Después de la
manifestación de fe de Jairo y de la hemorroísa, san Marcos (6,1-6) pone como en
un díptico el cuadro con la reacción de los paisanos de Jesús: Saliendo de allí se dirigió a su ciudad y lo
seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga.
Después de una serie de signos que confirmaron a sus discípulos en la fe (¿Por qué tenéis miedo?, ¿Aún no tenéis fe?, había recriminado en el episodio de
la tempestad calmada; Hija, tu fe te ha
salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad, fue el reconocimiento
para la hemorroísa; No temas; basta que
tengas fe, las palabras de ánimo para Jairo), san Marcos ambienta la
expectativa por la reacción que tendrían los parientes y vecinos de Jesús
cuando regresa a su tierra natal, a su «patria».
Entre los asistentes
al culto estarían los vecinos de toda la vida, de los que se había despedido un
par de años atrás, al marcharse a iniciar su vida pública en Cafarnaúm. Estarían
los parientes, los amigos de infancia, los compañeros de luchas de José —que quizás ya había fallecido— y de María. Uno esperaría el recibimiento brillante
para el «hijo
ilustre» de una
aldea pequeña, que había alcanzado reconocimiento por ser la cuna del nuevo
predicador y taumaturgo al que seguían las multitudes de toda Galilea. Sería
normal el sentimiento de orgullo de sus paisanos por haber convivido con
semejante personaje desde pequeño.
De hecho,
el Evangelio reseña que aquellos que lo habían visto crecer entre las callecitas
de aquel pequeño poblado de Nazaret, ahora se maravillaban al escuchar las palabras
de sabiduría que salían de los labios de Jesús y los prodigios que obraba, por
lo cual la multitud que lo oía se
preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha
sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos?». Buscaban en su filiación biológica lo que solo puede
explicar su origen divino.
Sin
embargo, el mismo Jesús, que se maravillaría por encontrar mucha fe incluso
fuera de Israel, ahora se asombra, se «escandaliza» por la reacción escéptica de sus conciudadanos. Algunos
hasta esgrimieron el conocerlo de antes como un motivo para explicar que no podía
estar haciendo lo que ahora hacía, que quizá estaba endemoniado. Aquel al que habían
visto de niño no podía ser ahora Maestro, mucho menos el Mesías. Y la emoción o
admiración inicial se transformaron en escándalo: «¿No es este
el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y
sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de él.
No debemos
extrañarnos por esta reacción adversa, pues también ese mismo camino es el que
espera a los seguidores de Jesús. La envidia, la falta de fe, el miedo al
compromiso y, en definitiva, el pecado original, están detrás de esa actitud
burlesca o incluso persecutoria. Así lo anunciaría el Señor muchas veces (Mt
10,24): Al discípulo le basta con ser
como su maestro y al esclavo como su amo. Si al dueño de casa lo han llamado
Belzebú, ¡cuánto más a los criados! Si alguna vez el Señor permitiera que
experimentásemos esas persecuciones por seguirlo y por anunciar sus doctrinas,
podemos pensar que nada se pierde: creceremos en humildad, en fe, en conciencia
de ser solo instrumentos. La gracia de Dios no se pierde y los méritos de esas
obras fructificarán en otros terrenos.
Veamos otra
dimensión de la crítica que hacen sus vecinos: «¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y
José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se
escandalizaban a cuenta de él. Aunque se menciona en un contexto polémico, no
deja de ser significativo que a Jesús se le reconozca por su vida familiar, por
su trabajo profesional, porque vivió la mayor parte de su vida una existencia normal,
como la de cualquiera de nosotros. Jesús es modelo de hombre perfecto, y
debemos encontrar en su ejemplo la guía para nuestra vida familiar y para
nuestro trabajo profesional: «Vamos a pedir
luz a Jesucristo Señor Nuestro, y rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante,
ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre
el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad. En el Evangelio encontraréis
que Jesús era conocido como faber, filius
Mariae, el obrero, el hijo de María: pues también nosotros, con orgullo santo,
tenemos que demostrar con los hechos que ¡somos trabajadores!, ¡hombres y mujeres
de labor!» (AD, n.62).
Con nuestro
trabajo cotidiano estamos llamados a parecernos a Jesús, a descubrir en esas ocupaciones
«el quicio sobre el que se fundamenta
y gira nuestra llamada a la santidad». Y esa llamada
incluye el compromiso apostólico. Hemos de dar testimonio con nuestra vida de la
fe que profesamos. Una fe que se encarna en el esfuerzo por trabajar bien, por tratar
bien a nuestros parientes, a nuestros compañeros, a nuestros vecinos. Y por mostrarles
con nuestra alegría el espíritu que nos anima.
A Jesús no le
sorprende la respuesta aprensiva de sus coterráneos, siente que le toca padecer
la suerte de los profetas: les decía: «No
desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su
casa». Aunque algunos de estos familiares y vecinos más adelante se
convertirán y le seguirán de cerca, incluso estarán entre los pilares de la
primitiva comunidad cristiana, este rechazo inicial sirve para conformar una
nueva familia, ya no de vínculos biológicos, sino sobrenaturales. Esa nueva estirpe
es el germen de la Iglesia, que tiene su origen en la obediencia de fe a las enseñanzas
del Señor y que es la familia de Dios en el mundo. En esta lógica se entiende una
respuesta previa de Jesús (Lc 11,27-28) cuando una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo:
«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él
dijo: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen».
La fe es un
regalo de Dios, pero requiere que la ejercitemos. Enseña el Compendio del Catecismo
que «la fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él
nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad
misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree
trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que la fe actúa por la caridad (Ga 5,6)» (n.386). La fe en Dios incluye
creer en sus palabras. No podemos asentir de modo parcial a lo que nos ha revelado,
que incluye en su designio salvador la institución de la Iglesia. Se entiende el
sinsentido de aquellas pancartas que algunos emplean en ocasiones: «Cristo sí, iglesia
no». La fe que Dios nos regala es fe en Él, en su revelación, en su Iglesia, como
vemos en el pasaje de la confesión de Cesarea de Filipo (Mt 16,18-19): tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Una fe que se
abandona libremente a Dios, que se fía de Él, como el niño en brazos de su padre.
Así lo explicaba un obispo del Perú: «Cuentan que unos turistas en Machu Picchu
observaron un obrero que pasaba con su carretilla de un cerro al otro, sobre un
simple cable de acero. Con susto observaban al hombre que caminaba tranquilo y seguro
de sí mismo. ―¡Qué seguridad! exclamaron todos. El guía les preguntó: ¿Ustedes creen
que aquel hombre va seguro? ―Sí, claro; si no, ya se hubiera venid abajo él y la
carretilla, contestaron. ―Esto es lo que esperaba escuchar de ustedes, porque ahora
el obrero volverá a pasar por el cable, pero con uno de ustedes montado en la carretilla.
¿Quién se apunta?... Nadie se apuntó. “Creían” que iba seguro. Pero no se “fiaban”».
Concluye su narración Mons. Enrique Pélach: «Yo tampoco me fiaría, pero “en la carretilla
de Dios” sí me monto. Sé que puedo fiarme de Él» (2005, p.61).
Fiarse de Dios,
abandonarse libremente en Él. Es la apuesta más segura, por encima de cualquier
otra. Incluso más que la alternativa de confiar en nosotros mismos, que nos sabemos
tan débiles. Pero una fe que no se queda en palabras bonitas, sino que compromete
la vida entera: «por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios».
Abandonarse en Dios no tiene nada que ver con una actitud ataráxica, pasiva, cómoda.
El abandono exige buscar en la oración qué quiere el Señor de nosotros y esforzarnos
por llevarla a la práctica, de rechazar lo que nos aparte de Él y de cumplir lo
que nos pide, por amor, como dice san Pablo: la fe actúa por la caridad.
En este
caso, sin embargo, en la sinagoga de su propia tierra, Marcos concluye que no escucharon
su palabra: no pudo hacer allí ningún
milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de
su falta de fe. El Maestro se incorpora al largo listado de profetas rechazados
por sus paisanos. Así suele narrar el Antiguo Testamento la llamada de esos elegidos:
en medio de un pueblo rebelde, que no obedece a los mandatos del Señor, Dios convoca
a un hombre humilde para que les recuerde su alianza. Por ejemplo, en el caso de
Ezequiel, lo hace en el exilio, cuando el rey es prisionero de Nabucodonosor y el
Templo está profanado y a punto de ser destruido. La figura del profeta adquiere
mayor relieve. «Es el único representante de Dios en medio del pueblo; es quien
tiene autoridad para exigir a sus conciudadanos atención a su mensaje» (Biblia de
Navarra). Sin embargo, en la descripción de la llamada no deja de despertar interés
cierto dejo de desilusión en el profeta (2,2-5): son un pueblo rebelde, pero reconocerán que hubo un profeta en medio de
ellos. Como el autor del salmo 123 (122), tanto Ezequiel como Jesús pueden
exclamar: nuestra alma está saciada del
sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.
Además, también
nosotros tenemos que ser profetas en nuestro tiempo. Con el trabajo, el ejemplo
y el abandono, como decíamos antes. Pero también con nuestras palabras. A imagen
de Jesús, que recorría las aldeas de los contornos enseñando, hemos de
ejercitar también el apostolado de la doctrina. Para comenzar, podemos concretar
el propósito de estudiar y enseñar a nuestros amigos las riquezas de nuestra fe,
que transmite con excelente didáctica el Compendio del Catecismo. Será un pequeño
grano de arena en el llamado a la nueva evangelización, quizá los frutos serán abundantísimos
―solo Dios sabe―.
Acudimos a la
Santísima Virgen, Madre del Verbo y Madre de la fe, Madre de los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen,
para que nos alcance del Señor la gracia de creer en Él, en su Revelación y en su
Iglesia. Que no seamos como aquellos paisanos de Jesús, sino que nos abandonemos
en Él, que tratemos de conocer y hacer su voluntad, que la nuestra sea una fe que actúe por la caridad.
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