Después
de la parábola del rico necio, el Señor concluye su discurso insistiendo en la necesidad
de poner el corazón en el Reino de Dios, no en los bienes materiales: No temas,
pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros
bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable
en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Lc 12,32-34).
Una
señal clara de que ansiamos el Reino como el mayor don de Dios, de que tenemos
puesto en él nuestro corazón, es que estamos vigilantes y preparados para la venida
del Señor. Este es el anuncio del Evangelio que empezamos a considerar ahora. En
primer lugar, Jesús invita a estar vigilantes predicando la parábola de los siervos
del señor que vuelve de nupcias: Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las
lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de
la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes
el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los
hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la segunda
vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos.
Tener
las cinturas ceñidas recuerda el gesto de los hebreos en la noche pascual, antes
de salir hacia el desierto: significa la disposición para emprender el camino. Lo
mismo sucede con la figura de las lámparas encendidas, que rememora
la fiesta del matrimonio, cuando la novia esperaba con sus
amigas a que llegara el prometido para recogerla. También trae a la imaginación la parábola de las vírgenes prudentes: se trata de esperar en vela, vigilantes,
prestos a la voz del Señor cuando nos llame.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón,
velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa. Lo mismo vosotros, estad preparados,
porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre (Lc 12,35-40). En el contexto de la espera de la segunda venida de Cristo, recordemos
la lección de san Pablo a los tesalonicenses (a quienes
tuvo que escribirles una segunda carta, amonestándolos porque se habían entregado
a la vida cómoda, cuando entendieron que la llegada del Señor era inminente). Ahora, Jesús recuerda el deber de estar en vela, como los sirvientes
vigilan preparados para el momento de la llegada de su amo.
Esta
expectación es característica del cristianismo y debemos preguntarnos si vivimos
con esa perspectiva de la vida eterna como lo verdaderamente importante o si, como
el rico necio o como el joven rico, nos dejamos contaminar por creer que nuestras
posesiones, nuestros talentos, las virtudes que hemos fomentado, nos sostendrán
por siempre. Si así fuera, aprovechemos este rato de oración para pedirle al Señor:
sé Tú quien nos dé la fuerza para ser fieles, para aguardar con las cinturas ceñidas
y con las lámparas encendidas.
Fiel
a su estilo gráfico, el Señor concluye su enseñanza: ¿Quién es el administrador
fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que reparta
la ración de alimento a sus horas? Bienaventurado aquel criado a quien su señor,
al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os digo que lo pondrá al frente
de todos sus bienes (Lc 12,41-48).
La parábola del administrador nos presenta las virtudes que Dios espera de
nosotros: quieres, Señor, que seamos buenos administradores, fieles y prudentes,
laboriosos, previsores, obedientes y responsables.
Pero si aquel criado dijere para sus adentros: «Mi señor tarda en llegar», y empieza
a pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor
de ese criado el día que no espera y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor,
y le hará compartir la suerte de los que no son fieles.
La
vigilancia que Tú, Señor, nos pides se concreta, en primer lugar, en la fidelidad.
En la situación actual, esta virtud parece que estuviera en crisis. Aparentemente
es muy difícil, o casi imposible, comprometerse para toda la vida. Y, sin embargo,
Tú, Señor, no dejas de ser fiel. Y esperas que también nosotros lo seamos, que
vivamos sin doble vida: sin importar los cambios de ánimo,
la situación de salud, económica o familiar. Esperas nuestro compromiso de administradores leales, como tantas almas entregadas a Ti, numerosos
matrimonios cristianos, y todos los santos del Cielo, que fueron fieles a tu Hijo,
algunos incluso padeciendo martirio.
Viene
a la mente la figura de la Beata Teresa de Calcuta, de quien se supo que padeció
«la noche oscura del alma», situación por la que han pasado muchos
santos, que consiste en perder toda motivación en su relación con Dios, y en sufrir
para ser fieles al llamado. Cuando se supo esto, algunos reaccionaron con sorpresa.
El postulador de su causa de beatificación respondió que veía, en la actitud de
la Madre Teresa, un antídoto frente al sentimentalismo de nuestra cultura: «La tendencia en nuestra vida espiritual, y también en la actitud más
general respecto al amor, es que lo que cuenta son nuestros sentimientos. Si así
fuera, la totalidad del amor sería lo que sentimos. Pero el amor auténtico a alguien
requiere compromiso, fidelidad y vulnerabilidad. La Madre Teresa no “sentía” el
amor de Cristo, y podría haber cortado. Pero se levantaba a las 4.30 cada mañana
por Jesús, y era capaz de escribirle: “Tu felicidad es lo único que quiero”. Este
es un poderoso ejemplo, incluso en términos no puramente religiosos». Y concluía el P. P. Kolodiejchuk (2009) que esta actitud puede indicar
también a otras personas cómo sobrellevar los momentos de oscuridad o de crisis
espiritual, a lo largo de una vida no fácil, al servicio de los demás.
Continuemos
con la parábola: el criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara
ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla,
ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que mucho se le dio, mucho se
le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá. El amor auténtico
requiere compromiso, fidelidad. Por eso el Señor habla de vigilar como administradores
fieles y prudentes. San Josemaría explicaba que la labor formativa de la juventud
consiste en «enseñarles
a luchar».
Nunca es tarde para aprender, pero esa época es el mejor momento para adquirir hábitos.
Y el resto de la vida, ¡a esforzarse por consolidarlos!
En eso consiste la vigilancia de la que habla el Evangelio.
Para
quien procura ser un buen cristiano, las caídas aparatosas, inesperadas y sorpresivas
no son lo corriente. No es ése el modo de actuar del demonio: más bien intenta llevar
a las almas por una pendiente resbaladiza, para que descuiden su lucha, su vigilancia.
Un día, retrasamos la oración porque estamos un poco indispuestos; otro, porque
tenemos muchos quehaceres; al siguiente, porque necesitamos ese tiempo para el apostolado
(¡!) y, cuando menos pensamos, comenzamos a ceder en puntos de mayor envergadura.
Se nos hacen cuesta arriba las prácticas que antes vivíamos con gusto —aunque
costaran—, y las pasiones (la soberbia y la impureza, por ejemplo) aparecen con
insidia renovada. Resurgen de nuevo los respetos humanos y las justificaciones:
«tampoco hay que ser fanáticos», «no se trata de ir muy rápido», etc.
Por
eso el Señor nos invita a la vigilancia, a cuidar la lucha en lo pequeño —que no
se acabe el aceite en la alcuza—, para que después no caigamos en lo grande: «Mucho duele
al Señor la inconsciencia de tantos y de tantas, que no se esfuerzan en evitar los
pecados veniales deliberados. ¡Es lo normal —piensan y se justifican—, porque en
esos tropiezos caemos todos! Óyeme bien: también la mayoría de aquella chusma, que
condenó a Cristo y le dio muerte, empezó sólo por gritar —¡como los otros!—, por
acudir al Huerto de los Olivos —¡con los demás!—,... Al final, empujados también
por lo que hacían “todos”, no supieron o no quisieron echarse atrás..., ¡y crucificaron
a Jesús! —Ahora, al cabo de veinte siglos, no hemos aprendido» (S, 139).
En
el pasaje que contemplamos aparecen unas virtudes que nos ayudan a concretar la
fidelidad que pedimos
al Señor en este rato de oración: los administradores fieles
y prudentes son aquellos que se esfuerzan por ser laboriosos, previsores, obedientes
y responsables; son aquellos que dan la ración
adecuada a la hora debida, a los que su
señor, al llegar, lo encuentre portándose así. Laboriosidad: una virtud que
debería caracterizarnos a los que tenemos el trabajo ordinario como medio de santificación.
Dar la ración a la hora adecuada: hacer
lo que se debe —hoy, ahora— y estar en lo que se hace. No dilatar
los plazos. No dejar las cosas para después. No distraernos —evitar la tentación
de «navegar» en internet mientras trabajamos—, hacer rendir el tiempo: «Una hora
de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración» (C, 335).
El
papa Francisco cuenta que su padre lo mandó a trabajar en una fábrica de medias,
siendo apenas un adolescente. Más adelante consiguió puesto en un laboratorio por
las mañanas, mientras estudiaba por las tardes. Y hace el siguiente balance: «Le agradezco tanto a mi padre que me haya mandado a trabajar. El trabajo
fue una de las cosas que mejor me hizo en la vida y, particularmente, en el laboratorio
aprendí lo bueno y lo malo de toda tarea humana». Con tono
de nostalgia, agrega: «Allí tuve una jefa extraordinaria (...). La quería mucho. Recuerdo que
cuando le entregaba un análisis, me decía: “Ché… ¡qué rápido que lo hiciste!”. Y,
enseguida, me preguntaba: “¿Pero este dosaje
lo hiciste o no?”. Entonces, yo le respondía que para qué lo iba a hacer si, después
de todos los dosajes de más arriba, ése
debía dar más o menos así. “No, hay que hacer las cosas bien”, me reprendía. En
definitiva, me enseñaba la seriedad del trabajo. Realmente, le debo mucho a esa
gran mujer» (Rubin y Ambrogetti, 2013, p.34).
La
última virtud que el Señor pone en la caracterización del administrador fiel y prudente
es que conoce la voluntad de su amo, es previsor y obedece. No se contraponen la
creatividad y la obediencia. Es más, para obedecer hace falta iniciativa, pues esta
virtud requiere hacer propia la voluntad del que manda. ¡Qué mala prensa tiene hoy
día la obediencia! Y resulta que Jesús la alaba como una característica importante
de la fidelidad. Y nos da ejemplo. San Pablo resumía la actitud del Señor con estas
palabras: Jesucristo fue obediente hasta la
muerte y muerte de cruz.
Acudamos
a nuestra Madre María, Virgen fiel, para que ella nos alcance la prudencia, la laboriosidad
y la obediencia que permitan decir al Señor, cuando nos tenga que juzgar: Bien,
siervo bueno y fiel, ¡entra en el Reino de tu Señor!
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