Después del banquete en casa de Simón, cuenta San Lucas que el Señor se queda a solas con sus discípulos: “Jesús estaba orando en un lugar retirado y sus discípulos se encontraban con él”.
Oración de Jesús. El tercer Evangelio remarca esta faceta del Señor: antes de llamar a los apóstoles, pasó la noche en oración; antes de la Transfiguración, estaba haciendo oración; antes de los milagros, mira al Cielo y da gracias a Dios. En el pasaje de hoy –que otros evangelistas narran sin este contexto de oración- “Jesús estaba orando en un lugar retirado y sus discípulos se encontraban con él”.
“Aprended de mí”, había dicho el Maestro. Es como si hoy nos dijera: aprended de mí a ser almas de oración. El Papa lo enseña con mucha frecuencia: “ante todo, hay que cuidar la relación personal con Dios, con el Dios que se nos manifestó en Cristo. (…) La pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo personalmente cada vez más” (Discurso, 9-XI-2006). Una frase que hace recordar el principio que San Josemaría enseñaba a sus hijos espirituales para la labor de formación de la juventud: “Si no hacéis de los chicos hombres de oración, habéis perdido el tiempo”.
Y continúa el relato de Lucas con una singular encuesta: “les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le dijeron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los antiguos profetas resucitado»”. Le responden en continuación con el episodio de Simón el fariseo: la gente piensa que se trata de un gran profeta, quizá el mismo Elías, al que esperaban como precursor del Mesías, del Cristo de Dios. Algunos pensaban que era Juan Bautista resucitado, de quien el mismo Jesús dirá que cumple la profecía, que es el precursor.
Pero la encuesta no termina allí. Inesperadamente, Él les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?» Juan Pablo II comentaba estas palabras como dirigidas a nosotros mismos: para ti, ¿quién es Jesucristo? ¿Quién dices que soy yo? El Papa actual sugiere que esta pregunta exige una relación más íntima, que este interrogante del Señor se refiere “a quienes lo conocen "de primera mano", habiendo vivido con él, habiendo entrado realmente en su vida personalísima hasta convertirse en testigos de su oración, de su diálogo con el Padre. Así, es importante que tampoco nosotros nos limitemos a la superficialidad de tantos que escucharon algo acerca de él: que era una gran personalidad, etc..., sino que entremos en una relación personal para conocerlo realmente”.
Entrar en relación con Jesús, conocerlo realmente, exige comportarnos como buenos amigos suyos: cumplir sus indicaciones, esforzarnos por ser fieles a sus exigencias. Como Pedro, que ante la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?», tomó la palabra y respondió: «El Mesías de Dios».
En la tercera parte de esta escena, el Señor enseña a los discípulos en qué consiste su mesianismo: “Añadió que el hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley, ser matado y resucitar al tercer día”. Señor: ayúdanos a entender estas lecciones de tu amor y a comprender que el dolor, el sufrimiento, la cruz, son el camino de la identificación contigo.
“Y les decía a todos: «El que quiera venir en pos de mí niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, la salvará”. Éste es el camino para ser un buen cristiano, para tener una relación personal con el Señor, para ser almas de oración: tomar la cruz de cada día y negarse a sí mismo.
San Josemaría nos ayuda a concretar en qué consiste ese tomar la cruz cotidiana, que no es hacer penitencias ostentosas pero pasajeras, sino perseverar en pequeñas mortificaciones diarias, sacrificarse en “las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia”.
Como siempre, acudimos a nuestra Madre, que perseveró al pie de la cruz pero que también supo estar diariamente sufriendo con su Hijo por nuestra redención. Pidámosle que nos alcance del Señor la gracia necesaria para vivir el itinerario que Jesús nos propone: negarnos a nosotros mismos, tomar la Cruz cada día y seguirlo.
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