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Humildad: conviene que Él crezca



En esta última semana de Navidad, hemos visto a Jesús como el Mesías anunciado. Sus obras milagrosas lo confirman: la multiplicación de los panes y de los peces, su caminar sobre las aguas, la curación del leproso. Hoy, la Liturgia de la  Palabra nos aproxima a la celebración del Bautismo del Señor, que será el próximo domingo: Jesús fue con sus discípulos a la región de Judea, y allí convivía con ellos y bautizaba. También Juan estaba bautizando en Ainón, cerca de Salim, porque allí había mucha agua, y acudían a que los bautizara–porque aún no habían encarcelado a Juan. 

El cuarto Evangelio nos muestra a San Juan Bautista cumpliendo su misión de Precursor. Él anuncia la inminente llegada del Mesías e insiste en la importancia de prepararse con una conversión radical. Las multitudes se congregan para escuchar este mensaje y responden con generosidad a su propuesta: hacen una especie de confesión general de sus pecados ante Juan y manifiestan su deseo de enmienda con el símbolo externo del bautismo. Desde luego, todavía no se habían instituido los sacramentos de la Nueva Ley de Cristo, pero los gestos de Juan y del pueblo preparaba el terreno para la predicación de Jesús.

Predicaba San Josemaría, considerando la predicación del Bautista: “Hijo mío, ¿cómo vas? ¿Qué tal te preparas para un examen más rígido, con una petición de gracias al Señor, para que tú le conozcas a Él, y te conozcas a ti mismo, y de esta manera puedas convertirte de nuevo? Debes pensar en tu vida y pedir perdón. Porque el Señor está dispuesto a darnos la gracia siempre, y especialmente en estos tiempos; la gracia para esa nueva conversión, para la ascensión en el terreno sobrenatural; esa mayor entrega, ese adelantamiento en la perfección, ese encendernos más” (Apuntes de la predicación, 2-III-52).

Se originó una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. Y fueron a Juan a decirle: —Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, está bautizando y todos se dirigen a él.  Aparece un episodio de celos entre discípulos: Juan tenía un grupo de seguidores fieles, además de las multitudes que peregrinaban y regresaban a sus tierras. De entre sus discípulos, algunos serían los primeros apóstoles (para ser exacto, cinco de los doce). Pero algunos permanecieron con él y vemos en este comentario cómo le presentan el “problema” del aumento del prestigio de Jesús. Lo ven como una especie de “competencia”: está bautizando y todos se dirigen a él.

Respondió Juan: —No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: «Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él». Esposo es el que tiene la esposa; el amigo del esposo, el que está presente y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo. Por eso, mi alegría es completa. Es una respuesta ejemplar. Es muestra de una virtud muy escasa: saber estar en el lugar que a uno le corresponde. Generalmente, queremos estar “arriba”, en los círculos del poder. Aunque sea el poder del edificio en que vivimos, de la acción comunal, de lo que sea. Le sucedió a los mismos Apóstoles: te pido que mis hijos se sienten, uno a la derecha y otro a tu izquierda, en el Reino, solicitó la madre de Juan y Santiago –que ya pertenecían al círculo más selecto de los discípulos-. Hoy día, igual. Se habla de la “me generation”. Centro del universo. Que los demás giren alrededor de mí. Que yo sea el mito. Que me sirvan, me cuiden, me entretengan, me admiren…

En cambio, Juan sabe estar en su sitio de Precursor. En esto insiste varias veces: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él. San Agustín glosa la respuesta con estas palabras: “en esto se cumple mi gozo: en alegrarme de oír la voz del esposo. Tengo mi gracia y no tomo más para no perder lo que he recibido. Porque el que quiere alegrarse de sí mismo, está triste; mas el que quiere alegrarse en el Señor, se alegrará siempre, porque Dios es eterno”. Juan se goza en que Jesús vaya instituyendo la Iglesia, como su Esposa. Goza viendo que han comenzado los tiempos mesiánicos. Por eso, su alegría es completa.

La escena concluye con una frase que resume la actuación del Precursor y que es todo un modelo para la vida del cristiano: Es necesario que él crezca y que yo disminuya. Así escribía San Josemaría en una de sus cartas dirigidas a los fieles del Opus Dei: “He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios -al barruntar el amor de Jesús-, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3,30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea” (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n.16).

Ocultarme y desaparecer. Humildad. San Agustín glosa las palabras del Bautista: “Crezca en nosotros la gloria de Dios y disminuya nuestra gloria, para que crezca en Dios la nuestra. Cuanto mejor conoces a Dios, tanto más parece que Dios crece en ti. (…) El hombre interior adelanta en relación a Dios y Dios parece que crece en él y él se disminuye cayendo de su gloria y levantándose en la gloria de Dios”. 

El Fundador del Opus Dei continúa su exégesis con estas palabras (“Es Cristo que pasa”, n. 58): “Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui, hace falta que El crezca y que yo disminuya”.

Con estas palabras, la liturgia del tiempo de Navidad nos invita a la nueva mudanza, concretada en una humildad más profunda. Pidámosla al Señor: “Danos la humildad, ayúdanos a rechazar la soberbia”. Todavía estamos en Navidad, y esta virtud es una de las más claras enseñanzas de este tiempo. "En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!".

San Josemaría explicaba que se trata de vivir una “humildad sin caricatura”: no es ir sucios, ni abandonados, “mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad”. Y también la comparaba con la sal, que condimenta todos los alimentos. Así, la humildad hace virtuosos los actos humanos. Evita que la atención se vuelque sobre nuestro yo, sobre los efectos de nuestras acciones. Nos ayuda a arrancar de raíz la vanidad y el orgullo.  Si queréis ser felices, sed humildes; rechazad las insinuaciones mentirosas del demonio, cuando os sugiere que sois admirables (…). El que es humilde no lo sabe, y se cree soberbio. Y el que es soberbio, vanidoso, necio, se considera algo excelente. Tiene poco arreglo, mientras no se desmorone y se vea en el suelo, y aun allí puede continuar con aires de grandeza. También por eso necesitamos la dirección espiritual; desde lejos contemplan bien lo que somos: como mucho, piedras para emplearlas abajo, en los cimientos; no la que irá en la clave del arco”.

Con esta última alusión encontramos un acto en el que es importantísima la humildad: la dirección espiritual. Para preparar ese medio de formación, acudamos al Señor pidiéndole que nos aumente esa virtud, para conocernos mejor al momento del examen; para ser muy sinceros durante la conversación con quien dirige nuestra alma y luego, para ser muy dóciles a la hora de llevar a la práctica los consejos que nos han dado.

Humildad y conocimiento propio. Para el examen de conciencia, es muy importante  huir de las disculpas, de las justificaciones. Así lo resumía Epicteto: “El que revisa su vida, recuerda sus fracasos y culpa a los demás es un inmaduro. El que recuerda sus fracasos y se culpa a sí mismo está en el camino de la madurez. El que recuerda sus fracasos, los reconoce y no culpa a nadie, ése es un verdadero ser humano, una persona perfecta” (en el sentido de completa, terminada, cumplida)" (citado por García-Valdecasas en "El árbol de las verdades", p. 151).

Humildad y sinceridad. San Josemaría hablaba del “demonio mudo”, de tener secretos con el diablo, una situación absurda para un alma que quiere ser santa. Siempre se ha dicho que el demonio quita la vergüenza para pecar y la devuelve para la sinceridad. Conviene que Él crezca y que yo disminuya, dice Juan Bautista. Esta es una manera de llevar a la práctica el lema de nuestra meditación de hoy: que disminuya nuestro prestigio delante del director. Que nos conozca como somos, siendo sinceros incluso “antes”: contar hasta las tentaciones. Decir primero lo que más nos cuesta (visto desde fuera, puede ser una bobada).  Esta humildad también se concreta en la puntualidad para asistir a ese medio de formación y a la Confesión sacramental. Nuestro Padre lo resumía en una petición: “Madre mía: a estos hijos míos y a mí, danos el don bendito de la humildad en la lucha, que nos hará sinceros”.

Humildad y docilidad. Por eso decía nuestro Padre en el Colegio Romano que la primera condición para la formación es la humildad, ponerse en manos de quien dirige nuestra alma como el barro en manos del alfarero, como la cera que se deja  moldear, como María, Sede de la Sabiduría y Esclava del Señor. La clave para ser buenos instrumentos, decía, son: «vida interior. Estudio. Práctica de las cosas que aquí aprendéis. Y después, hijos míos, humildad». Reconocer nuestra nada, hijos, nos hace eficaces, nos llena de alegría. Pauper servus et humilis! Soy, Señor, una pobre criatura, llena de miseria, de pequeñez; tantas veces juguete de la soberbia, de la sensualidad. Aun así, Dios te ha escogido, sabiendo cómo eras, sabiendo que podías llegar a ser un instrumento de maravilla.

El Papa comentaba que las palabras del Bautista que estamos considerando “constituyen un programa para todo cristiano. Dejar que el "yo" de Cristo ocupe el lugar de nuestro "yo" fue de modo ejemplar el anhelo de san Pablo, quien escribió de sí mismo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). Antes que él y que cualquier otro santo vivió esta realidad María santísima, que guardó en su corazón las palabras de su Hijo Jesús. Ella, con su Corazón de Madre, sigue velando con tierna solicitud por todos nosotros. Que su intercesión nos obtenga ser siempre fieles a la vocación cristiana.

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