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celibato por el reino de los cielos



En el capítulo 19 de Mateo (1-12) se presenta una insidia de los fariseos, que se acercan a Jesús preguntándole “para tentarle: —¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? Él respondió: —¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. El Señor expone la dignidad del matrimonio, inscrito en el plan original de la creación.


También muestra las exigencias de santidad que ese sacramento conlleva, ante lo cual son sus propios discípulos quienes reaccionan diciendo: “Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse”.



La respuesta del Señor es una clase magistral sobre el celibato: “No todos son capaces de entender esta doctrina, sino aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; también hay eunucos que han quedado así por obra de los hombres; y los hay que se han hecho eunucos a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda”.



El contexto es claramente polémico: el primer requisito para entender esta doctrina es querer hacerlo. Si uno se acerca con predisposiciones negativas, nacidas quizá de la propia incapacidad para vivirlo, no lo entenderá nunca.



La respuesta de Jesús habla de tres clases de eunucos o de célibes: congénitos, castrados para servir en las cortes, y los voluntarios que se dedican libremente a las necesidades y exigencias del reino. Este último grupo se relaciona con las exigencias radicales que el Señor había hecho once capítulos atrás, en el mismo evangelio de Mateo (8, 22): “Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos”. También resuenan aquí las enseñanzas de San Pablo sobre la superioridad de la virginidad cristiana (1 Cor 7, 25 ss): “Quien desposa a su virgen obra bien; y quien no la desposa obra mejor”.



Gnilka cuenta que, por el uso de la palabra “eunuco”, se ve que se trataba de un insulto a Jesús: los enemigos le decían de esa forma (así como le llamaban “comedor y bebedor”), escandalizados por su celibato voluntario, que suscitaba extrañeza en el judaísmo contemporáneo. No se trata de un ideal ascético, ni tampoco de un escalafón para alcanzar el reinado de Dios, sino de una opción para dedicarse íntegramente y con todas las fuerzas a trabajar para el reino, por amor de los hombres.



El celibato por el reino de los cielos, será siempre un tema para defender en nuestro tiempo. Sigue siendo, como cuando Jesús pasó por la tierra, escandaloso y atractivo… Pero requiere una perspectiva teológica para comprenderlo, no se puede afrontar desde encuestas periodísticas o al calor de situaciones particulares que se ponen de moda de vez en cuando.



La esencia del celibato consiste, en palabras de Echevarría, en que manifiesta la completa oblación que libremente hace el sacerdote de su propia vida, para Cristo y para la Iglesia, siguiendo el ejemplo –y la llamada, y la gracia- de Jesucristo.



San Josemaría hablaba en una ocasión a la luz de su propia experiencia: «El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva».



Me parece que de esas palabras pueden sacarse muchas ideas, pero sobre todo propósitos, teniendo en cuenta que todos los cristianos somos sacerdotes -por el bautismo y la confirmación-, si bien de modo distinto al sacerdocio ministerial.



Una idea, quizá la principal, o la que más punta ofrece para un propósito concreto, es la de no sentirse solo. Incluye la receta: el cristiano que tiene vida interior no se siente nunca solo y, por eso, no se busca compensaciones. El cristiano que hace oración, que habla con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, que acude a la intercesión de la Virgen, de los ángeles y de los santos, que visita con frecuencia a Jesús en el Sagrario, tendrá siempre un corazón enamorado, “nadie como él” podrá sentirse tan acompañado.



En ese contexto es posible decir que el sacerdote –y todo cristiano enamorado de Dios- es el Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Pensar en esas preposiciones admite mucho examen de conciencia: ¿vivimos por, para, con y en Jesucristo?...



Inmediatamente pensamos en el Ofertorio de la Misa, ese momento en que le presentamos al Padre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recién consagrados, ofrecidos en alto por las manos del sacerdote, que dice: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…” ¿Cuántas veces nos hemos conmovido al responder “Amén”, después de esta doxología?



San Josemaría dice que se conmueve hasta las entrañas cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo.



Una objeción que puede surgir ante palabras tan encendidas, que nos permiten adentrarnos en el corazón de un santo es, precisamente, que nosotros somos pecadores. Podemos ver el ejemplo de los bienaventurados como un ideal inaccesible, para “genios de la santidad”, como decía el entonces Cardenal Ratzinger. Y para eso nos ayudan las últimas palabras de esta cita: De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva». Muestran una lucha que ha durado toda la vida, hasta la muerte. Contaba que, siendo muy joven, un profesor le había enseñado la necesidad del celibato para los curas: «porque no concuerda el salterio con la cítara». De esa manera le aclaraba que no hay lugar -ni tiempo- para un cariño humano.



Y recordamos una anécdota que trae el libro de las hermanas Toranzo acerca de “Una familia del Somontano”: refieren que, mientras era estudiante en el Seminario de Zaragoza, durante algún período, unas mujeres que san Josemaría no conocía en absoluto, con cierta frecuencia, intentaron provocarlo, pero él ni las miraba siquiera y soportó esta persecución diabólica -que no podía evitar-, poniéndose en manos de la Virgen. (...) Cuando el Abuelo le sugirió "que era mejor ser un buen padre de familia que un mal sacerdote", la respuesta del seminarista fue "que, en el mismo momento en que se había dado cuenta de la persecución de aquellas mujeres desconocidas, a las cuales, por su parte, no había ofrecido ni la más mínima consideración, se había apresurado a informar al Rector del Seminario", y le pidió al padre que estuviera tranquilo, porque aquello "no había venido a enturbiar su decisión de hacerse sacerdote, con todas las consecuencias requeridas".Cuántas anécdotas parecidas tendremos que contar nosotros si, de verdad, queremos que, a pesar de nuestras miserias, quizá por ellas, sea nuestro Amor “un amor que cada día se renueva”.



Acudimos a la Virgen Santísima, cuya Asunción celebramos, para que cada vez sean muchas más las almas que se decidan a vivir el celibato por el reino de los cielos. Y que todos los cristianos vivamos por Cristo, con Cristo, en Cristo, para Cristo y para las almas.

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