La historia del Santo Job es emblemática,
pues este hombre es la víctima por antonomasia del sufrimiento y la injusticia.
Su historia es difícil, pues incluso pone en tela de juicio
la bondad de Dios, que permite el dolor del inocente. Es lo que vemos en la
réplica a un amigo, en la que manifiesta la oscuridad de una
vida sin esperanza (Jb 7,1-4.6-7): He
tenido que afrontar meses inútiles, me asignan noches de dolor; al acostarme
pienso: ¿Cuándo me levantaré? Cuando anochece me lleno de pesares hasta el
amanecer. Mis días corren más que la lanzadera, y se consumen sin esperanza.
En este soliloquio, Job se queja de que la
vida humana es un espacio para sufrir. Parece un servicio militar, el trabajo
de un jornalero o incluso la esclavitud. Si todo ser humano tiene asignado un
tiempo, el de Job es desdichado. El retrato que nos presenta de su sufrimiento
es lamentable. Por eso, es un libro muy contemporáneo: el dolor es una de las
constantes humanas de todos los tiempos. Cada generación, al contemplar los
lamentos de Job, se siente retratada en ellos.
¿Por qué permite Dios el sufrimiento? Es
fácil entender que el dolor tenga un efecto redentor en los malvados, pero ¿por
qué sufren también los inocentes? ¿Qué sentido tiene la presencia del mal en el
mundo? Son preguntas que laceran la conciencia de muchas personas, que las
ponen a veces en contra del Señor. En algunas ocasiones, parece que
justificaran la pelea –transitoria o definitiva- con Él.
Estamos haciendo nuestra oración, y quizá es
un buen momento para pensar en los dolores que nos aquejan. Las personas
jóvenes quizá tengan pocos problemas: recuerdo el caso de uno que consultó al
médico porque tenía problemas para dormirse. Al hacerle la historia clínica,
resultó que ¡tardaba unos diez minutos en conciliar el sueño! Cuando hay
personas que gastan varias horas procurando dormir, o que incluso pasan la noche en vela, ese
problema es envidiable. Bromas aparte, cada uno tiene su talón de Aquiles: el
riñón, el corazón, la tiroides, un tobillo, que incomodan el diario trajinar.
Pero no solo se trata del sufrimiento físico,
son más dolorosas las penas espirituales: pérdidas, humillaciones, engaños,
pobreza, injusticias… Estos dolores son más profundos, y es más difícil
desarraigarlos del alma. Esa es la causa de una enfermedad muy dura: el
resentimiento, que cuesta mucho desterrar y genera más daño aún en quien la
padece.
Vamos hablando con el Señor y contándole
nuestras dificultades. En el segundo grupo de sufrimientos que hemos
mencionado, también se cuenta el que nos causa nuestra miseria, nuestros
defectos. Cuánto sufrimos al ver que no somos capaces de superar un determinado
punto de lucha, o que otra imperfección, que creíamos superada, reaparece con
nuevos bríos. En el fondo, estos dolores se remontan a un pecado de base: nuestra
soberbia. Nos duele saber que no somos tan buenos como quisiéramos. Nos cuesta
reconocernos débiles, miserables, necesitados de ayuda para avanzar por el buen
camino.
2. Pero no sigamos en esta línea, pues no se trata de apesadumbrarnos con nuestra humilde situación. Probablemente este era el estado del mundo cuando apareció en una población secundaria del imperio romano un predicador que confirmaba su doctrina con milagros. Benedicto XVI explicaba que aunque la enfermedad forma parte de la experiencia humana, no logramos habituarnos a ella, no sólo porque a veces resulta verdaderamente pesada y grave, sino fundamentalmente porque hemos sido creados para la vida, para la vida plena. Justamente nuestro "instinto interior" nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, más aún, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal y nuestras oraciones parecen vanas, surge en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Evangelio nos ofrece una respuesta precisamente a este interrogante.
Un ejemplo es el pasaje de la jornada de Cafarnaúm, con la que San Marcos nos muestra un día
típico de los inicios del ministerio de Jesús (1,29-39): En cuanto salieron de la sinagoga, fueron a la casa de Simón y de
Andrés, con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba acostada con fiebre, y
enseguida le hablaron de ella. Se acercó, la tomó de la mano y la levantó; le
desapareció la fiebre y ella se puso a servirles.
Llama la atención que, junto con la llamada
a la conversión, la elección de sus discípulos y el anuncio del Reino, la
primera actividad de Jesucristo sea dedicarse a curar enfermos. En este caso
podríamos pensar que se trata de un favor doméstico, el cuidado de la suegra de
un discípulo, pero es una de muchas curaciones: Al atardecer, cuando se había puesto el sol, comenzaron a llevarle a
todos los enfermos y a los endemoniados. Y toda la ciudad se agolpaba en la
puerta. Y curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó a muchos
demonios.
Este pasaje evangélico ilumina nuestras
reflexiones iniciales: Jesús quiso explicar, con su venida a la tierra, el
sentido del dolor, del sufrimiento y la enfermedad, en la vida del ser humano. ¿Por
qué le da el Señor esa primacía al remedio del dolor en su misión? - Porque forma
parte de su misión redentora, de la salvación que vino a traernos.
El Compendio del Catecismo enseña que, entre las
consecuencias del pecado original, se
encuentran las siguientes: “la naturaleza
humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias
fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la
muerte, e inclinada al pecado” (n. 77).
Jesús se hizo hombre “por nosotros los
hombres y por nuestra salvación”; es decir, para reconciliarnos con el Padre y
para liberarnos de los efectos del pecado, también del sometimiento al
sufrimiento y al poder de la muerte.
No quiere decir que –como vemos cada día-
con su Encarnación los hombres dejáramos de enfermarnos o de sufrir, pero sí
que podríamos encontrar un sentido para el dolor, descubrir su significado. El
Papa Benedicto explicaba este pasaje diciendo que estas curaciones son signos: no se
quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia
Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre
es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación
con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida
sin amor y sin verdad no sería vida.
La explicación de cómo logra el Señor esta
curación, de cómo nos enseña el sentido para nuestros sufrimientos, aparece de
pasada en la escena que estamos meditando: y expulsó a muchos demonios y no les permitía hablar porque sabían
quién era. Igual había sucedido en el exorcismo del mismo día por la
mañana, como contemplamos la meditación anterior. Jesús rechaza el testimonio del
diablo, pues su misión no se explica por el poder milagroso, sino por su muerte
en la Cruz.
Ahí es donde se encuentra el sentido del
dolor: en que Cristo mismo quiso asumir nuestras debilidades, darles un valor redentor,
de ofrecimiento vicario por el dolor de todos los hombres. Con nuestro dolor –
no solo con las enfermedades, que pueden tardar en llegar, sino con las
pequeñas dificultades y contradicciones diarias, y con las mortificaciones
personales que buscamos activamente en las cosas pequeñas, en el trabajo, en la
vida familiar- nos hacemos partícipes de la Cruz de Cristo. Como Simón de
Cirene, ayudamos a la reconciliación del mundo con Dios, pues participamos en
el sacrificio que el Hijo ofreció al Padre en la Cruz y que se celebra cada día
en la Misa.
Por eso la Iglesia fomenta el cuidado a los
enfermos y a los pobres, huérfanos y viudas de todo el mundo, como ninguna otra
institución lo ha hecho en la historia: porque sabe que en ellos está Cristo y
porque conoce que lo que esas personas más necesitan es ser conscientes de esa
presencia salvadora. Así se prolonga la obra de Jesús en la historia.
San Josemaría resumía la enseñanza
cristiana sobre el dolor y la enfermedad: La
actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica
desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de
ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los
caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra
palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra
la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición
humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de
Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres (Es Cristo
que pasa, n. 168).
Podemos ver en este Evangelio una llamada a
que seamos un instrumento del Señor en la atención a los enfermos, a los pobres y
necesitados. Quizá dedicando un tiempo de nuestra semana a visitar personas
solitarias o débiles. Quizá ayudando a instituciones de caridad. O también poniendo
en manos de Dios nuestra vida entera, por si quiere dedicarla al servicio de
los demás. Para esos propósitos contamos con la
intercesión y el ejemplo de María, que acompañó a su Hijo en su misión
redentora hasta la muerte en la Cruz.
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