Beato Juan Pablo II decía en su carta sobre el Rosario
que este misterio puede ser considerado “como icono de la contemplación
cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el
camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino
manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del
Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo”.
Vamos concretando propósitos. Si antes hablábamos de la vida
de oración y del cuidado de las normas de piedad, ahora descubrimos la
importancia de huir del escándalo la Cruz del Señor, de tomarla cada día sobre
nuestros hombros. A ese fin nos invita el Prefacio de la Misa: Cristo, nuestro Señor, reveló su gloria a
unos testigos elegidos, y revistió de resplandor deslumbrante aquel cuerpo,
igual al nuestro, para librar los corazones de los discípulos del escándalo de
la cruz.
Las mortificaciones ordinarias. El trabajo constante,
intenso, a pesar del cansancio o del desaliento. La vida en familia, el
esfuerzo por aportar una sonrisa, una acogida amable, o también una corrección
fraterna. Y además la generosidad para ofrecer penitencias más especiales, en
esas temporadas en las que notamos más especialmente que el Señor nos invita a
negarnos a nosotros mismos, a tomar nuestra Cruz cotidiana y a seguirle.
Entonces se formó una
nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: —Éste es mi Hijo, el amado:
escuchadle. Una vez más, como en la escena del Bautismo de Jesús, se
manifiesta la Trinidad. Pero también se revela la relación que en su
liberalidad ha querido establecer con nosotros. Así lo expresa la colecta de la
Misa: “Oh Dios, que en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito confirmaste
los misterios de la fe con el testimonio de los profetas, y prefiguraste
maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos…”
Hijos suyos muy amados. San Josemaría caracterizó la
vivencia de la filiación divina como “un deseo ardiente y sincero, tierno y
profundo a la vez, de imitar a Jesucristo como hermanos suyos, hijos de Dios
Padre, y de estar siempre en la presencia de Dios; filiación que lleva a vivir
vida de fe en la Providencia, y que facilita la entrega serena y alegre a la
divina Voluntad”. Vida de fe, de esperanza y de caridad. Virtudes que
manifestamos en la oración y en la mortificación generosas, conscientes de que
también nosotros somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, al que hoy
contemplamos como Dios y hombre verdadero.
Terminamos nuestra meditación acudiendo a la Santísima
Virgen, esperanza nuestra. Es la última enseñanza que podemos sacar de la
liturgia de hoy. La parte final del Prefacio manifiesta esa otra finalidad de
la transfiguración. Si la primera buscaba librar los corazones de los
discípulos del escándalo de la cruz, el segundo objetivo es declarar que en todo el cuerpo de la Iglesia
ha de cumplirse lo que ya resplandeció maravillosamente en su cabeza.
Por esa razón haremos en la Colecta de la Misa una súplica
que ahora elevamos por la intercesión de nuestra Madre: concédenos, a tus hijos que, escuchando siempre la palabra de tu Hijo
Predilecto, seamos un día coherederos de su gloria. Amén.
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