Entramos en
la recta final de la cuaresma. En una semana, conmemoraremos el Domingo de
Ramos. Por lo tanto, la liturgia nos invita a considerar durante estos días el
Evangelio de San Juan, porque el evangelista presenta más una consideración
teológica que un simple recuento de las últimas jornadas de Jesús.
En el
capítulo 12, Juan nos muestra a Jesús que ha subido a Jerusalén para celebrar
la que sería su última Pascua en la tierra. Acaba de pasar la entrada triunfal
en la ciudad santa y, “entre los que subieron a adorar a Dios en la fiesta
había algunos griegos. Así que éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de
Galilea, y comenzaron a rogarle: —Señor, queremos ver a Jesús. Vino Felipe y se
lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe fueron y se lo dijeron a Jesús”.
Parece un
relato prescindible y, sin embargo, tiene un significado importante: la misión
universal de Jesús. Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo
rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan por Él. Esta primera
escena nos habla de la universalidad del mensaje de Cristo, del catolicismo de
su Iglesia. También nos muestra el “hecho religioso”: todas las culturas buscan
a Dios, están interesadas en conocer la Verdad encarnada: queremos ver a
Jesús. Además, nos enseña la importancia del testimonio cristiano. Aquellos
griegos se acercaron a Felipe, porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y
él actúa con prontitud, consciente del valor de cada alma. Se une en su
intercesión a otro apóstol y, con él, presentan al Señor la petición por esos
hombres.
Jesús
reacciona con alegría: les contestó: —Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del Hombre. Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se
imagina un ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor continúa con
una pequeña parábola, que explica lo que sucederá en los siguientes días de la
primera Semana Santa: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo
no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto”.
Todos eran
conscientes de la dinámica agraria, de la muerte de la semilla, y captaban el
significado de la enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús
aclaró: El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este
mundo, la guardará para la vida eterna.
Sé de
algunas personas que, leyendo estas palabras del Evangelio en la oración,
vieron claramente la vocación a la que el Señor las llamaba: dar la propia
vida, aborrecer los reclamos del mundo y decidirse a servir a Jesús y, de ese
modo, ganar la vida eterna. En otras ocasiones, personas ya entregadas a Dios
se han reafirmado en los propósitos de entrega, como queremos hacer nosotros
ahora. Pienso, por ejemplo, en la experiencia espiritual de San Josemaría:
«Le
decía yo al Señor, hace unos días, en la Santa Misa: ‘Dime algo, Jesús, dime
algo’. Y, como respuesta, vi con claridad un sueño que había tenido la noche
anterior, en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —aparentemente—, para
ser después espiga cuajada y fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi
camino. ¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque creo que
nada he dicho, no me falta Cruz..., cruces de todos los tamaños; aunque a mí,
de ordinario, me pesan poco: las lleva El» (Apuntes íntimos, n. 1304,
12-XII-1935).
Seguir a
Cristo en su camino hacia la Cruz, en la vida cotidiana. ¡Buena respuesta!,
buen propósito para estas últimas semanas de cuaresma. Puede servirnos un punto
de Camino (n. 938): “Procura vivir de tal manera que sepas, voluntariamente,
privarte de la comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de otro
hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del que habla el Evangelio. —Si
no te entierras y mueres, no habrá fruto”.
Podemos
hacer examen de cómo hemos vivido la penitencia estas últimas semanas: ¿qué
tanto hemos aprovechado este tiempo propicio para una mudanza de nuestra vida?
¿Se ha notado la exigencia en la mortificación interior (imaginación,
curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, en la
mortificación de los sentidos (uno por uno), en el minuto heroico, en la
puntualidad, en la lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado en
el plan de vida espiritual, en la Santa Misa, en el Santo Rosario, en la
oración mental?
Si alguien
me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si
alguien me sirve, el Padre le honrará. Seguir a Jesús en su camino de semilla
de trigo que muere, es la clave para estar con Él más adelante, en la
Resurrección. En la Eucaristía. Allí se cumple la “mutua inmanencia”: “el que
come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
Juan nos
muestra la intimidad de Jesús, su autoconciencia divina, en un pasaje en que
algunos vislumbran el Getsemaní que el cuarto Evangelio no detalla: “Ahora mi
alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: « ¿Padre, líbrame de esta hora?» ¡Pero
si para esto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!” La voluntad
humana de Jesús se une a la voluntad divina, acoge la llamada a la Cruz, a la
muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de los sinópticos aparece
aquí como “¡Padre, glorifica tu nombre!”
Es difícil
para nuestra mentalidad entender que la glorificación del Padre se da a través
del sacrificio del Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos ahora es a
seguirlo en ese camino de acoger la Cruz en nuestra vida, morir con Él por la
penitencia para después resucitar con Él, como decía San Pablo (Rom 6,5): “si
hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con
una resurrección como la suya”.
El Padre
hace una teofanía para confirmar esta doctrina: “Entonces vino una voz del
cielo: —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. La multitud que estaba
presente y la oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: —Le ha hablado
un ángel. Jesús respondió: —Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros.
Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser
arrojado fuera”. El Padre
volverá a glorificar a Jesús con la Resurrección. Siempre da más de lo que pide. El
Hijo le entrega su vida terrena y recibe a cambio la gloria de la exaltación
definitiva.
Por eso las demás lecturas de este domingo nos invitan a
entregarnos. Se nos pide renovar la Alianza (Jeremías 31: Haré una alianza
nueva y no recordaré sus pecados), retomar la pureza (Salmo 50: crea en mí, Oh
Dios, un corazón puro) y la obediencia, a
ejemplo de Jesús (Hebreos 5: Aprendió a
obedecer y se ha convertido en autor de salvación eterna).
El evangelio de hoy concluye con una expresión un poco misteriosa: “Y yo, cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí”. Juan se ve obligado a aclarar: “Decía esto
señalando de qué muerte iba a morir”. San Josemaría tuvo una fuerte experiencia
mística de estas palabras, y concluía que “Cristo, muriendo en la Cruz, atrae
a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio
del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en
la cumbre de todas las actividades humanas” (Conversaciones, n. 59).
Podemos
concluir con una oración que el Cardenal Ratzinger escribió para el último
Viacrucis de Juan Pablo II: “Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros
correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para producir
mucho fruto. Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se
pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida
eterna». Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos
abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no
ofrecerla. Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos
nuestra vida. La cruz –la entrega de nosotros mismos– nos pesa mucho". (…)
"Líbranos
del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, del miedo a que se
nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos
ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos
resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que en vez de querer
apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al acompañarte en este
itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el «perder la vida», la vía del
amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia”.
Comentarios
Publicar un comentario