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Eucaristía y sacerdocio de Cristo



 Después de Pentecostés, fiesta con la que terminaba la Pascua, el ingreso al tiempo ordinario de la liturgia está marcado por la solemnidad de la Santísima Trinidad. Una semana más tarde, la Iglesia celebra otra fiesta grande que sintetiza la historia de la salvación: la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre santísimos de Cristo.

Con esta festividad se renueva la fe en la presencia del Señor en la Eucaristía, también en las especies consagradas que se reservan en el Sagrario después de la Misa. Además, es la fiesta del sacerdocio de Jesús. Hoy es un buen día para pensar por qué llamamos al Señor “Sumo y Eterno sacerdote”, en qué consiste su sacrificio, qué tipo de ofrendas hizo a Dios, por qué actuó de esa manera y cuáles eran su motivación última, de dónde sacaba la fuerza para realizar la liturgia de su sacrificio.

En la primera lectura (Gn 14,18-20) leemos la historia de Melquidesec, un hombre misterioso que ofrece a Abraham pan y vino, después de unas batallas que éste había sostenido para liberar a su sobrino Lot: “Melquisedec, rey de Salem, que era sacerdote del Dios Altísimo, ofreció pan y vino, y le bendijo diciendo: -Bendito sea Abrán por parte del Dios Altísimo, creador de cielo y tierra; y bendito sea el Dios Altísimo que puso a tus enemigos en tus manos. Y Abrán le dio el diezmo de todo”.

Se trata de un rey, aunque los nombres también tienen su simbolismo: “ciudad de la paz”, “rey de justicia”. Le ofrece pan y vino, una acción que tiene el significado de la hospitalidad y de la paz entre personas de dos tribus distintas: un permiso de visado, podríamos decir. Pero lo que llama la atención es que después de la acogida solidaria este rey bendice a Abrán y a Dios y recibe de su huésped el diezmo de todo.

El Catecismo (1333) enseña que la La Iglesia ve en en el gesto de este rey y sacerdote una prefiguración de su propia ofrenda. De hecho, así se reza en la Santa Misa: “Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec”.

El Salmo 109 anuncia que el Mesías forma parte de ese linaje, en una línea distinta a la del sacerdocio de Aarón y de Leví: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”.  A la manera de aquel hombre, como explicará la carta a los Hebreos: “vive para siempre, posee un sacerdocio perpetuo. Vive siempre para interceder por nosotros porque se ofreció de una vez para siempre él mismo” (Cf. Heb 7,23-28).

En el Evangelio de San Lucas (9, 10-17) vemos la realización de estas figuras del Antiguo Testamento: el sacerdote anunciado es Jesucristo, que da de comer a una multitud. Se trata del único milagro narrado a la vez por los cuatro evangelios: Cuando la gente se dio cuenta, le siguió. Y les acogió y les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que tenían necesidad.

Jesús les da, en primer lugar, el pan de la palabra. Sabe que andan como ovejas que no tienen pastor y, sin embargo, lo primero que les da es formación, estudio, ideas claras… Luego, acude en ayuda de los más necesitados: los enfermos, los hambrientos.

Empezaba a declinar el día, y se acercaron los doce para decirle: —Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto.

Da gusto ver la confianza con que los discípulos trataban a Jesús. Nos habla de la humildad del Señor, que les había permitido “manejar su agenda”, como vemos por la sencillez con que le indican la necesidad de despedir al gentío. También van aprendiendo a pensar en los demás, ¡cuánto habrá influido el ejemplo de María en Caná!

Él les dijo: —Dadles vosotros de comer. Pero ellos dijeron: —No tenemos más que cinco panes y dos peces, a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para todo este gentío –había unos cinco mil hombres. Entonces les dijo a sus discípulos: —Hacedlos sentar en grupos de cincuenta.  Así lo hicieron, y acomodaron a todos.

Karris explica que se trata de un nuevo encargo para los discípulos: alimentar con la Eucaristía al nuevo Israel. Resalta la dimensión que Lucas le da a las reuniones de Jesús con las personas, para comer: en el cap. 4, había mostrado un episodio de la comunión con los pecadores. Ahora, les da misión de alimentar a la creación hambrienta.

Señor: te damos gracias por estas escenas del Evangelio, que nos muestran hasta qué punto has querido confiar en nosotros como instrumentos de tu sacerdocio eterno. También hoy nos miras a tus discípulos y nos das la misma orden: Dadles vosotros de comer. Quizá nosotros, a la vista de nuestras miserias y limitaciones, también debemos responder como los doce: con nuestros pobres medios humanos, qué poco podremos hacer. Sin embargo, estamos dispuestos a ponernos en tus manos y a “hacer lo que Tú nos digas”, como aprendimos de María en Caná. Aunque no entendamos el sentido de tus mandatos, sabemos que obedeciendo a tus indicaciones seremos eficaces y fieles.

Así sucede con los discípulos. Sin tener prácticamente nada para ofrecer a aquella multitud inmensa, obedecen a la orden de hacerlos sentar en grupos de a cincuenta: Así lo hicieron, y acomodaron a todos.

Después de contar con la pobre colaboración humana, con la ayuda de aquellos doce y la obediencia de la multitud (tampoco se rebelan, ni ponen en duda la eficacia del mandato de sentarse en grupos: simplemente se sientan como indican los instrumentos del Señor), Jesús asume el protagonismo de esta meditación. Como Melquisedec en el Antiguo Testamento, Jesús  toma el pan y lo ofrece a sus invitados, que somos todas las personas a lo largo de los siglos.

Los gestos, las acciones, son similares –casi idénticas- a las de la última cena y a las de Emaús: “levantó los ojos, bendijo, partió, dio”... No hay duda de que Lucas está anticipando el sentido del sacerdocio de Cristo: su dimensión eucarística.

Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron hasta que todos quedaron satisfechos. Y de los trozos que sobraron, ellos recogieron doce cestos.

Lucas es el único que relaciona la multiplicación con el anuncio de la pasión, inmediatamente después. Esta es la otra dimensión del Sacerdocio de Cristo: su disponibilidad para el sacrificio. Pero no para ofrecer un holocausto extrínseco, de un becerro o de unas palomas. La ofrenda de Jesús es su propia vida, su cuerpo y su sangre que quedarán para siempre disponibles para sus discípulos en el Sacramento de la Eucaristía, como celebramos hoy.

El Catecismo (n. 1544) explica precisamente que “Melquisedec es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, que "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz”.

Esta doctrina es la que enseñarán los primeros cristianos, después de la Ascensión del Señor al Cielo. Así vemos en la segunda lectura (1 Co 11,23-26), en la que San Pablo hace una apología de la tradición que recibió y que a su vez él mismo transmite: “Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en conmemoración mía». Y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía». Porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga”.

Esta corriente trinitaria de amor por los hombres -enseña San Josemaría- se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo de Cristo ‑Corpus Christi‑ presente en todos los tabernáculos del mundo” (Es Cristo que pasa, n. 85).

Así lo explicó Benedicto XVI en la homilía de la Misa del Corpus del 2010, haciendo ver el papel del Espíritu Santo como el motivador principal del misterio eucarístico: “¿En qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos volver a partir de esas sencillas palabras que describen a Melquisedec: “ofreció pan y vino” (Gn 14,18). Y esto es lo que hizo Jesús en la Última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y a su propia misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan está todo el sentido del misterio de Cristo

La pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero lo ha llegado a ser de forma existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por encima de toda criatura, lo ha constituido Mediador universal de salvación (…).

Jesús anticipó su Sacrificio, un Sacrificio no ritual, sino personal. En la Última Cena Él actúa movido por ese "espíritu eterno" con el que se ofrecerá después sobre la Cruz (cfr Hb 9,14). Dando las gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. Es el amor divino que transforma: el amor con que Jesús acepta por anticipado darse completamente a sí mismo por nosotros.

Este amor no es otro que el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo Sacrificio que se realiza después de forma cruenta en la Cruz.

Podemos por tanto concluir que Cristo fue sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba lleno de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente “en la noche en que fue traicionado”, precisamente en la “hora de las tinieblas” (cfr Lc 22,53). Es esta fuerza divina, la misma que realizó la Encarnación del Verbo, la que transforma la extrema violencia y la extrema injusticia en un acto supremo de amor y de justicia.

Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y del ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos nutrimos de la misma Eucaristía, todos nos postramos a adorarLa, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. ¡Venid, exultemos con cantos de alegría! ¡Venid, adoremos!”

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