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Sal de la tierra y Luz del mundo

Después de las Bienaventuranzas, el Sermón del monte continúa con una advertencia del Señor a sus discípulos: si bien el sello de su vocación serán las persecuciones, injurias y calumnias que padecerán, ellos –nosotros- debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad: Vosotros sois la sal de la tierra.
Todos sabemos que la sal condimenta, da sabor. Sobre todo lo saben los hipertensos, que en su dieta hiposódica añoran el rico sabor de este alimento. Cuando Jesús pronunció estas palabras, la sal también se utilizaba para preservar de la corrupción a las comidas, pues todavía no existía el refrigerador. Hay otros significados para esta frase del Señor, pero quedémonos con un tercero: la sal tenía un significado ritual, pues se utilizaba en los sacrificios como símbolo de la fidelidad a la Alianza.
Señor: te pedimos tu ayuda para cumplir tu deseo. Tú esperas que nosotros condimentemos el mundo actual, que lo preservemos de la corrupción, que manifestemos la fidelidad a tu Comunión. Para eso, necesitamos que nos llenes de tu gracia, pues solo de Ti puede venir el sabor, la pureza, la perseverancia a nuestra llamada.
Pero aún hay más: los discípulos de Cristo no solo deben ser la sal de la tierra, sino también la luz del mundo. El simbolismo de la luz era utilizado por muchas religiones para referirse al Señor. No solo indica luminosidad, sino también calor, gloria, alegría, vitalidad…
Los seguidores de Jesús, que deben vivir las bienaventuranzas, deben preservar y condimentar, pero también iluminar la vida de los demás. Y la clave para dar esa luz, para dar sabor al ambiente en que nos movemos, no está en nosotros mismos, sino en el Señor, que habita en nosotros. Como la luna, que alumbra la noche con el reflejo del sol, nosotros iluminaremos la sociedad en que vivimos solo en la medida en que estemos unidos a Dios, porque esa luz que transmitiremos es solo suya.
Cuenta un colaborador de Juan Pablo II que “en un viaje intercontinental, por la mañana temprano el Papa hacía su larga oración en la pequeña capilla de la residencia en que nos encontrábamos. En un determinado momento, pidió que se preparase lo necesario para celebrar la Santa Misa. Pensando que los cambios de horario y de programas le habían hecho olvidar el calendario del día, se le dijo que la Misa sería por la tarde, en un enorme estadio local, en la que participarían estudiantes y obreros jóvenes de todo el país. Con serenidad y naturalidad extremas respondió: “donde voy ahora, esta mañana, dentro de poco, es algo muy importante. Tengo necesidad de celebrar también ahora la Misa” (Navarro-Valls. La misión del cristiano hoy. En: Mundo cristiano, n. 602. Enero 2011, p. 43).
El próximo Beato sabía que esa luz que congregaba millones de personas no provenía de él mismo, sino del Señor. Por eso necesitaba celebrar, estar con Dios, dejarse iluminar, “condimentar” por Él. Pensemos en nuestra propia vida, qué tanto experimentamos esa necesidad de tener más intimidad con Jesucristo, de buscarlo en los sacramentos y en la oración, de llenarnos de Él para iluminar nuestro mundo. Así predicaba San Josemaría: "Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés"  (Apuntes de la predicación, 6 de enero de 1970).
Un ejemplo más lo tenemos en las palabras con las que Peter Seewald concluye la introducción de su tercer libro-entrevista con el Santo Padre: “Benedicto XVI se lo hace francamente fácil a sus visitas. No las espera un príncipe de la Iglesia, sino un servidor de la Iglesia, un gran hombre que da, que se vacía totalmente en su acto de don. (...) Y cuando se lo escucha de ese modo y se está sentado frente a él, se percibe no sólo la precisión de su pensamiento y la esperanza que proviene de la fe, sino que se hace visible de forma especial un resplandor de la Luz del mundo, del rostro de Jesucristo, que quiere salir al encuentro de cada ser humano y no excluye a nadie”.
2. La misión es clara, pero el Señor quiere ponernos en guardia ante el peligro de la insipidez y de la oscuridad: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente”. Jesús nos hace ver que la sal se puede desvirtuar. En términos judíos de aquella época, se puede contaminar, volverse impura. Puede dejar de ser testimonio de fidelidad. Por eso el Señor amenaza con el juicio: No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente…  Así lo glosa San Josemaría en Camino (n. 921): “Tú eres sal, alma de apóstol. –"Bonum est sal" –la sal es buena, se lee en el Santo Evangelio, "si autem sal evanuerit" –pero si la sal se desvirtúa..., nada vale, ni para la tierra, ni para el estiércol; se arroja fuera como inútil. Tú eres sal, alma de apóstol. –Pero, si te desvirtúas...”
Lo mismo puede ocurrir con la luz. El Maestro pone el ejemplo de las luminarias de esa época en Palestina: una pequeña vasija de barro llena de aceite para iluminar la tea, sostenida por un aparejo de hierro adosado a la pared, en un lugar alto. De ese modo, la luz iluminaba las tinieblas de la pequeña casa por la noche. Pero a nadie se le ocurre ponerle encima un vaso de los que se utilizan para medir cantidades (el famoso “celemín”), pues la luz llegaría al comienzo a un pequeño círculo y, más adelante, se apagaría: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa”.
La manera más triste de desvirtuarse, de quedar en tinieblas, es el pecado. Por eso es importante la lucha ascética (oración y penitencia) para acostumbrarse a desterrar las tendencias desordenadas, como enseñan los clásicos de la espiritualidad: «La causa por que le es necesario al alma, para llegar a la divina unión de Dios, pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negación de los gustos en todas las cosas, es porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida, no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí, porque no pueden convenir la luz con las tinieblas» (San Juan de la Cruz. Subida, lib I, cap 4, 1).   También en este sentido escribía el Fundador del Opus Dei: “Como quiere el Maestro, tú has de ser -bien metido en este mundo, en el que nos toca vivir, y en todas las actividades de los hombres- sal y luz. -Luz, que ilumina las inteligencias y los corazones; sal, que da sabor y preserva de la corrupción. Por eso, si te falta afán apostólico, te harás insípido e inútil, defraudarás a los demás y tu vida será un absurdo” (Forja, n. 22)
3. Afán apostólico. Sal y luz que se manifiesta en hechos: “Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos”.
Por eso la misión de la Iglesia se ha resumido en tres labores: liturgia, doctrina, servicio. Unión con Dios en el culto y en la piedad, iluminar el mundo con el apostolado personal y con nuestro trabajo profesional, servir a los más necesitados. Ya hemos hablado de la liturgia, al mencionar el ejemplo de Juan Pablo II que necesitaba una Misa más.
La segunda misión, la doctrina, puede hacernos sentir especialmente comprometidos en esforzarnos para adquirir sabiduría, por iluminar las ciencias humanas con el fuego divino, por condimentarlas con la sal de la Revelación: “Quiere que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos, en las tuyas también (Surco, n. 930). La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo. Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado” (Es Cristo que pasa, n. 10).
Sobre el servicio se refieren la primera lectura, del Trito-Isaías (Is 58,7-10) y el salmo 111: El justo brilla en las tinieblas como una luz. Este esplendor se manifiesta en las obras de misericordia: partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa, que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes. Entonces brotará tu luz como la aurora. Repartes al hambriento tu pan, y al alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como mediodía.
Por eso en la Iglesia siempre se recomiendan las obras de misericordia. En concreto, para la formación de los jóvenes es muy importante ayudar en la catequesis y visitar a familias o personas necesitadas. Así lo preveía el Fundador del Opus Dei en los comienzos de sus apostolados: “Los nuestros, a fin de convertirse en hombres de Dios, dedicarán al principio una buena parte de su actividad a la catequesis de niños y a la visita de enfermos. Para hacerse entender de los primeros, habrán de humillar su inteligencia: para comprender a los pobres enfermos, tendrán que humillar su corazón. Y así, de rodillas su entendimiento y su carne, les será fácil llegar a Jesús, por el camino seguro del conocimiento de la miseria humana, de la miseria propia, que les llevará a anonadarse, para dejar a Dios que construya sobre su nada” (Apunte del 110332, citado en Camino. Edición Histórico-crítica, n. 419).
Terminamos acudiendo una vez más a Santa María, Reina de los Apóstoles. Nos podemos imaginar cómo ayudaría Ella, en los comienzos del cristianismo, recordando a los Apóstoles las prioridades que su Hijo les había marcado para ser sal de la tierra y luz del mundo. A Ella le pedimos que sean vida nuestra las palabras que el próximo Beato Juan Pablo II predicaba el día de la canonización de San Josemaría:
“Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis "sal de la tierra" (Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16)”.

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