Celebramos hoy la fiesta del nacimiento de
San Juan Bautista. Como dice San Agustín, «Él
es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento
de Juan y el de Cristo» (además del de la Virgen, habría que añadir).
El motivo es que «Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo», de acuerdo con lo que dice el mismo Señor en el Evangelio: es el último de los profetas, al que le tocó mostrar al Mesías en vivo y en directo.
El motivo es que «Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo», de acuerdo con lo que dice el mismo Señor en el Evangelio: es el último de los profetas, al que le tocó mostrar al Mesías en vivo y en directo.
El Prefacio de la Misa resume la misión del
Bautista en cuatro momentos: la visitación, la vocación, el bautismo y el
martirio: «Precursor de tu Hijo y el
mayor de los nacidos de mujer, proclamamos su grandeza. Porque él saltó de
alegría en el vientre de su madre al llegar el Salvador de la humanidad, y su
nacimiento fue motivo de gozo para muchos. El fue escogido entre los profetas
para mostrar a las gentes el Cordero que quita el pecado del mundo. El bautizó
en el Jordán al autor del bautismo, y el agua viva tiene, desde entonces, poder
de salvación para los seres humanos. Y él dio, por fin, su sangre como supremo
testimonio por el nombre de Cristo ».
También nosotros debemos ser testigos de
Cristo, y el ejemplo de tan insigne precursor puede servirnos de modelo en el
día de hoy. Tenemos que estar dispuestos a facilitar el encuentro de la
presencia del Señor en nuestra vida, a mostrar que Cristo pasa entre nosotros,
llamándonos a seguirlo en su camino de entrega al servicio de los demás, a
descubrir la intimidad de la Trinidad Santa que Él nos reveló, a dar la vida
por Cristo, si es del caso hasta el martirio. No son anécdotas del pasado, para
admirar. Son llamadas actuales que nos hace el Señor, hoy y ahora, para que
salgamos del letargo en que podemos estar sumidos.
La primera lectura de la Misa (Is 49,1-6), nos habla del profeta como Luz de las naciones: ¡Escuchadme, islas! ¡Poned atención,
pueblos lejanos! El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de
mi madre pronunció mi nombre. Y me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel, en quien
me glorío». Ahora dice el Señor: «Muy poco es que seas siervo mío para
restaurar las tribus de Jacob y hacer volver a los supervivientes de Israel. Te
he puesto para ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los
extremos de la tierra».
La tradición cristiana siempre ha visto este
oráculo como dirigido a Jesús mismo, aunque cada cristiano ―que debe ser otro
Cristo― también ha de sentirse interpelado por esas palabras: Te he puesto para
ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los extremos de la
tierra. Como Juan Bautista, nosotros también estamos llamados desde el seno
materno para anunciar la luz que es Cristo a todas las naciones.
Así lo predicaba san Josemaría: Llenar de luz el mundo, ser sal y luz (Mt 5,13): así ha descrito el
Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la
tierra la buena nueva del amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas,
de una manera o de otra, todos los cristianos. Diré más. Hemos de sentir la
ilusión de no permanecer solos, debemos animar a otros a que contribuyan a esa
misión divina de llevar el gozo y la paz a los corazones de los hombres. En la
medida en que progresáis, atraed a los demás con vosotros, escribe San Gregorio
Magno; desead tener compañeros en el camino hacia el Señor (Es Cristo que pasa, 147).
Luz de las naciones, luz para los corazones
de nuestros amigos. Ilusión de animar a otros. En eso consiste el apostolado
cristiano que hoy nos planteamos, al ver el ejemplo de Juan Bautista, que supo
preparar un buen grupo de discípulos, de los cuales salieron los más selectos
apóstoles de Jesucristo. Hagamos examen para ver si no podríamos aprovechar
mejor nuestros ratos libres, el fin de jornada, la mitad del día, para acercar
más almas a Cristo, para llevarlas a la confesión, a la dirección espiritual ―para
ser nosotros mismos sus acompañantes en el camino de trato con Dios―, para dictar clases de
doctrina cristiana a más personas. Y tomemos decisiones generosas, para tener
más compañeros en el camino hacia el Señor.
En la segunda lectura, San Pablo, en su
discurso de la sinagoga de Antioquía de Pisidia, se fija en otro aspecto de la
predicación de Juan Bautista, su llamada a la conversión: Juan había predicado, ante la proximidad de su venida, un bautismo de
penitencia a todo el pueblo de Israel. Cuando estaba Juan para terminar su
carrera decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí
viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies».
Anunciar la conversión. Es parte importante
del proceso apostólico, de la dirección espiritual: iluminarlas con la
doctrina, encenderlas en el amor de Dios. Este proceso conllevará,
naturalmente, el rechazo del pecado y la invitación a la conversión. Se trata
de ayudar a descubrir ―con la mayor delicadeza― que hay muchos aspectos de la
vida personal que «no pueden prevalecer ante el rostro de Jesús» (Morales, Scripta
Theologica 2011, en quien me inspiro para lo que sigue).
Parece como si el Señor coronara esa dimensión del apostolado bautista con su propio bautismo. Como si nos mostrara que por ahí va el camino correcto: a través de la penitencia, nos unimos al Bautismo de Cristo ―su muerte en la Cruz― que nos alcanzó el perdón y la liberación de nuestros pecados.
Parece como si el Señor coronara esa dimensión del apostolado bautista con su propio bautismo. Como si nos mostrara que por ahí va el camino correcto: a través de la penitencia, nos unimos al Bautismo de Cristo ―su muerte en la Cruz― que nos alcanzó el perdón y la liberación de nuestros pecados.
San Pablo lo enuncia con claridad en su
epístola a los Romanos (6,12-14): Que no
reine el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus
concupiscencias, ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de
injusticia; al contrario, ofreceos vosotros mismos a Dios como quienes,
muertos, han vuelto a la vida, y convertid vuestros miembros en armas de
justicia para Dios; porque el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, ya que
no estáis bajo la Ley sino bajo la gracia.
En ese itinerario de acompañamiento hacia
Cristo, otra dimensión importante es la vida de oración. Cuando los apóstoles logran que el Señor les enseñe el Padrenuestro, lo hacen apelando al ejemplo de Juan
Bautista, que enseñaba a orar a sus discípulos. Debemos inculcar hábitos de
oración a nuestros amigos. San Josemaría acostumbraba resumir el apostolado de sus hijos con estas palabras: Si no hacéis de los chicos almas de oración,
habréis perdido el tiempo.
Enseñarles a centrar su vida, ante todo con el propio ejemplo, en el diálogo
con el Señor. Que aprendan a vivir siempre en oración: vocal, meditativa y
contemplativa: «las tres son parte de una misma secuencia de pensamientos y
afectos que salen de la mente y del corazón y se elevan al cielo» (Morales).
Cristo es la verdadera luz de las naciones,
de cada persona. Por eso, hemos de enseñarles a encontrarlo en todas las
circunstancias de la vida. Que aprendan a orar como Él, en los grandes momentos
y en las acciones más cotidianas. A dar gracias, a pedir perdón, a interceder
por los demás, a meditar el Evangelio. «La buena oración es ante todo confiada
y perseverante. No vamos a que Dios haga nuestra voluntad, sino a identificarnos
con la suya. El mundo parece transformarse en el pequeño espacio de nuestro
corazón, y abarca a todos los hermanos. La oración es como el latir del corazón
del cristiano, y es la garantía de que la persona vive para Dios y crece ante
su presencia» (Íbidem).
De esa manera, vamos desapareciendo nosotros
y crece Jesús en el alma de nuestros amigos, de acuerdo con el lema del
Bautista. Y a su vez, ellos también descubren la necesidad de ser apóstoles. Y
de trabajar mejor, para ofrecer las ocupaciones diarias, la caridad con las
personas que se encuentran en sus labores, como medio para crecer en amor a Dios y a los
demás. Y también para ejercitar las virtudes y los propósitos formulados en la oración
matutina o en el examen de la noche anterior. «Al cambiar el mundo con espíritu
contemplativo, el hombre se cambia a sí mismo» (Íbidem).
El itinerario de Juan Bautista concluyó con
su martirio, que celebramos el 29 de agosto. Probablemente nosotros no podamos unirnos a la Pasión de Cristo de
ese modo, que es el más sublime, pero sí podemos acompañarlo convirtiendo
nuestra vida diaria, el trabajo cotidiano, las relaciones familiares y
sociales, en ofrendas que presentamos en el altar, junto con el pan y con el
vino.
Y también el camino espiritual de nuestros
amigos desembocará necesariamente en la Eucaristía. Este sacramento, «fuerza
transformadora por excelencia de la realidad», alcanza con sus efectos al mundo,
a la Iglesia y a cada persona. «Si la Iglesia es impensable sin la Eucaristía,
el cristiano en acción no puede concebirse sin la fuerza transformadora del
misterio eucarístico».
Para recorrer esta vía de identificación con
Cristo no contamos con la familiaridad sanguínea que tenía Juan, primo segundo
de la Virgen. Pero tenemos la filiación adoptiva de María, que recibimos en la
Cruz. A nuestra Madre acudiremos, para que sea nuestra guía, nuestro modelo, en
el esfuerzo por ser ―también nosotros― precursores de la llegada de su Hijo a
muchas almas. Y le pediremos que nos alcance la gracia del Señor para ser
buenos hijos suyos.
Concluyamos con unas palabras de la misma
homilía que hemos citado al comienzo: Sed audaces. Contáis con la ayuda de María,
Regina apostolorum (…). Muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al
servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora
ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes
del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva (…). Que cada día sepamos tener con Ella esos
detalles de hijos ―cosas pequeñas, atenciones delicadas―, que se van haciendo
grandes realidades de santidad personal y de apostolado, es decir, de empeño
constante por contribuir a la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo.
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