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Alegría en Adviento


El mes de preparación para la Navidad ―de modo similar la Cuaresma― se caracteriza por la oración y la penitencia; lo indican de modo simbólico las vestiduras litúrgicas de color morado, la moderación en el uso de instrumentos musicales y la ausencia de flores en la decoración de las iglesias. Sin embargo, tanto en estos días como en la preparación de la Pascua, de repente aparece un domingo que rompe el ritmo de austeridad externa: el color pasa a ser rosado, aparecen de nuevo los aromas y colores de las flores y se escucha una vez más el órgano de fondo a los cantos de la iglesia. 

¿Qué sucede? Se trata de los domingos “Gaudete” y “Laetare”: alegraos… La liturgia nos enseña que, también en medio de la penitencia, es posible el gozo; que el dolor nos purifica para celebrar con mejores disposiciones la Pascua o la Navidad. Hoy celebramos precisamente esa jornada. Por eso comenzamos con las palabras del Apóstol Pablo: Alegraos siempre en el Señor: os lo repito, alegraos. La razón es clara: El Señor está cerca.

Todos buscamos esa alegría profunda, que no sea pasajera como la de un concierto o la de un partido de fútbol. Mejor dicho, quisiéramos que nuestra vida sonara siempre a la canción favorita con la mejor compañía; o que en nuestro trabajo nos fuera tan bien como en algún partido memorable en que tenemos un buen equipo, hacemos buenas jugadas, nos divertimos con los amigos… y hasta metemos algún gol. Pero después resulta que en la existencia cotidiana nos enfrentamos con ruidos, pitazos, cansancio, derrotas. Como explicaba el Cardenal Ratzinger en su artículo sobre el fútbol, esas distracciones, la dimensión lúdica de la vida, nos hacen ver que nuestro paso por la tierra necesita un sentido trascendente, que ilumina lo ordinario.

Es de lo que nos habla la liturgia de hoy, cuando nos insiste: Alegraos siempre en el Señor: os lo repito, alegraos. El Señor está cerca. El profeta Isaías (61,1-2a.10-11) exulta: Con gran contento gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación, me ha envuelto con manto de justicia. En el Salmo repetimos las palabras de María: Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador.

La alegría es característica del cristianismo. Así lo descubrió, por ejemplo, el escritor Bruce Marshall, según cuenta Julio Eugui: “se había educado en un rígido puritanismo protestante y no estaba acostumbrado a ver cómo se exterioriza la alegría, cosa tan sana y tan propia de un cristiano, que tiene motivos para vivir contento. Las ceremonias religiosas a las que solía asistir estaban impregnadas de seriedad y de rigidez. Pero, hete aquí que un día se llevó la gran sorpresa. Asistió por primera vez en su vida a una Misa católica con motivo de la primera comunión de un compañero, y, en medio de la celebración, se le escapó del bolsillo una moneda. Ésta fue rodando por el pasillo central del templo, ante la mirada curiosa de los presentes y del mismo sacerdote, hasta ir a desaparecer engullida -¡también es mala suerte!- por la única rejilla de la calefacción existente a varios kilómetros a la redonda. La cosa es que al sacerdote le dio risa, y a los demás feligreses se les contagió la risa del sacerdote... El pequeño Bruce no salía de su asombro, y pensó al mismo tiempo: "ésta debe ser la Iglesia verdadera; aquí la gente se ríe".

En el salmo repetíamos: Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador. ¿Por qué se alegra María? Para alegrarse con toda el alma, ¿qué necesitaríamos tú y yo? Quizá algunos piensan en lograr alguna meta que al parecer no alcanzaremos antes de acabar el año: ¡qué gozo nos daría concluirlo! Otros, encontrarse con un ser querido. Los más, recibir algún presente material: que el Niño Dios nos traiga lo que le pedimos y, si le dimos varias alternativas para escoger, que sean las que más nos atraen, no las que pusimos como por no dejar…

María, en cambio, se alegra porque el Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. ¿De qué manera? Con una misión comprometedora: ser la Madre del Mesías, confiar plenamente en su proyecto. María se alegra porque el Señor ha puesto sus ojos en su humildad. Es una mujer alegre porque no se busca a sí misma, sino a Dios y a los demás por Dios. No se considera importante, sino una esclava, la esclava del Señor.

2. Pero el Adviento nos presenta otro ejemplo glorioso: San Juan Bautista. Este es el tercer protagonista de la temporada, después de Cristo y María. El Evangelio de su discípulo y tocayo lo presenta como el último profeta del Antiguo Testamento, que muestra al mundo a aquél de quien escribieron la ley y los profetas. Lo anuncia. Por eso se presenta como “la voz”, pues lo importante no son sus cualidades, sino lo que anuncia. Y lo que proclama es la conversión como clave de la alegría, como veíamos al comienzo: Yo soy la voz del que clama en el desierto: «Haced recto el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías. Con Juan se están cumpliendo las profecías. Pero la clave de su invitación es el motivo: En medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es el que viene después de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia.

A ese Jesús es al que queremos encontrar con un corazón nuevo y una inmensa alegría, como pedimos en la Colecta de la Misa. Un corazón nuevo es el requisito para alcanzar la inmensa alegría. Pregúntale al Señor cómo puedes renovar tu corazón –yo le pregunto cómo renovar el mío-: quizá en la vida familiar, en el trabajo, en las relaciones sociales podemos dar una mejoría, aunque sea pequeña: cuidar más un pequeño detalle, ser agradable, acogedor, sonreír, ayudar en oficios pequeños, aunque estemos en vacaciones. En pocas palabras, aprender de Cristo, de María y de Juan a olvidarnos de nosotros mismos, a vivir en oración perseverante para así cumplir la Voluntad de Dios.

Nos puede servir una consideración de San Josemaría: “Casi todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo”. Un buen motivo para hacer examen, aprendiendo del ejemplo de Jesús y de los santos. Darse a los demás, servirles por amor de Dios: ¡Cuántos propósitos pueden surgir al calor de estas palabras!..

Alegría… Os lo repito: estad alegres, el Señor está cerca. Cuando nos decidamos a servir sí que podremos palpar esa presencia. Y eso, aunque palpemos nuestras miserias, nuestra soberbia, nuestra sensualidad, nuestro egoísmo. En ese sentido predicaba San Josemaría: “Hijos míos: que estéis contentos. Yo lo estoy, aunque no lo debiera estar mirando mi pobre vida. Pero estoy contento, porque veo que el Señor nos busca una vez más, que el Señor sigue siendo nuestro Padre; porque sé que vosotros y yo veremos qué cosas hay que arrancar, y decididamente las arrancaremos; qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos”.

Compartir nuestra alegría. Así nos lo propone Benedicto XVI, al observar el ejemplo de María: “Este es el verdadero compromiso del Adviento: llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios”.

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