Se acerca la Navidad, y la liturgia pone a nuestra consideración un acontecimiento que sucedió poco tiempo después de que el ángel anunciara a María la concepción virginal del Hijo de Dios. En aquella ocasión, San Gabriel le dio un signo a Nuestra Señora con el fin de confirmar que para Dios nada es imposible: “ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes”. María ve en aquellas palabras un compromiso de ayudar a su prima y, sin ninguna dilación, emprende el camino hacia Aim Karem, a unos tres días de viaje, probablemente con la compañía de José.
En el episodio de la visitación, Lucas señala dos eventos: en primer lugar, el saludo de las dos madres, con la exclamación de Isabel que recordamos cada día al rezar el Ave María: “bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Después, el evangelista transmite el himno del Magnificat, que es una alabanza de la Virgen al poder misericordioso de Dios: —Proclama mi alma las grandezas del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo.
Después de esta primera parte, en que la Virgen agradece al Señor una vocación de la que ella se considera indigna, comenta la irradiación de esa obra en toda la humanidad: su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre.
En este día tan cercano a la Navidad, la primera lectura muestra la analogía que tiene este himno de María con el canto de Ana, mujer pobre y oprimida del Antiguo Testamento, que agradece a Dios por haberle dado a su hijo Samuel. En ambos casos la Escritura enseña que el Señor muestra su preferencia por los pobres y oprimidos, como se manifestará también en Jesús y en los discípulos.
Juan Pablo II aconsejaba meditar con frecuencia estas palabras, pues en ellas «se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre» (RMa. 36). Entre los rasgos de ese retrato de nuestra Madre que recrea el Magnificat sobresale una virtud: la humildad de María, que se ha reconocido esclava del Señor y, en este himno, “se muestra santamente transformada, en su corazón purísimo, ante la humildad de Dios” (San Josemaría, Amigos de Dios, 95).
Y es que, como escribe el Prelado del Opus Dei, “la grandeza verdadera del hombre se cimenta y se entrelaza con la humildad, entendida esta virtud como percepción diáfana de la propia indigencia y de la propia limitación. La humildad inclina a la persona a aceptar dones más altos de los que ya posee; a no cerrarse ni conformarse con lo que puede alcanzar por sí misma; a excluir la tendencia a pensar sólo en lo que individualmente le conviene, y a mirar lo que necesitan los otros. La grandeza de la criatura inicia con su humildad y se consuma por la fe en Dios, que lo levanta de la simple condición de hijo de hombre a la nueva de hijo de Dios en Cristo” (Eucaristía y vida cristiana, p. 23).
Cuenta el psicólogo C.G. Jung que todos los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de algo que podía llamarse "ausencia de humildad" y que no se curaban hasta que no lograban una actitud de respeto por una realidad más grande que ellos, es decir, hasta que no adquirían una actitud de humildad (cit. por R. Cantalamessa). Humildad que es también olvido de sí: una persona que trabajó como intérprete del Cardenal Ratzinger en una visita a España, cuenta que, cuando le preguntaron por el «perfil humano» del prelado alemán, por sus aficiones, sus gustos, su plato favorito... se había dado cuenta de que en aquellos cuatro días había hablado muy poco de sí.
Se ve que el Papa había aprendido en esa escuela de humildad que es el ejemplo de María. Por eso proclama un encendido elogio de esta virtud mariana en su primera encíclica: con el Magnificat, María “expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor. Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios (…). Sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Deus Caritas Est, 41).
Como escribe San Josemaría, “el canto humilde y gozoso de María, en el «Magnificat», nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben nada (Forja, 608). Cuando nos quedan tan pocos días para celebrar el nacimiento de su Hijo, podemos terminar nuestra oración acudiendo a la Virgen con esta oración: ¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo (San Josemaría, Camino, 95).
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