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Jueves Santo


El Sagrado Triduo Pascual de la Pasión y Resurrección comienza con la Misa vespertina “in Coena Domini”. Iniciamos la celebración con el habitual saludo “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” y ya no diremos “Podéis ir en paz” hasta la Vigilia Pascual, que es el centro del triduo. La conclusión de este tiempo será con las Vísperas del Domingo de Resurrección.

El Triduo pascual resplandece en la cumbre de todo el año. Así como el domingo sobresale entre los días de la semana, la Solemnidad de la Pascua tiene preeminencia en el año litúrgico. Celebramos que Cristo haya consumado nuestra redención y también que haya glorificado a Dios modo perfecto mediante su muerte –con la que destruyó nuestra muerte- y su resurrección –con la que nos devolvió la vida-.

El Jueves Santo no se puede celebrar sin participación del pueblo, para acentuar el valor de la Eucaristía como sacramento de comunión con Dios y con nuestros hermanos. Nos reunimos en la tarde para recordar que, más o menos a esta hora, comenzó la cena pascual. Quizá por la misma razón, la Sagrada Comunión solo se puede distribuir durante la Misa (a los enfermos se les puede llevar a cualquier hora). Los signos ayudan a captar la grandeza del misterio que celebramos: el sagrario está completamente vacío; en la Misa consagraremos el suficiente número de formas para la comunión de hoy y la de mañana. No se trata de una simple previsión funcional: todo nos ayuda a ver y a sentir la preparación de la muerte del Señor y su ausencia cuando está en el sepulcro.

La antífona de entrada se inspira en las palabras de despedida de San Pablo a sus queridos fieles de Galacia: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección. Él nos salvó y nos liberó”. “Pablo les hace ver que sólo hay un motivo de gloria para él: la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, con la que se selló la Nueva Alianza, y se cumplió la Redención. Por eso ha llegado a ser la señal del cristiano. El alma fue creada –comenta Edith Stein– para la unión con Dios mediante la cruz, redimida en la cruz, «consumada y santificada en la Cruz, para quedar marcada con el sello de la Cruz por toda la eternidad»” (Biblia de Navarra).

Hemos comenzado con el acto penitencial, pidiendo perdón a Dios por nuestros pecados y proponiéndonos la conversión. Una vez más, en este sagrado Triduo pascual, nos empeñaremos en una nueva mudanza de nuestra vida, para lo que nos veníamos preparando durante los cuarenta días de la cuaresma.

Después hemos entonado el Gloria, durante el cual han sonado las campanas: anuncian el júbilo por participar en esta celebración y, a la vez, otra señal de la grandeza de estos días: desde ahora, esas campanas enmudecerán hasta la Vigilia Pascual, cuando –después de la última lectura del Antiguo Testamento- volverán a sonar mientras entonaremos de nuevo el Gloria a Dios resucitado.

En la primera lectura (Ex 12,1-8.11-14) recordamos las rúbricas que el Señor indicó a Moisés y Aarón en Egipto, sobre el ritual de la pascua, preparación del sacrificio de Cristo que hoy celebramos: “el cordero será sin mancha”… su sangre librará al pueblo del exterminio… “este día será memorable y lo celebraréis con solemnidad”.

El Salmo 115 menciona el rito de la tercera copa de vino que se toma en la pascua judía, y para el cristiano adquiere plenitud de significado con la respuesta de Pablo: “el cáliz de bendición es la comunión con la sangre de Cristo”.

La segunda lectura continúa la respuesta del apóstol a las normas de la institución pascual del Antiguo Testamento: leímos el más antiguo relato que tenemos sobre la última cena: “Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo…»”. San Pablo insiste en que se trata de una tradición que se remonta a Cristo y que durará hasta el final de los tiempos: “Porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga”.

Por último, el Evangelio de San Juan nos presenta los tres grandes misterios que hoy se conmemoran: la institución de la Sagrada Eucaristía y del orden sacerdotal; y también el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna. De hecho, terminada la homilía, donde lo aconseje una razón pastoral, se procede al lavatorio de los pies, mientras el coro canta la escena que Juan narra en el capítulo 13. Y después, durante la presentación de los dones, se puede cantar el famoso canto: “Donde hay caridad y amor, allí está Dios; el amor de Cristo ha hecho de nosotros una sola cosa; alegrémonos y gocémonos con Él. Temamos y amemos al Dios vivo: amémosle todos con sincero corazón”.

Como señala San Josemaría en su homilía del Jueves Santo, “Si el Señor nos ha ayudado —y El está siempre dispuesto, basta con que le franqueemos el corazón—, nos veremos urgidos a corresponder en lo que es más importante: amar. Y sabremos difundir esa caridad entre los demás hombres, con una vida de servicio. Os he dado ejemplo, insiste Jesús, hablando a sus discípulos después de lavarles los pies, en la noche de la Cena. Alejemos del corazón el orgullo, la ambición, los deseos de predominio; y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y la alegría, enraizadas en el sacrificio personal”.

Benedicto XVI explicaba la dimensión sacerdotal del sacrificio de Cristo con estas palabras: “Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: "He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo”.

Podemos concluir con otro fragmento, tomado de su homilía del Jueves Santo del año 2007: “Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén”.

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