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Vida de fe



Zacarías era miembro de una familia sacerdotal, descendiente de Aarón —el hermano de Moisés— .Todos los descendientes se dividían el servicio en 24 turnos. Cada turno respondía por dos semanas al año. Solo había tres fiestas en las que oficiaban todos los sacerdotes en Jerusalén: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos, según enseña Abogunrin.

Como era sacerdote, Zacarías solo podía casarse con una mujer de familia sacerdotal. A pesar de que ambos eran “irreprochables”, en su matrimonio con Isabel no habían tenido hijos, lo que era visto como señal de desaprobación de Dios y, a veces, causal de divorcio.

El día de su ministerio ante el altar, Zacarías vio al ángel Gabriel, “guerrero de Dios”, que le anunciaba que su mujer tendría un hijo “al que pondrás por nombre Juan” (que significa “el Señor es favorable”). Pero Zacarías no podía creerlo y pidió un signo. El ángel respondió: “Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios”. Y Zacarías se quedó mudo hasta que nació el niño. ¡Qué diferencia con María que, si bien mostró asombro, no fue incrédula!

El Compendio del Catecismo de la Iglesia comienza explicando qué es la Revelación divina y cómo se transmite. Después se pregunta cómo responde el ser humano a Dios que se revela (n. 25 ss), y explica: “El hombre, sostenido por la gracia divina, responde a la Revelación de Dios con la obediencia de la fe, que consiste en fiarse plenamente de Dios y acoger su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma.

Presenta, entre los muchos modelos de obediencia en la fe en la Sagrada Escritura, a dos particularmente: Abraham, que, sometido a prueba, «tuvo fe en Dios» (Rm 4, 3) y siempre obedeció a su llamada; por esto se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.18). Y a la Virgen María, quien ha realizado del modo más perfecto, durante toda su vida, la obediencia en la fe: «Fiat mihi secundum Verbum tuum - hágase en mi según tu palabra» (Lc 1, 38)”.

Ya vamos sacando consecuencias para nuestra vida, en esta recta final del Adviento: obediencia de la fe, fiarse plenamente de Dios y acoger su Verdad. Esta mañana leía un artículo sobre la crisis económica, que es una crisis de confianza. No podemos desconfiar de Dios, sino fiarnos plenamente, acoger lo que nos enseña. El mismo compendio explica, en la práctica qué significa para el hombre creer en Dios: “Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Adherirse, confiar, asentir.

Pero no es cuestión simplemente de proponérselo. Entre las características de la fe, están: “La fe, don gratuito de Dios, accesible a cuantos la piden humildemente, es la virtud sobrenatural necesaria para salvarse. El acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual bajo el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios; «actúa por medio de la caridad» (Ga 5, 6); y está en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la Palabra de Dios y a la oración. Ella nos hace pregustar desde ahora el gozo del cielo”. Es un don de Dios, por eso hay que pedirla, humildemente, como los apóstoles: “Auméntanos la fe”.

Y como se trata de un acto humano, también requiere estudio, para que en nuestra vida se palpe la identidad cristiana que tantas personas esperan de nosotros. Cada uno ha de ser un testimonio de la armonía entre la fe y el propio trabajo, profesión, parcela del saber en que se mueve. El Compendio del Catecismo lo resume brevemente: “Aunque la fe supera a la razón, no puede nunca haber contradicción entre la fe y la ciencia, ya que ambas tienen su origen en Dios. Es Dios mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón como la fe. «Cree para comprender y comprende para creer» (san Agustín)”.

Cuenta Julio Eugui que estaba San Juan Bosco ilusionado con la idea de levantar un gran santuario en honor de María bajo el título de Auxiliadora de los cristianos. Tuvo una noche un sueño y en él la Virgen Santísima le animaba a seguir su labor con los muchachos, le invitaba a poner en Ella su confianza a pesar de las dificultades y, finalmente, le señalaba dónde quería que se hiciera el gran santuario (en la ciudad de Turín). El problema era que no había una moneda en caja, cosa nada rara. Don Bosco se lanzó con audacia a pedir dinero a todo el mundo, empezando por las autoridades. Hizo llegar a miles de personas circulares solicitando apoyo económico. No faltó quien le criticó diciendo que estaba loco, o quien pensó que iba a fracasar estrepitosamente; por ejemplo, un sacerdote compañero suyo hizo esta afirmación: -El día en que levantes un templo como el que dices, yo me comeré un perro crudo. A los tres años el templo se abrió al culto y el amigo pidió al Santo que le dispensara del compromiso, pero este último, con su habitual buen humor, decidió no dispensarlo y lo llevó a una confitería para que tomara un dulce en forma de perrito.

De María se ha dicho, como de nadie más puede decirse, ese piropo de su prima Isabel, la esposa de Zacarías: feliz la que ha creído. Juan Pablo II escribió en su encíclica Redemptoris Mater palabras bellísimas sobre este piropo mariano. Por ejemplo, decía: “Estas palabras se pueden poner junto al apelativo «llena de gracia» del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque «ha creído». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica cómo la Virgen de Nazaret ha respondido a este don”.

A la luz del ejemplo de María, Juan Pablo II nos enseña a considerar cómo ha de ser nuestra fe: “en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad». Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones».

Fe con obras, que no se limita al momento de la Anunciación, sino que dura toda la vida, en un camino de fe, hasta la Asunción al Cielo. Por eso escribía san Josemaría: “la Fe es virtud fundamental: fides tua te salvum facit, tu fe te ha hecho salvo (Lc XVII, 19). Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco —ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia—, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito” (Instrucción, 9-III-1934, n. 39).

Benedicto XVI también medita sobre el modelo de fe que es nuestra Madre: María nos sorprende una vez más; su corazón es limpio, totalmente abierto a la luz de Dios; su alma no tiene pecado, no carga con el peso del orgullo o el egoísmo. Las palabras de Isabel encienden en su espíritu un cántico de alabanza que es una auténtica y profunda interpretación "teológica" de su historia: una lectura que tenemos que seguir aprendiendo de quien tiene una fe sin sombras ni grietas. "Engrandece mi alma al Señor". María reconoce la grandeza de Dios. Este es el primer e indispensable sentimiento de la fe: el sentimiento que da seguridad a la criatura humana y que libera del miedo, a pesar de las tempestades de la historia. Más allá de la superficie, María "ve" con los ojos de la fe la obra de Dios en la historia. Por este motivo es bienaventurada, pues ha creído: por la fe, de hecho, ha acogido la Palabra del Señor y ha concebido al Verbo encarnado. Su fe le ha hecho ver que los tronos de los poderosos de este mundo son provisionales, mientras que el trono de Dios es la única roca que no cambia, que no se derrumba (Discurso, 31-V-2008).

Cuando se acerca la celebración del nacimiento de Jesucristo, acudimos a la Familia de Nazaret para que nos alcancen crecer en la virtud de la fe. Nos pueden servir otras palabras de San Josemaría: La fe no es para predicarla sólo, sino especialmente para practicarla (…) ¡Oh Señor!, yo creo: ayuda tú mi incredulidad. Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que Tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor.

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