Llegamos este domingo al final del Discurso
de las parábolas (Mt 13, 44-52): El Reino
de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un
hombre, lo oculta. Continúa el sembrador divino con ejemplos tomados de la
vida campesina: ahora se trata de un hombre que trabaja el terreno y se
encuentra con un tesoro guardado siglos atrás, cuando los judíos fueron
desterrados.
Y, en su
alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo. El hombre
compra el campo, pero el tesoro había sido un don. La parábola nos habla de la
gratuidad del regalo: quizá unas semanas atrás otra persona había cavado en el
mismo sitio, pero suspendió sus labores a mitad de camino. Este comenzó donde
el otro terminó y, poco después, encontró el obsequio que le cambió la vida.
Ese tesoro es la vocación cristiana, nuestra
llamada a la comunión con Dios, a la santidad. San Josemaría lo resume diciendo
que nuestro tesoro es Cristo (Amigos de Dios, 254): “no nos debe importar echar por la
borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre
inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios”.
Saquemos propósitos: pensemos cuáles estorbos nos pide el Señor tirar por la
borda para poder seguirle: prestigio, exceso de trabajo para poder competir
mientras nuestra piedad o la familia se lastiman, amor propio, vanidad,
pereza, activismo. ¡Qué rápido irá nuestra barca, capitaneada por el Maestro,
si somos generosos en nuestro desprendimiento!
Es lo que vemos en la primera lectura, en la
que Salomón escoge la verdadera riqueza, la Sabiduría (1a lectura). En el Salmo
118 vemos que esa sabiduría consiste en descubrir que el tesoro es la palabra
de Dios, su enseñanza, ¡sus mandamientos! que son luz para nuestros senderos. Por eso,
¡Todo..., todo se ha de vender por el hombre discreto, para conseguir el
tesoro, la margarita preciosa de la Gloria! (Forja, 993).
“Asimismo el
Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando
encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra”. En esta
parábola se pone más énfasis en el esfuerzo humano para encontrar el tesoro, la
joya preciosa. Se trata de una alhaja por la que vale la pena dejarlo todo. San
Jerónimo dirá que "ese tesoro en que se ocultan todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia, es el Verbo-Dios". Orígenes, que es “la Palabra
viva”. Hilario, que se trata de la vida eterna. En el fondo, todos se refieren
a la misma realidad, al Reino de los cielos.
Hay una parte en común entre ambas parábolas:
aunque en la primera haya dádiva, en las dos hace falta cierto esfuerzo
(gastarse los ahorros, buscar perlas en distintos comercios). Para ser
partícipes del Reino, para encontrar la salvación que el Señor nos ofrece, hace
falta un esfuerzo por buscar a Dios: “Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que
luchan serán merecedores de la herencia eterna” (Es Cristo que pasa,
180).
“Asimismo el
Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge
toda clase de cosas”. El Señor ha empleado distintas labores para ejemplificar sus
parábolas: trabajos del campo, del comercio, ahora pasa a las faenas de pesca.
Hace poco pude ver por primera vez el trabajo colectivo de pesca marítima: me
contaron que los pescadores se levantan muy temprano, sobre todo cuando el agua
está limpia y los peces buscan esa zona del mar, y avanzan todo lo que pueden
mar adentro antes de echar la red. Más tarde, hacen un trabajo en equipo
admirable para ir recogiendo la pesca: van halando en fila india la cuerda
hasta la playa. El que llega a tierra firme deja su turno y regresa al mar para
ponerse en primer lugar. Así se van turnando hasta recoger la pesca del día.
Pues así dice Jesús que es el Reino de los
Cielos: como esa red echada en el mar. Y San Gregorio comenta que “la Iglesia reúne toda clase de peces, porque
llama para perdonarlos a todos los hombres, a los sabios y a los insensatos, a
los libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los débiles.
Estará completamente llena la red, esto es, la Iglesia, cuando al fin de los
tiempos esté terminado el destino del género humano”.
En las faenas pesqueras que mencionaba antes,
llega un momento en que las redes llegan a tierra y comienza la labor de
selección, mientras los alcatraces pululan tratando de pescar algo del trabajo
humano. Otros, menos amenazantes, se contentan con recoger las piezas que los
pescadores descartan en la playa. A esta operación es a la que se refiere el
Señor al final de la parábola: Y cuando
está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en
cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles
y separarán a los malos de entre los justos y los arrojarán al horno del fuego.
Allí habrá llanto y rechinar de dientes”.
De esta manera termina también la parábola de
la cizaña, con la alusión a las verdades eternas. La siega final, el destino
diverso de los benditos y de los
malhechores: Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega
diré a los segadores: –Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para
quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.
El Señor nos hace ver que la perspectiva del
Reino va más allá de la vida presente y que conlleva una opción definitiva. Es
más, sin fin en el tiempo. Lo explica el Papa en su segunda encíclica (Spe
Salvi, 41): “Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha
influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para
ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como
esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia
atrás ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia
que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha
dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo”.
Podemos terminar retomando las parábolas del
tesoro y la perla, que se identifican con Cristo. Así lo hace Benedicto XVI en
el mismo texto, al mostrar que esa joya eterna es el amor para siempre del
mismo Jesús (SS, 47): Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde,
y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él
es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el
encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a
ser verdaderamente nosotros mismos. (…) En el momento del Juicio experimentamos
y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en
nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra
alegría. (…) La gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de
confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro «abogado»,
parakletos (cf. 1 Jn 2,1)”.
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