Nuestro Señor aconseja a sus discípulos (Mt
10,16): Os envío como ovejas en medio de
los lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
La vida cristiana, vida sobrenatural, se asienta sobre el fundamento de nuestra
naturaleza, de los hábitos que vamos adquiriendo con nuestro esfuerzo diario.
El Compendio del Catecismo dice, con la
tradición filosófica, que esas virtudes
son “disposiciones habituales y firmes para hacer el bien: «El fin de una vida
virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (san Gregorio de Nisa)” (n.
377).
Luego explica que hay virtudes humanas y sobrenaturales.
Las primeras son “perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la
voluntad, que regulan nuestros
actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe.
Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados,
son purificadas y elevadas por la gracia
divina” (n. 378).
Un paso más en la exposición de esas
perfecciones de nuestra naturaleza es la descripción de las cuatro más
importantes: “las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales
[del latín cardo: quicio, gozne], que agrupan a todas las demás y constituyen
las bases de la vida virtuosa” (379).
Enseña Trigo que “esta clasificación, que
tiene una larga tradición y serios fundamentos, no debe aplicarse de manera
rígida. De hecho, parece olvidar el
puesto de primer orden que merece la humildad, base y condición de todas las
virtudes” (Diccionario de Teología).
En esta meditación veremos la primera
de esas virtudes cardinales, la prudencia, que “dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero
bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás
virtudes, indicándoles su regla y medida” (380). La prudencia -virtud intelectual, por perfeccionar a la inteligencia-
es, por su objeto, una virtud moral –virtud de la razón práctica, o sea que
dirige la acción según la verdad conocida-, es madre y guía de todas las demás.
Señor: te pedimos que nos concedas crecer en
esta virtud, gracias a la cual «aplicamos sin
error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas
sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar» (CCE 1806).
Ayúdanos, Señor, a ser personas maduras, a
desarrollar como un hábito profundo de nuestra vida la virtud de la prudencia.
Que se pueda decir de nosotros el elogio del libro de los Proverbios: Bienaventurado el hombre que encuentra la
sabiduría, y el hombre que alcanza la prudencia (Prov 3,13).
García de Haro (“La vida cristiana”) aclara
que esta virtud perfecciona la
inteligencia en el conocimiento de la dimensión ética de los actos humanos, es
decir, en orden a su último fin. Por eso se le llama “recto conocimiento de
lo que se debe obrar”, recta ratio
agibilium. La prudencia enseña el camino hacia el último fin de modo
operativo e inmediato, agudiza la mente
para obrar según la voluntad de Dios: “no
seáis imprudentes, sino entended cuál es la voluntad de Dios” (Ef 5,17).
Nos ayuda a darnos cuenta que el fin más
importante no es el inmediato, sino el último: la salvación, la santidad. Como
enseña San Josemaría (Camino, n. 983), “comenzar es de todos; perseverar, de santos.
Que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer impulso, obra de la
inercia: que sea una perseverancia reflexiva”. En otras palabras, que
sea fruto de la virtud de la prudencia.
El Beato Juan Pablo II recordaba que
“prudente no es –como algunos piensan- el que sabe arreglárselas en la vida y
sacarle el máximo provecho, sino quien acierta a edificar su vida entera según la voz de la recta conciencia y las
exigencias de una moral justa. La prudencia es la clave para realizar la
tarea fundamental que Dios nos dio: perfeccionarnos a nosotros mismos”.
Podemos resumir las manifestaciones de la prudencia en tres
actos, siguiendo a García de Haro: ponderación,
docilidad, ejecución.
En primer lugar, la prudencia exige ponderación, pensar antes de actuar,
considerar las circunstancias adversas y las favorables, los posibles efectos
secundarios, los medios con los que se cuenta, la experiencia ajena. En este
punto es parte importante de la prudencia la previsión, descubrir y preparar
medios para lo que se pretende. Precaución: prever, proveer, salir al paso de
los obstáculos.
La ponderación incluye el estudio, la
formación de la conciencia. Por eso es tan importante dedicar unos minutos
diarios a la lectura espiritual, conocer los principales dilemas éticos de la
profesión que desempeñamos, los principios morales que iluminan los temas de
actualidad, etc.
Forma parte de la ponderación prudente la
petición de consejo. Como Jesús niño en el Templo, preguntaremos a personas con
experiencia, especialmente de aquellas que tienen gracia de estado para
aconsejarnos: los padres y directores espirituales, por ejemplo. Desde luego,
al pedir consejo presentaremos la situación con sus pros y sus contras, las
posibilidades y presentaremos una posible decisión, con la apertura a cambiar
de opinión si nos dan luces para hacerlo: no se trata de descargar el peso de
una opción en los demás. Por la misma razón, asumiremos con responsabilidad las
consecuencias de nuestras actuaciones una vez hayamos escuchado el consejo.
De este modo hemos entrado en la segunda
dimensión de la prudencia: la docilidad
para seguir los criterios virtuosos que aprendemos en el estudio, en la actualización
ante nuevos aspectos morales relacionados con el avance científico, docilidad
para preguntar, leer, conversar con sabios, seguir los consejos de la dirección
espiritual y la confesión. Principalmente, docilidad a las inspiraciones que el
Señor nos transmite en la oración.
Por último, la prudencia exige también
empuje, ejecución, el “imperium”
latino, para llevar a cabo lo decidido con la oportuna prontitud. San Josemaría
lo resumía diciendo que la prudencia no es cobardía, inercia, ni
inactividad. Esa falsa prudencia es pura pereza, pasividad. Pero la
virtud cardinal de la prudencia no implica solo un juicio ponderado sobre lo
que se ha de hacer, sino que el acto principal de esta virtud práctica es el actus
imperandi, que pone en funcionamiento
todas las energías, para ejecutar aquello que se ve con claridad que es
voluntad de Dios (Carta, 29-IX-1957, n. 51).
Se trata de dar cada uno de esos pasos con el
detenimiento que sea necesario: ni lento ni rápido. Al paso de Dios… Recuerdo
haber leído un estudio en The Economist:
concluía que, cualquiera que sea la manera en que se descubren los males, los
países destacados en educación son los que intervienen pronto y siempre (20
octubre 2007).
El imperio de la prudencia hay que ponerlo
por obra sobre todo en el apostolado, que debe caracterizarse por una fuerte
audacia, apoyada en la fe: no seáis almas de vía estrecha, hombres o
mujeres menores de edad, cortos de vista, incapaces de abarcar nuestro
horizonte sobrenatural cristiano de hijos de Dios. ¡Dios y audacia! (San
Josemaría, Surco, n. 96).
Podemos terminar con las palabras con las que
San Josemaría concluye su homilía sobre las virtudes cardinales: “Acudamos a
Santa María, la Virgen prudente y fiel, y a San José, su esposo, modelo acabado
de hombre justo. Ellos, que vivieron en la presencia de Jesús, el Hijo de Dios,
las virtudes que hemos contemplado, nos alcanzarán la gracia de que arraiguen
firmemente en nuestra alma, para que nos decidamos a conducirnos en todo
momento como discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de
caridad” (Amigos de Dios, 174).
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