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María Magdalena

Celebramos la fiesta de santa María Magdalena, y en el Evangelio de la Misa nos topamos con el final de la vida terrena de Jesús. Han pasado los dolorosos momentos de la pasión y muerte de nuestro Señor. Al tercer día, se cumplirían todas las promesas por las cuales aquellos seguidores lo habían dejado todo. Después de la «noche del alma» que pasaron durante el Viernes y el Sábado Santos, aquellos discípulos recibirían el premio a su fe y a su perseverancia: podrían ver cumplidas las Escrituras con la Resurrección de Jesús.
¡Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe!, aseguraba san Pablo (1 Co 15,14). Detengámonos, en nuestro diálogo con Jesucristo, para considerar una aparición del Señor glorioso, que nos podrá servir para darnos más cuenta de que esa llamada a la santidad y al apostolado que hemos meditado hasta ahora no es un acontecimiento del pasado, perdido en la historia. Contemplar a Jesús vivo, por todos los siglos, nos hará experimentar la actualidad de esa vocación que dirige a cada alma; nos facilitará comprender cuál es su voluntad para nuestra vida, como le sucedió a María Magdalena la mañana del domingo de Pascua.
Ella es uno de los personajes más importantes del día cuya aurora fue testigo de la Resurrección. El himno de las Vísperas de su fiesta ofrece un rápido repaso de su biografía: «Oh María, estrella radiante de Magdala, mujer afortunada, a quien el Señor allegó mediante el estrecho vínculo de su Amor. Tras descubrir su imperio para expulsar a los demonios, le agradeces tu curación, gozosa de haber trocado tus cadenas por la fe».
Mujer afortunada, discípula de Jesús, que descubrió el mejor negocio: cambiar las cadenas del pecado por la fe y el amor a Jesucristo. Varias oraciones de la Misa se centran en esa «fuerza de su amor, que le llevó a seguir de cerca las huellas del Maestro y acompañarle, ya para siempre, con el afán solícito de servirle».
Una peculiaridad de la vida de esta santa es que siguió y sirvió a Jesús hasta la muerte, mientras los demás huían. Sin embargo, el Evangelio de la Misa se fija en una escena posterior, en el relato de la Resurrección (Jn 20,1.11-18): El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro. Muy temprano, todavía a oscuras. Estamos en la Vigilia Pascual, y María se dirige a la tumba de su amado.
Fidelidad de María. En el peor momento, ante el abandono, la soledad y el escarnio público, ella da la cara: madruga al sepulcro para acompañar al Maestro. No busca el consuelo en el descanso ni en sus caprichos, sino estando cerca de Él. Lo tiene claro: sin Jesús, nada vale la pena. Fidelidad, a pesar de las circunstancias adversas. Fidelidad, independientemente del día o de la hora. Fidelidad para siempre, pase lo que pase. Fidelidad, perseverancia en la oración, en la búsqueda, en el amor, en la espera. Por eso es llamada «modelo de los que buscan a Jesús».
Ante esa generosidad, uno esperaría la respuesta magnánima de Dios. Por el contrario, el dolor aumenta: Y vio la losa quitada del sepulcro. Quizá desde lejos observó esa anomalía y, mientras las demás mujeres acudían a la sepultura, ella decidió regresar a Jerusalén para contar la noticia a los apóstoles: Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Más tarde, mientras Pedro y Juan descubrían la misteriosa realidad del sepulcro vacío, estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. «¡El sepulcro vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste: para que tú y yo saquemos consecuencias; para que aprendamos a amar y a esperar de verdad» (San Josemaría, apuntes de la predicación, 24-VII-1964, citado por Echevarría J., 2016).
Amor y fe: María se dirigió al sepulcro, para acompañar un cadáver. El sitio que para otros significaba corrupción e impureza legal, para esta mujer era un sagrario. Después, continuó perseverante en su oración, a pesar de que ni siquiera observaba el cuerpo inerte. San Gregorio alaba su fidelidad: «Busca al que no halla. Lo que da fuerza a las buenas obras es la perseverancia en ellas». Lloró María. No pudo creer lo que dijeron Pedro y Juan: que los sudarios habían permanecido intactos, plegados, como si Jesús hubiese salido de ellos sin alterarlos. No terminó de imaginarlo —como nosotros—, hasta que le pudo la curiosidad y, mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.
Aquellos seres son un premio para su fe. Nunca estamos solos, Dios no deja ahogar la esperanza de sus fieles; nos acompaña y consuela. Nos brinda la comunión de los santos en la Iglesia, la fraternidad cristiana, que tanta falta hace. Dios nos envía compañeros de camino, para ayudarnos a perseverar en nuestro ideal de amor. Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Tulerunt Dominum. Pensamos en el pecado de tres días atrás: Tolle, tolle! decía la turbamulta rechazando a Jesús: —¡Fuera, fuera, crucifícalo!
Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Vio Jesús, y no supo de quién se trataba. El Maestro, que juega con nosotros, para madurar la virtud de la fidelidad, para ponerla a prueba, le preguntó: —Mujer, ¿por qué lloras? Ella dio la cara una vez más: si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Llegamos al momento más emotivo de la escena. Jesús le dice: «¡María!». Hasta entonces, la apariencia física de aquel hombre era irreconocible. Pero, de un momento a otro, al pronunciar el nombre propio, la Magdalena descubrió con quién hablaba. Jesús es el Buen Pastor, que llama a las ovejas por su nombre. Y las ovejas reconocen su voz. Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!».
Celebramos a María Magdalena como pionera: fue la primera en descubrir la tumba abierta y la primera en comunicarlo a los discípulos. Ahora será la primera en recibir una misión del Resucitado. Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos. Jesús le pide que no intente retenerlo, noli me tenere, pues se verán de nuevo. Y porque experimentará su presencia y su cercanía de un modo distinto, como filiación y como fraternidad: ve a mis hermanos y diles: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro».
Santo Tomás dice que ella es «la apóstol de los apóstoles», por la nueva vocación que el Señor le otorgó: ve a mis hermanos y diles… Este es el motivo por el cual el papa Francisco elevó su memoria a la categoría de fiesta, como fruto de la llamada actual «a reflexionar más profundamente sobre la dignidad de la mujer, la nueva Evangelización y la grandeza del misterio de la misericordia divina» (Decreto Apostolorum Apostola, 3-VI-2016).
Con ocasión de esta actualización de la liturgia, se proclamó un nuevo prefacio para la fiesta, en el cual se alaba a María Magdalena, por el amor hacia Jesús que venimos meditando: «pues ella lo había amado en vida, lo había visto morir en la cruz, lo buscaba yacente en el sepulcro, y fue la primera en adorarlo resucitado de entre los muertos; y Él la honró ante los apóstoles con el oficio del apostolado, para que la buena noticia de la vida nueva llegase hasta los confines del mundo».
Pero vale la pena considerar no solo su vocación al apostolado, sino el anuncio que Jesús le encomendó: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro». Ya no somos siervos sino amigos. Somos hermanos, hijos del mismo Padre. Desde luego, en órdenes diversos, pues Él es la filiación subsistente y nosotros hijos por adopción: «Ahora no lo puede tocar, retenerlo. La relación anterior con el Jesús terrenal ya no es posible. Se trata aquí de la misma experiencia a la que se refiere Pablo: Si conocimos a Cristo según la carne, ya no lo conocemos así. Si uno está en Cristo, es una criatura nueva. El viejo modo humano de estar juntos y de encontrarse queda superado. Ahora ya sólo se puede tocar a Jesús junto al Padre» (Benedicto XVI, 2011, p.331).
Caminar junto al Crucificado. No olvidemos que María Magdalena estuvo al pie de la Cruz, al lado de la Madre de Dios. Que ayudó a preparar el cuerpo de Jesús antes de depositarlo en el sepulcro. Que perseveró con fidelidad integérrima, consecuencia del amor. Que recorrió ese camino «del encerramiento en sí mismo» (siete demonios) «hasta la dimensión nueva del amor divino que abraza el universo» (Ibidem): María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor y ha dicho esto».
El amor y la fidelidad son apostólicos. Por esa razón, María Magdalena es ejemplo de fidelidad personal proselitista: «La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar —en las tareas ordinarias de cada jornada— el propio nombre de los labios del Resucitado» (Echevarría, 2016).

Concluyamos entonces nuestra meditación pidiendo al Padre, con la oración colecta de la Misa: «Dios nuestro: Cristo, tu Unigénito, confió —antes que a nadie— a María Magdalena la misión de anunciar a los suyos la alegría pascual; concédenos a nosotros, por la intercesión y el ejemplo de aquella cuya fiesta celebramos, anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el reino de los cielos».

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