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Resurrección de la hija de Jairo y curación de la hemorroísa


Después del exorcismo al endemoniado de Gerasa, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor y se quedó junto al mar (Mc 5,21). El Señor regresa de la zona oriental del lago, de donde había sido rechazado porque había echado a perder una numerosa piara. Para aquellas personas, fue más fuerte el dolor por la desaparición de unos cerdos que la alegría por la salud del joven coterráneo. Nosotros nos situamos junto a los doce apóstoles y la gran muchedumbre, ansiosos de escuchar las enseñanzas del Maestro.

Sin embargo, una escena inesperada interrumpe la predicación: un hombre importante, miembro del consejo de ancianos de la sinagoga local, logra hacerse paso entre la multitud y acercarse a Jesucristo. Cuando llega a su presencia, hace un gesto de humildad: Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva». Jesucristo acepta la humilde petición del jefe de la sinagoga, no se hace de rogar, y movido por su infinita misericordia hacia las personas que sufren se fue con él y lo seguía mucha gente que lo apretujaba.

El Evangelio nos presenta el drama de la muerte. En este caso, más dura aún, por tratarse de una niña de doce años. La liturgia de la Iglesia relaciona este pasaje con unas palabras del libro de la Sabiduría (1,13-2,24), que ofrecen una esperanza para el morir: Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera. El libro de la Sabiduría aclara que la muerte no estaba prevista en el diseño original de Dios. Esta obra significa una madurez de la revelación, al abrir la esperanza religiosa a la eternidad con el Señor.

El Evangelio amplía esa enseñanza, como vemos en el inserto que san Marcos incluye de camino a la casa de Jairo: se trata del episodio de la hemorroísa, que con su fe logró un milagro esperado por años: Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Si la primera escena nos planteaba el drama de la muerte, la impureza legal que padecía esta mujer ofrece otro interrogante relacionado con él: la contrariedad del sufrimiento humano, del mal, de su origen y su posible solución. Si Dios hizo todo bueno, ¿cómo se explica la maldad en el mundo? ¿Por qué hay tanta injusticia, tanta corrupción? ¿Por qué sufren los inocentes como la hemorroísa― y gozan los malvados como Barrabás o el epulón―? Yendo más lejos, ¿Por qué la muerte, si tenemos ansias de inmortalidad? ¿Por qué muere una niña joven, como la hija de Jairo?

Son preguntas que se han hecho las personas desde los comienzos de la humanidad, y el libro de la Sabiduría ofrece una respuesta que también se remonta al principio, al pecado original: Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser. El texto sagrado subraya que Dios hizo buenos al mundo y al hombre. Es más: al ser humano lo creó a su imagen y semejanza, nos hizo libres. No quiso esclavos autómatas, sino personas que pudieran dialogar con Él como los hijos con su Padre. Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Y los primeros padres cayeron libremente en la trampa del mal, pecaron y —en consecuencia— comenzó la mortalidad de los seres humanos.

Sin embargo, la Sagrada Escritura enseña que lo verdaderamente importante no es la muerte física, sino la muerte espiritual —el pecado— que es la causa de todos los males, el único verdadero mal: «como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada “concupiscencia”)» (CCCE, n.418). Dios creó al ser humano para el bien y para la eternidad, pero el pecado ocasionó la tendencia hacia el mal y la muerte. El Señor no creó esas inclinaciones, la culpa fue de la soberbia humana, que llevó a usar de modo erróneo el tesoro de la libertad. Sin embargo, el pecado no es la última palabra, pues ya en el mismo Génesis (3,15) Dios promete un redentor de esa culpa. Se trata de su Hijo, al que vemos cumpliendo esa misión en el pasaje del Evangelio que estamos meditando.

Volvamos a pensar en la hemorroísa: Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando: «Con solo tocarle el manto curaré». Aquella mujer era consciente de su debilidad y decide acercarse al que la puede curar. También nosotros tenemos miserias, del cuerpo y del espíritu. Aprovechemos este rato de oración para hacer examen, para reconocer nuestros vicios y para pedir a Dios que nos ayude a rechazarlos cada vez con más firmeza. Señor: queremos ser fieles a tu misión de luz, rechazar las obras de las tinieblas; aborrecer la más pequeña insinuación de pecado, aunque sea venial. Ayúdanos con tu gracia cada vez que la envidia del diablo remueva nuestra concupiscencia y nos presente más atractivo el camino de la muerte, como hizo con Adán y Eva. Ayúdanos a aprovechar la gracia que nos llega con los sacramentos, especialmente en la Reconciliación y en la Eucaristía. De esa manera, recomenzaremos todas las veces que haga falta en esos puntos concretos que más nos cuestan y experimentaremos la sensación de salud que advirtió la hemorroísa: Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

Pero la historia no termina aquí, pues Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: «¿Quién me ha tocado el manto?». Jesús conocía de sobra todo lo que había sucedido, pero consideró conveniente que aquella mujer hiciera pública la gracia recibida, para bien de ella y de quienes la escuchaban —incluidos nosotros, muchos siglos más tarde—. Mientras los discípulos se sorprenden por la pregunta (Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: «¿Quién me ha tocado?»), la mujer se acercó, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad. Ya estaba curada de su enfermedad física, pero permanecía con miedo, asustada y temblorosa, sin saber qué le iba a pasar. De esa manera comienza la segunda parte del milagro, que es la curación del alma.

Confesar toda la verdad es parte de la virtud de la sinceridad, un elemento muy importante en el camino de la lucha ascética y, por tanto, de la santidad. El Señor saca grandes bienes de nuestra sencillez: desde el punto de vista psicológico, nos sirve para desahogarnos, incluso para aclarar las diversas facetas del asunto que nos remuerde; por lo que concierne a la ascética, nos garantiza la compañía de la oración y el consejo de quien escucha nuestra confidencia —que, obviamente, debe ser la persona adecuada: el Buen Pastor de nuestras almas—. Además, también nos ayuda a crecer en humildad, una virtud que es manifestación, «fruto y señal» de la fe que es la protagonista de los milagros que estamos contemplando: tanto la hemorroísa como Jairo tuvieron mucha fe para acercarse a tocar el manto de Jesús o a pedirle un favor casi imposible, pero también para abandonarse por completo ante su Palabra (Cf. S, n.324).

El segundo signo de Jesús, la salvación espiritual, es el más importante y definitivo, por esa razón proclama con solemnidad: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad. «¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos, para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor. Y esto es verdad. No son imaginaciones» (AD, n.199).

Mientras tanto, el padre de la niña moribunda escuchaba el diálogo y la conclusión que acabamos de considerar. En su interior pediría a Dios que le diese una fe como la de esta mujer, que permitiera un milagro como el que ella había recibido. Sin embargo, todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Una lanzada profunda atravesaría el alma de Jairo. Pensaría con dolor en el tiempo que habían perdido con aquella mujer, y sentiría como Marta, la hermana de Lázaro, en otra ocasión: si hubieras llegado a tiempo mi hija no hubiera fallecido… Sin embargo, también recordaría las palabras elogiosas para la hemorroísa: tu fe te ha salvado. El mismo Señor se lo recalcó: «No temas; basta que tengas fe».

La gente se dispersaría con facilidad, al ver que el caso no daba esperanza. Los tres discípulos más cercanos, los mismos que más adelante acompañarían a Jesús en el Tabor y en Getsemaní, fueron los elegidos para acompañarle en esta situación hasta entonces inaudita. Llegan a casa del jefe de la sinagoga y encuentra el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos y después de entrar les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Se reían de él. Jairo continúa en su prueba de fe: ya no hay multitudes, ni siquiera el conjunto de los doce discípulos. Solo están Jesús, los tres testigos, su esposa y él. Los vecinos más cercanos le retiran toda esperanza. Y la posibilidad que Jesús plantea, a la que Jairo se aferra como última ilusión, desaparece para su familia en medio de unas burlas. Es probable que en alguna ocasión el Señor permita que nos enfrentemos a situaciones que exijan muchísima fe, como la hemorroísa con su enfermedad de doce años o como Jairo, creyendo contra toda posibilidad. Pero esa virtud teologal debe crecer cada día, en la vida ordinaria; por esa razón debemos pedírsela a Dios, ejercitarla con frecuencia, profundizar en las verdades doctrinales y transmitirla a nuestros conocidos.

Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: Talitha qumi (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y quedaron fuera de sí llenos de estupor. Los verbos que utiliza el evangelista en esta escena para narrar el «levantamiento» de la niña son los mismos que usará después para describir la resurrección de Jesús. Alcanzan plenitud las enseñanzas del libro de la Sabiduría: Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera. Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser. Si el Señor cuida así de la existencia terrenal de una persona, ¿qué no hará por nuestra salud espiritual?


Por eso el milagro más significativo no es la salud de la hemorroísa, ni la resurrección del cuerpo. Lo importante es la salud del alma, que recibimos en el sacramento de la penitencia y que fortalecemos en la Eucaristía. Por ese motivo, Jesús le dijo a la hemorroísa: tu fe te ha salvado. Considerando estos dos milagros se colige que «no es la confianza en un gesto mágico lo que puede salvar, sino el encuentro personal con Jesús mediante la fe» (Fabris, citado por Casciaro, 1994, p. 327). Por eso mismo concluimos nuestra oración, conscientes de que el Señor se dirige hoy a nosotros como antes a Jairo: No temas, basta que tengas fe. Y le respondemos, acudiendo a la intercesión de la Virgen, Maestra de fe y de humildad, con otras peticiones del Evangelio: Señor, yo creo, pero ayuda mi falta de fe. ¡Auméntame la fe!

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