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2 de octubre: la vocación de San Josemaría


 Celebramos hoy el aniversario de la Fundación del Opus Dei. Hace 82 años, un joven sacerdote estaba haciendo su retiro espiritual en una residencia sacerdotal de Madrid. Había llevado, entre los elementos para meditar, una serie de papeles que había ido escribiendo durante los últimos años, en los que apuntaba las luces que el Señor le iba dando en su oración y también sus respuestas: eran una exteriorización de su diálogo con Dios.
La historia de su llamada al sacerdocio se remonta varios años atrás: “Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor”, recordaría hacia el final de su vida. 
En otra ocasión predicaba: “El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia”.
Para aprender a ser buenos cristianos, es muy recomendable leer biografías de santos. Descubriremos que algunos son muy cercanos a nosotros. Por eso, los últimos Papas han procurado promover que haya muchas vidas ejemplares que nos sirvan como modelos. Uno de los momentos más entrañables en la vida de esos santos es el de su vocación.
Sobre la llamada de Josemaría Escrivá tenemos varios relatos, que nos ayudan a hacernos una idea clara y quizá nos sirvan para preguntarnos cuál es nuestra vocación, qué espera el Señor de nosotros y cómo será nuestra respuesta. La juventud es una época para plantearse grandes ideales: el corazón me pedía algo grande y que fuese amor.
Hace pocos días, el Papa decía a un grupo de jóvenes en Inglaterra: “Dios quiere vuestra amistad. Y cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en la vida empieza a cambiar. A medida que lo vais conociendo mejor, percibís el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en vuestra propia vida. Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño, y deseáis evitar caer en esas trampas. Empezáis a sentir compasión por la gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. Queréis prestar ayuda a los pobres y hambrientos, consolar a los tristes, deseáis ser amables y generosos. Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en camino hacia la santidad”.
Probablemente a nosotros también el corazón nos pide algo grande y que sea amor. Por algo estamos compartiendo estos momentos… Llevamos un tiempo, más o menos largo, tratando de ser amigos de Dios y esta actitud ha cambiado –en mayor o menor medida- nuestra vida. Podemos decir que, a pesar de nuestras limitaciones, también esperamos estar en camino hacia la santidad. Aunque quizá todavía nos falta camino por recorrer hasta llegar a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia.
Pero volvamos a meditar en la vocación de San Josemaría: su décimo sexto cumpleaños estuvo más invernal que nunca: con nieves y temperaturas de hasta 16o C bajo cero y varios muertos por hipotermia. Cuenta su biógrafo que “una mañana de esas vacaciones navideñas vio en la calle las huellas que habían dejado en la nieve unos pies descalzos. Se paró a examinar con curiosidad la blanca impronta marcada por la pisada desnuda de un fraile y, conmovido en la raíz del alma, se preguntó: Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?” De un hecho tan sencillo -aunque heroico-, el Señor se sirvió para hacerle ver que esperaba mucho de él, aún adolescente. Después de meditarlo y pedir consejo, decidió hacerse sacerdote.
Sin embargo, Dios le hacía ver que aquella decisión no concluía su llamada. Que ingresaba al Seminario para “algo más”. Y así llegamos al 2 de octubre de 1928, al retiro de aquel sacerdote con tres años de ordenado. Él mismo nos cuenta que, después de la Misa, “recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática- di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles”.
El mismo biógrafo nos cuenta que “fueron unos instantes de indescriptible grandeza. Ante su vista, dentro del alma, aquel sacerdote en oración vio desplegado el panorama histórico de la redención humana, iluminado por el Amor de Dios. En ese momento, de manera indecible, captó el meollo divino de la excelsa vocación del cristiano, que, en medio de sus tareas terrenales, era llamado a la santificación de su persona y de su trabajo”.
Esta es la clave de nuestra celebración de hoy: hace 82 años, quiso el Señor recordar a esta sociedad postmoderna que estamos llamados a santificarnos y a santificar las realidades en que nos movemos. Con esas campanadas recordaba la predicación de Jesucristo: Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" (Camino, n. 291).
Esa doctrina se había ido difuminando hasta llegar a pensar que, si alguien sentía que Dios le llamaba, su único destino posible era el convento. Los demás, los que nos quedábamos en la calle, teníamos una vocación de segunda categoría. “A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria —el trabajo profesional— y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia”. Hoy le damos gracias al Señor por este descubrimiento y le pedimos su ayuda para llevarlo a la práctica: a nuestro trabajo, a nuestra familia, a nuestra labor cotidiana.
En una Carta a sus hijos del Opus Dei, San Josemaría explica que la vida interior, el trato con Dios, no se realiza a pesar del trabajo sino en medio de él: «Donde quiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos —en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar—, nos encontramos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo —personas, cosas, tareas— nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor”.
El último aspecto que podemos considerar es que “con esa luz vio la esencia de la Obra, destinada a promover el designio divino de la llamada universal a la santidad. (…) Con inmenso pasmo, entendió, en el centro de su alma, que dicha iluminación no sólo era respuesta a sus peticiones, sino también la invitación a aceptar un encargo divino” (Vázquez de Prada A. El Fundador del Opus Dei). Fue una “iluminación”, pero también una misión. La respuesta fue generosísima: arrodillarse y comenzar a trabajar para cumplir la voluntad divina.
Pidamos al Señor que nosotros seamos igual de generosos. Que se cumplan en nuestra vida las palabras de Benedicto XVI: “Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. (…) La verdadera felicidad se encuentra en Dios, (…) no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales. Sólo él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón”.
Podemos concluir con la oración para la devoción a San Josemaría: “Oh Dios (...) haz que yo sepa también convertir todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir con alegría y con sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor”.

Comentarios

  1. Gracias al Señor. Porque sin merecerlo me puso en el camino de la Obra.

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