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Viernes Santo



Según una muy antigua tradición de la Iglesia, el Viernes y el Sábado Santos son días alitúrgicos. Recuerdan el ayuno eucarístico, al que se sometió San Agustín, que ofreció al Señor no comulgar por un tiempo, como penitencia dolorosa. El altar está totalmente desnudo: sin cruz ni candeleros sobre el altar. La Iglesia, con su sobriedad litúrgica, nos ayuda a sentir vivamente la ausencia del Esposo.

La asamblea litúrgica se reúne para celebrar la Pasión del Señor más o menos a la misma hora en que sucedió: las tres de la tarde. La celebración consta de tres partes: Liturgia de la Palabra, adoración de la Cruz y Sagrada Comunión, que solo puede hacerse en ese momento (a los enfermos se les puede llevar en cualquier momento). 

Se comienza con una austera procesión de entrada, seguida de una postración durante la cual se ora al Señor. Vienen a la mente, durante esos momentos, las consideraciones que se hacía Juan Pablo II sobre ese signo litúrgico durante su ordenación: “Este rito ha marcado profundamente mi existencia sacerdotal. Pensaba que en ese yacer por tierra en forma de Cruz antes de la Ordenación, acogiendo en la propia vida -como Pedro- la Cruz de Cristo y haciéndose con el Apóstol «suelo» para los hermanos, está el sentido más profundo de toda la espiritualidad sacerdotal”. Por asociación, recordamos el consejo que nos daba San Josemaría: “poner el corazón en el suelo, para que los demás pisen blando”. 

Después de la postración litúrgica se pide al Señor que seamos conformes a Jesucristo: “de este modo, los que hemos llevado grabada, por exigencia de la naturaleza humana, la imagen de Adán, el hombre terreno, llevaremos grabada en adelante, por la acción santificadora de tu gracia, la imagen de Jesucristo, el hombre celestial”. 

En la Liturgia de la Palabra escuchamos el cuarto oráculo del Siervo, que nos transmite Isaías. “Jesús realiza en su propia carne lo que anuncia la profecía” (Pelletier). El Salmo 30 es, según el Evangelio de san Lucas, la oración que Jesús pronunciaba en la Cruz antes de morir. La carta a los Hebreos nos presenta a Cristo, Sumo Sacerdote, solidario con los pecados de los hombres, por los que intercedió y ofreció su propia vida. 

Para la proclamación de la Pasión del Señor no se emplean incienso ni ciriales, tampoco hemos se dice: “el Señor esté con vosotros”, ni se hace la señal de la Cruz. La antífona, tomada del himno que Pablo recuerda a los Filipenses, nos da la clave de interpretación para el Evangelio de San Juan: Jesucristo se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.

San Josemaría nos invita a considerar, en su homilía sobre el Viernes Santo, que “ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que El ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo.

Pensar en la muerte de Cristo –sigue diciendo San Josemaría- se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres”.

Después de la homilía, la liturgia de la Palabra concluirá con la oración de los fieles, que hoy es más especial: pediremos por la Santa Iglesia, por el Papa, por la Jerarquía y los demás fieles, por los catecúmenos, por la unidad de los cristianos, por los judíos, por los que no creen en Cristo, por los que no creen en Dios, por los gobernantes, por los que padecen necesidad. 

La segunda parte de la ceremonia será la solemne adoración de la Santa Cruz. Por tres veces se nos dirá: “Este es el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la Salvación del mundo” y responderemos: “Vamos a adorarlo”. La liturgia propone un himno bellísimo para este momento: “Canta lengua, la victoria y del combate la gloria, canta el triunfo de la Cruz, que con éxito rotundo logró el Redentor del mundo, obtuvo en la Cruz Jesús. (…) Al Padre rindamos gloria, al Hijo triunfal victoria y al Paráclito el honor, porque el Señor Uno y Trino nos conserva el don divino de la fe, gracia y amor. Amén”.

Después se cubrirá el altar con un mantel, se pondrá el corporal y el libro, mientras se trae el Santísimo desde el lugar de la reserva. La última parte de esta celebración será la sagrada Comunión. Posteriormente, el altar se desnudará de nuevo y la Iglesia quedará en silencio, meditando junto al sepulcro del Señor su Pasión y su Muerte hasta la Vigilia Pascual. Será la mejor manera de acompañar a nuestra Madre, la Virgen María, que llora –como a Jesús- a sus hijos que mueren por el pecado. 

Ojalá nos sucediera lo que le ocurrió a un modesto pintor francés que en la primera mitad del siglo XIX acudió a una subasta de un anticuario. Según cuenta Eugui, cuando pusieron a la venta un Crucifijo viejo y sucio, sintió dolor por las bromas que hacían en contra del Señor y por el bajo precio que ofrecían. Anunció unos cuantos francos más y se quedó con la talla. Cuando lo limpió, descubrió que el autor era un famoso artista florentino, Benvenuto Cellini. Por lo visto, la Cruz procedía del saqueo popular del palacio de Versalles durante la revolución francesa. Y, también hay que reseñar, que el rey pagó por ella una cantidad elevadísima de dinero al modesto pintor. Concluye el cronista: “¿No cabe hablar de cruces escondidas, aparentemente modestas, insignificantes, a lo largo de los días, que constituyen un verdadero tesoro? El asunto es no despreciarlas, porque el Señor, el gran Rey, luego las premia con largueza”.

Podemos concluir con los propósitos que nos sugiere San Josemaría: “Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural”. Corazón dulcísimo de María, en este Viernes Santo te pedimos que nos prepares y nos conserves seguro el camino de nuestra vocación cristiana.

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