San Marcos explica, en el capítulo séptimo de su Evangelio, que los fariseos y todos los judíos nunca comen si no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los mayores; y cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos. Y le preguntaban los fariseos y los escribas: —¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los mayores, sino que comen el pan con manos impuras?
Se refieren a impureza (koinos) levítica. Más que “todos los judíos”, como dice aquí Marcos para explicar a sus destinatarios gentiles, se trata solo de algunos judíos, en concreto los fariseos, que promovían la extensión a los laicos de las reglas de pureza exigidas a los sacerdotes cuando celebraban el culto judío.
Él les respondió: —Bien profetizó Isaías de vosotros, los hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí.
Jesús no rechaza la pureza, sino la tradición farisaica sobre la Ley: hace notar cómo han terminado sustituyendo la Ley de Dios por leyes de los hombres (permitían que una persona no ayudara a sus padres –no cumpliera el cuarto mandamiento- si ofrecía ese dinero para el culto).
Y aprovecha para aclarar en qué consiste la pureza de corazón: las cosas que salen del hombre, ésas son las que hacen impuro al hombre (v. 15): Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre (v. 23).
Lo que sale del corazón es lo que hace impuro al hombre: los hechos perversos y los vicios. Gnilka explica que el acento recae en cuál es la verdadera impureza: la moral. Jesucristo rechaza la piedad formal, legalista. No quiere abolir la pureza cultual, sino la deformación de la esencia de la fe.
Por eso, estuvo dispuesto a contraer la impureza cultual cuando compartía la mesa con publicanos y pecadores. Y lo mismo sucede con el sábado: Jesús cura y hace otras transgresiones, pues “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”.
Su pensamiento acerca de la rígida piedad farisaica queda expuesto con la parábola del fariseo y el publicano: lo importante no es cumplir rigideces jurídicas, sino tener un corazón limpio, puro, contrito, humilde y reconocedor de la grandeza de Dios. Esta doctrina quedará resumida en el sermón del monte: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Limpieza de corazón. No se trata de una serie de negaciones, sino de una labor positiva, de una afirmación gozosa, como le gustaba decir a San Josemaría. En Camino dedica un capítulo, en la cuarta parte, para meditar sobre la santa pureza. Y uno de los primeros puntos (el 123) se refiere precisamente a que la decisión de vivir la castidad –fruto de la acción del Espíritu Santo- no es una carga, sino una corona triunfal. Con ella nos llega la alegría y la paz. Por eso también aclaraba que, para una persona normal, esta lucha debe ocupar el cuarto o quinto lugar (Amigos de Dios, 179). En esa misma línea, cuando hablaba de la pureza sacerdotal, decía que es una corona de la iglesia (n. 71).
Limpieza de corazón. Muchas personas la viven por naturaleza: porque están ocupadas, porque trabajan bastante, porque están bien enamoradas, porque son “normales”. El cristiano la vive por esas mismas razones, pero sobre todo como fruto del Espíritu Santo, y porque su fe le enseña el valor del cuerpo, de la materia, de su sexualidad. El creyente se sabe creado por Dios, sabe que no “tenemos” un cuerpo, sino que “somos” cuerpo y alma.
Flannery O’Connor, famosa escritora católica estadounidense, decía (en “El hábito de ser”) que esta doctrina es es la más absolutamente espiritual de todas las posiciones de la Iglesia. Y que la raíz de estas enseñanzas “radica, tal vez, en la resurrección del cuerpo. Es nuevamente una doctrina espiritual y va más allá de nuestro entendimiento”. También explicaba que no se pueden pensar sobre este tema “en términos de conveniencia, sino a la luz de la naturaleza humana bajo Dios”.
San Josemaría resumía los medios para vencer en la lucha por esta virtud: “Hemos de ser lo más limpios que podamos, con respeto al cuerpo, sin miedo, porque el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio. Y, así, limpios y sin miedo, con vuestra conducta daréis el testimonio de la posibilidad y de la hermosura de la santa pureza. (…) Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia”. (Amigos de Dios, 180).
Precisamente así terminamos: acudiendo a Santa María, Madre del Amor Hermoso, para que nos alcance del Señor la limpieza de corazón, el don de una vida santa y limpia.
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