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Vocación a la santidad

Celebramos hoy la fiesta de San Josemaría Escrivá, conocido por recordar en el siglo XX la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria. Ese mensaje sigue siendo llamativo: para algunos, simplemente se trata de un mensaje “provocativamente pasado de moda”. Para otros, suena a exigencia descarnada o utópica; éstos ven la santidad como una meta inalcanzable, solo a la mano de unos pocos privilegiados –monjas, curas, frailes exóticos-, nada que ver con ellos.

Les ocurre a estas personas como a los niños rusos, de los que dice Tatiana Goritcheva que, cuando les preguntaban: “¿Qué son los santos?” respondían: -Son unos señores calvos a los que les hacen estatuas”. En esta misma línea, alguna persona con un poco más de experiencia lo verá como un objetivo maravilloso, pero difícil de conseguir a la vista de la propia debilidad.

Sin embargo, el Señor quiso recordar ese mensaje en pleno siglo XX y no solo con la predicación de San Josemaría. De alguna manera, es uno de los frutos más sabrosos del Concilio Vaticano II: “todos los fieles, de cualquier edad y condición, están llamados a la plenitud de la caridad”.

Vocación universal a la santidad. Podemos detenernos en cada una de esos conceptos, que nos ayudarán a aprovechar más la fiesta de hoy. En primer lugar, “vocación”. Llamada. Quiere decir que no somos nosotros quienes nos lo proponemos, porque seamos grandes, fuertes, bellos o aventureros. Es el Señor quien llama: “no me habéis elegido vosotros, fui yo mismo quien os eligió”.

Aquí aparece una primera respuesta a las objeciones que veíamos al comienzo. Quien piensa que ser santo es un objetivo personal, que uno se propone como quien decide ser campeón mundial de un deporte o premio Nobel de Literatura, está muy equivocado. Y más temprano que tarde acaba por darse cuenta de la propia incapacidad. Pero si se trata de responder a una llamada divina, el tema cambia: la iniciativa no es del limitado ser humano, sino del Dios todopoderoso. Lo vemos en las lecturas del domingo XIII (Ciclo C): en la vocación de Eliseo, es Dios quien se adelanta. De la persona llamada solo se espera una respuesta generosa: “Eliseo se levantó, siguió a Elías y fue su servidor” (1 Re 19,16-21).

La primera idea de esta meditación es que la llamada a la santidad es un don, un regalo inmerecido. Esta verdad nos llena de esperanza, pues no depende solamente de nuestras capacidades, sino de la gracia de Dios. Cuando sintamos que somos como Pablo, poseedores de un “cuerpo de muerte” que se opone a las realidades más altas, debemos escuchar como dirigidas a nosotros las palabras que él escuchó para confirmarlo en su vocación: “Te basta mi gracia, sé fiel y vencerás”.

Don y misterio. Así llamó Juan Pablo II el libro autobiográfico sobre su propia vocación. Por eso, enseñaba San Josemaría que “No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante por estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o desertamos de esas batallas divinas. A todos invita el Señor para que se santifiquen en su propio estado”.

2. De esta manera, entramos en la segunda parte de la expresión que estamos meditando: llamada universal a la santidad: “Sed santos como vuestro Padre celestial”. Señor: te damos gracias por la llamada y por confiar en nosotros, que somos tan poca cosa. Sin embargo, Tú que nos conoces mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos, nos pones metas altas, nos indicas el modelo en la vida de tu Hijo. En eso consiste la santidad: en identificarnos con Jesús, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Por eso es que el Evangelio y el Crucifijo son las armas de los discípulos de Cristo: ahí está el norte, como la brújula para el camino.

Santidad universal: A todos invita el Señor para que se santifiquen en su propio estado. Ahí radica la novedad de la predicación de San Josemaría: en dirigir ese mensaje a todos: "Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa (…) que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio”.

En algunas novelas figura la historia del mendigo que, de la noche a la mañana, descubre que es el príncipe heredero. Quizá a nosotros nos pasó lo mismo la primera vez que escuchamos esta doctrina. Y hoy puede ser un buen día para retomarlo con la misma ilusión: el Señor no llama solo a los grandes genios de la humanidad; para ser santos no hace falta tener especiales iluminaciones místicas ni deseos de abandonar el mundo. Todo lo contrario: a todos invita el Señor para que se santifiquen en su propio estado. De todos espera Amor.

Llamada universal. Los teólogos distinguen ese universalismo: santidad subjetiva, como venimos meditando, se refiere a todas las personas. Y santidad objetiva: todas las realidades humanas nobles son santificables: De todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio.

Qué maravilla, Señor, saber que para seguirte no debo abandonar esa vocación humana que Tú mismo pusiste en mi corazón: la medicina, la ingeniería, el derecho… Ni tantas ilusiones que me han ayudado a encontrarte en mi vida: la música, la poesía, el arte, la literatura, el deporte, la amistad…

3. Llamada universal… a la santidad. La vocación –que todos recibimos en el sacramento del Bautismo- implica por nuestra parte el compromiso, el esfuerzo, la tarea de comportarnos como el Señor espera. Este es el sentido de la frase que hemos meditado antes: “No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante por estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o desertamos de esas batallas divinas”.

La llamada es exigente. Lo vemos en el Evangelio del mismo domingo XIII (Lc 9,51-62): “Mientras iban de camino, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le dijo: «Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Dijo a otro: «Sígueme». Y él respondió: «Señor, déjame antes ir a enterrar a mi padre». Y le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ven a anunciar el reino de Dios». Un tercero dijo a Jesús: «Yo te seguiré, Señor, pero permíteme que me despida antes de mi familia». Y Jesús le dijo: «El que pone la mano en el arado y mira atrás no es apto para el reino de Dios»”.

En nuestra vida ordinaria tenemos que vivir ese heroísmo en las pequeñas batallas de cada día: La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad —insisto— está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, seríamos unos soberbios (Forja, 312).

Hemos dicho que la santidad es identificarse con Cristo, que nos da su gracia para lograrlo. Pero Cristo dio su vida, murió en la Cruz. Se olvidó de sí mismo. A veces tenemos una idea edulcorada del cristianismo, como veíamos la semana pasada: algunos piensan que Jesús es un ambientalista, o un pacifista, pero poco más. Los mismos apóstoles se escandalizaron cuando Él les dijo que su mesianismo consistía en morir en la Cruz.



Ese mismo escándalo se repite hoy, y es el que hace tremendamente provocador al cristianismo para nuestra sociedad “líquida”, cómoda, aburguesada. Hace pocos meses, el Papa Benedicto XVI animaba a los jóvenes a tomarse en serio esta llamada a ser santos: “Queridos amigos, poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos. Seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente. Pero vale la pena: este es el camino de la verdadera realización personal y, por tanto, de la verdadera felicidad, pues con Cristo se experimenta que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20, 35). Por eso, os animo a tomar en serio el ideal de la santidad”.

Y continuaba citando a Léon Bloy, quien decía que "Hay una sola tristeza: no ser santos". El Papa concluía: “Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a vuestra ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo” (Homilía 17-V-2008).

3. Llamada universal a la santidad… en la vida ordinaria. En el trabajo cotidiano. Por eso, decía San Josemaría en Forja (n. 702): “Las tareas profesionales —también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden— son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera... —Para un cristiano, estas perspectivas se alargan y se amplían aún más, porque el trabajo —asumido por Cristo como realidad redimida y redentora— se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora”. Por esta razón, Juan Pablo II lo canonizó con el título de “el santo de lo ordinario”.

Acudimos a la Santísima Virgen María, para que nos ayude a formular propósitos, pequeños, bien definidos, que nos afiancen en el camino del seguimiento generoso de la llamada del Señor a ser santos en la vida cotidiana. De esa manera, se cumplirán en nuestras vidas las palabras con las que el Papa anima a la juventud de hoy: “Queridos jóvenes, dejaos implicar en la vida nueva que brota del encuentro con Cristo y podréis ser apóstoles de su paz en vuestras familias, entre vuestros amigos, en el seno de vuestras comunidades eclesiales y en los diversos ambientes en los que vivís y actuáis”.



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