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El pesebre y la Cruz


Un día antes de celebrar la Navidad, seguimos considerando los prolegómenos que Lucas relata antes de narrar el nacimiento de Jesús en Belén. Después de las escenas de la visitación y del canto del Magnificat, en las que contemplábamos a María como ejemplo de servicio y de humildad, la atención recae en la imposición del nombre a Juan el Bautista: a Isabel le llegó el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo: —De ninguna manera, sino que se llamará Juan. 
Se trata de un pasaje lleno de alegría, pues el pueblo ve que el Señor ha cumplido sus promesas. Como había dicho el ángel, para Dios no hay nada imposible. La ceremonia expresa que Juan forma parte del pueblo hebreo, como también lo hará Jesús más adelante. Vemos a Isabel como ejemplo de obediencia a la voluntad de Dios. No llama al niño Zacarías, sino Juan, que significa “el Señor es favorable, ha hecho gracia” (San Beda dirá que se refiere a la gracia que trae Jesús).
Y le dijeron: —No hay nadie en tu familia que tenga este nombre. Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea. Como premio a la obediencia, el padre recobra el habla y bendice a Dios. San Ambrosio comenta que con razón se desató su lengua, porque, atada por la incredulidad, fue desatada por la fe.  
Y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: — ¿Qué va a ser, entonces, este niño? Porque la mano del Señor estaba con él. Todos quedan seguros de que algo grande se está fraguando en este hogar. Jesús dirá que Juan cumple la profecía de Malaquías (3,1-4.23.24), que leímos en la primera lectura, sobre la llegada de Elías para anunciar el día del Señor. Por eso, el salmo invita a prepararse, como hicieron aquellos contemporáneos de Juan, pues ya está muy cerca nuestra liberación.
San Lucas es un gran escritor y pone dos paralelos: la anunciación a Zacarías sobre la concepción de Juan, se relaciona con la anunciación a María sobre la concepción de Jesús; el nacimiento y circuncisión de Juan también tendrán su correlato después del nacimiento de Jesús. En esta segunda comparación vemos una diferencia: mientras el ambiente de la imposición del nombre de Juan es festivo (sus vecinos y parientes oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado y se congratulaban con ella), el de Jesús será pobre y casi solitario (lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento).
El pesebre de Belén nos hace ver que la Encarnación de Jesucristo conlleva desde el comienzo frío, pobreza y dolor como precio de nuestra redención. Lo expresan gráficamente algunas pinturas que muestran al Niño apoyado sobre una cruz, o algunos villancicos, como aquel que tanto gustaba a San Josemaría: “Mi Padre es del Cielo, mi Madre también, yo bajé a la tierra para padecer”.
De hecho, parte de la misión precursora de Juan es mostrar su primo a los discípulos precisamente como “el Cordero de Dios”, que en el contexto religioso judío significaba que Jesús era aquél que se inmolaría en rescate por nuestros pecados. Pero Juan prepara el camino del Señor –como debemos hacerlo nosotros en estos días de Adviento- no solo con palabras, sino también con su vida austera. Como dice San Juan Crisóstomo: "Si Juan, siendo tan santo, vivió entregado a una vida tan áspera, lejos de todo lujo y placer... ¿qué defensa habrá en nosotros que, después de tanta misericordia de Dios y tan grande carga de nuestros pecados, no mostramos ni la mínima parte de la penitencia del Bautista?... Apartémonos de la vida muelle y relajada”.
La vida penitente de Juan, unida al sufrimiento de Jesús, María y José, nos deben mover, en este penúltimo día de la Novena que prepara el nacimiento del Señor, a acoger en nuestras vidas la Cruz de Jesucristo. Pidámosle al Niño que aleje de nuestro corazón el miedo al sufrimiento, que nos dé la gracia de recibir, como venidas de sus manos amorosas, las pequeñas o grandes contradicciones de la existencia. Como decía San Josemaría, “lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santifica­mos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia (Amigos de Dios, 216). Así vivió, por ejemplo, Juan Pablo II. Contaba don Álvaro del Portillo que había visitado al Santo Padre en el hospital en 1982,  después del atentado. Allí lo encontró, rezando a la Virgen. Como tenía mucha fiebre, rezaba escuchando un cassette que le habían enviado desde Villa Tevere para practicar el castellano. Mons. Del Portillo le comentó a Juan Pablo ll que el Santo Padre no había recibido un atentado, sino una caricia de la Virgen. El Papa le respondió inmediatamente: -yo pienso lo mismo.
La homilía de San Josemaría sobre la Navidad se llama “El triunfo de Cristo en la humildad”. Y el autor explica que esta humildad se manifiesta en el esfuerzo por cumplir la voluntad de Dios, aunque cueste, como le costó a Jesús: “No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. El ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis (Fil 2,8-9), hasta la muerte y muerte de la cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya (San Agustín).
Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida —como tú, Señor, usque ad mortem—, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres. Aprendamos a obedecer, aprendamos a servir: no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor" (Es Cristo que pasa, n. 19).
Vayamos sacando propósitos concretos para imitar la entrega de Cristo desde el pesebre hasta la Cruz, para cumplir la voluntad de Dios en las grandes exigencias, pero también en las pequeñas peticiones que nos hace cada día: en la vida familiar, especialmente durante estos días de vacaciones, procuremos imitar el espíritu de servicio que impregnaría el hogar de Jesús, María y José; en el trabajo diario, esforcémonos por poner las últimas piedras, por acabar procurando poner un broche de oro a lo que tenemos entre manos, para ofrecerlo al Niño como un presente de los que le llevaban los pastores. También podemos imitar el espíritu de pobreza y desprendimiento de Jesús Niño, uniéndonos al sufrimiento de tantas personas afectadas por el invierno y las inundaciones con nuestros sacrificios y mortificaciones, además de la limosna concreta o la ayuda a iniciativas de caridad.  
En el libro “Luz del mundo”, Benedicto XVI aplica el valor redentor del sufrimiento de Cristo a los padecimientos contemporáneos de la Iglesia: “Cristo no sufrió en virtud de cualesquiera causas fortuitas, sino que realmente recogió en sus manos la historia de los hombres. Su dolor no es para nosotros una mera fórmula teológica. Verlo y después dejarnos llevar por Él a su lado y no al lado contrario es un acto existencial. En el viacrucis nos percatamos de que sufre realmente por nosotros. Él ha asumido también mi causa. Ahora me atrae a sí viniendo a mí en la hondura de mí mismo y elevándome hacia sí” (pp. 49-50).
Volvamos de nuevo al pesebre. Contemplemos a Jesús pobre, solo, sin llamar la atención. Dirijámonos al Niño con la penúltima antífona navideña: “Rey de las naciones, Emmanuel preclaro, de Israel anhelo, pastor del rebaño… ven a salvarnos, Señor, Dios nuestro”, ayúdanos a acompañarte. Y pidámosle a su Madre que nos alcance la gracia de perseverar como Ella, como José, al lado de su Hijo hasta la Cruz, que es “signo y garantía de victoria en la lucha por la santidad, y es el único lugar donde encontraremos el resplandor de la  verdad, el descanso en la fatiga, la alegría en nuestro caminar. Y no sólo lue­go, en la bienaventuranza eterna, sino ya ahora, en el momento presente (Echevarría), en estos días de Navidad.

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