Cuando comienzan las vacaciones, para muchas
personas el descanso se relaciona con el agua: se desplazan hacia las piscinas,
los ríos o, mejor aún, hacia el mar… Sin embargo, no falta quien menciona en esos
sitios que, definitivamente, el hábitat humano es la tierra. Sobre todo, cuando
se ha estado a punto de morir ahogado: sé de algún amigo que debe su vida a un desconocido
que lo sacó del fondo de una piscina a la que se había metido siendo niño, sin pensar
en la profundidad. También he oído la historia de alguien que, haciendo rafting, quedó dentro del agua justo debajo
del kayak y junto a unas rocas… con alguien sentado arriba. En fin, todos conocemos
historias de tempestades y tormentas que hacen pensar, a quien va dentro de una
embarcación: ¿por qué no me quedé en tierra firme?
Es lo que le sucedió también a un grupo de pescadores
experimentados, el de los apóstoles, una noche en que llevaban a Jesús a bordo…
solo que dormido. Así lo cuenta el evangelista Marcos (4,35-41): Se levantó una
fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua.
Se nota que había escuchado este relato a Pedro muchas veces, por eso es tan viva.
Es fácil imaginar la escena, aunque nada envidiable la experiencia… Lo peor de la
historia es que llevaban al Maestro, que no se inmutaba. Se ve que tenía un sueño
muy pesado y que aquel día el trabajo había sido muy intenso. El caso es que Marcos
continúa diciendo que, mientras tanto, Él estaba en la popa durmiendo sobre un
cabezal.
Sabemos que el Evangelio está escrito para nuestra
edificación, que todo lo que allí aparece puede interpretarse literalmente ―como venimos
haciendo― pero que también tiene un sentido espiritual: esta escena nos habla de
la barca de nuestra vida, en la que Cristo quiere estar, en la que se deja embarcar
(así había comenzado la escena: Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos
a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras
barcas lo acompañaban).
Al llegar la tarde, Señor, quisiste armar un
paseo con nosotros, que estuviéramos a solas contigo, que tuviéramos juntos nuestra
convivencia. ¡Cuántas cosas querrías enseñarnos! Lo primero que llama la atención
es tu docilidad. Siendo el maestro, te dejas llevar en la barca tal como estabas.
No pones condiciones, te dejas llevar. Casi parece que te hubieran montado sin muchos
preámbulos. ¡Qué diferencia con nuestra actitud, con ese deseo de poner condiciones,
de obedecer pero con remilgos, de decir siempre la última palabra, de ser considerados,
tenidos en cuenta, de salirnos con la nuestra!
Otras barcas le acompañaban. La compañía de Cristo es para compartirla, no es para disfrutarla a
solas: Jesús desea que todos los hombres se salven… ¡cuántas enseñanzas, Señor,
apenas comenzando el viaje! Seguramente en el transcurso del camino hubo tiempo
para conversar, comer algo, reír un rato, cambiar impresiones del día: alguno habría
contado una anécdota llamativa sobre los efectos del discurso del Señor en alguna
alma, otro detallaría los comentarios de la gente sobre las parábolas que habían
escuchado esa mañana… Sería ya de noche cuando, siguiendo el ejemplo de Jesús, harían
―haríamos―juntos un rato de oración, meditando las parábolas del Reino. Más tarde,
habría turnos para remar, mientras los otros dormían.
En ese contexto es cuando pudo suceder lo que
leíamos al comienzo: Se levantó una fuerte
tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Seguramente
todos nos hemos encontrado en algún momento de nuestra vida, en esas mismas circunstancias.
No digo en un barco que se inunda, sino en la barca de la vida que se tambalea:
circunstancias económicas, familiares, afectivas, laborales… Si no nos ha pasado,
tal vez nos pasará. Aunque no hace falta exagerar tampoco, pero la vida en la tierra
conlleva dificultades, que podemos comparar con la tempestad en el lago.
Lo más duro de esas vicisitudes es que podemos
olvidar el punto clave del relato: Jesús estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Señor: que nunca se nos olvide, cuando la barca de nuestra existencia
parezca inundarse, que Tú estás a nuestro lado: «Si tienes presencia de Dios, por encima de
la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo
del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad»
(F, n.343).
No tengamos reparo en gritar, si es del caso,
como hicieron los Apóstoles, que lo despertaron,
diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Encontramos una
enseñanza que Jesús nos da en este paseo: la importancia de la oración. Él, que
está a nuestro lado, espera que le pidamos lo que sabe que necesitamos. Vamos a
pedirle ahora mismo: por nuestros trabajos, por la familia, por una persona que
queremos y sabemos que requiere esa intercesión, por los enfermos, por los pobres,
por la paz del mundo, por la evangelización, por el apostolado, etc.
La historia de Job, que la liturgia del domingo
XII relaciona con este pasaje, nos muestra un ejemplo de sufrimiento verdadero;
de barca que tambalea, sin nuestras exageraciones. Este buen hombre había perdido
10 hijos, 500 bueyes, 7000 ovejas, 3000 camellos… ¡y no se quejaba!, ¡y no perdió
la fe! Job no dudó del poder de Dios. Como tampoco dudaron los apóstoles, que por
eso lo despertaron y le vieron obrar otro prodigio: Se puso en pie, increpó al
viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma.
Señor: que no perdamos la fe en ti, en tu poder. Que no olvidemos que Tú resuelves
las dificultades «antes, más y mejor». Que, aunque nos enfrentemos a mil contradicciones,
tengamos siempre la serenidad que procede de la confianza plena en Ti.
Después del milagro, Jesús reconvino a los discípulos:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Ya sabemos el objetivo que tenía
el Maestro al planear este paseo: enseñarnos a ser almas de fe. A no asustarnos,
a saber que, con Él, nada nos falta: «El
hombre de fe sabe juzgar bien de las cuestiones terrenas, sabe que esto de aquí
abajo es, en frase de la Madre Teresa, una mala noche en una mala posada. Renueva
su convencimiento de que nuestra existencia en la tierra es tiempo de trabajo y
de pelea, tiempo de purificación para saldar la deuda debida a la justicia divina,
por nuestros pecados. Sabe también que los bienes temporales son medios, y los usa
generosamente, heroicamente» (AD, n.203).
Aprovechemos este rato de oración para
examinar cómo vivimos algunas manifestaciones de vida de fe: la seguridad en la
oración; el abandono en los brazos amorosos de nuestro Padre Dios; qué tanto
ponemos los medios humanos para alcanzar lo que pedimos; con qué frecuencia
estudiamos las verdades de la fe, las repasamos en la oración, las comentamos a
nuestros amigos; cuánto perseveramos en la oración aunque no veamos los frutos;
cómo es nuestro amor a la Cruz, que el Señor puede permitir para nosotros como la
permitió para su Hijo; si de verdad tenemos confianza en que la obra de Dios triunfará,
en que su reinado se establecerá tarde o temprano, aunque parezca que sus enemigos
en la tierra tienen mucho poder, o aunque experimentemos que las olas rompen contra la barca hasta casi llenarla
de agua.
El papa Francisco invitaba a no perder esa
fe en la actuación del Señor en la historia humana: «La fe es también creerle a
Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente,
que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad.
Es creer que Él marcha victorioso en la historia en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles (Ap
17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente
en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla
pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol, como el puñado de levadura,
que fermenta una gran masa, y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña,
y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer
de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo
nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor
ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado
en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!» (EG,
n.278).
Terminamos acudiendo a la intercesión de santa
María, maestra de fe. Ella nos ayudará a maravillarnos del poder de Dios, como hicieron
los apóstoles, que terminaron diciendo: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento
y el mar lo obedecen!». Uno de los mejores piropos que se le han dirigido fue
el de su prima, que la saludó diciéndole: Bienaventurada tú, porque has creído…
Acudamos a Ella, pidiendo su intercesión para que el Señor nos aumente la fe: «Sancta Maria, Stella maris —Santa María, Estrella del mar,
¡condúcenos Tú! —Clama así con reciedumbre, porque no hay tempestad que pueda
hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la Virgen. Cuando veas venir la
tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que es María, no hay peligro de
zozobra o de hundimiento» (F, n.1055).
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