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María, nuestra Madre



Acabamos de contemplar en las lecturas del primer sábado de Adviento que el Señor se compadece de las multitudes y de cada persona (al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor), se apiada al oír el clamor de la súplica. Por eso decimos con el Salmo Bienaventurados los que esperan al Señor

En este tiempo de preparación para la Navidad somos nosotros esos elegidos que esperan, diciendo: “¡Ven, Señor Jesús, ven a nuestras almas, no tardes tanto!” Porque el pasaje evangélico de hoy también nos muestra en qué consiste la compasión de Jesús: en que ruega que haya obreros para la mies, elige a sus doce discípulos y les da la misión de predicar la cercanía del Reino, expulsar demonios, curar enfermedades. Y para que no nos sintamos solos en este empeño, nos deja a la primera discípula que es María, su Madre, también como Madre nuestra.

Ayer meditábamos sobre María Madre de Dios. Y hoy consideramos que, precisamente por ser Madre de Dios también es nuestra Madre. Cuenta una de las Numerarias que comenzó el trabajo del Opus Dei en Kenia el caso de una muchacha africana perteneciente a la tribu kalenjin. Ella recordaba que entre sus antepasados siempre habían adorado a un solo Dios, que para ellos estaba en el sol. Le ofrecían, en el día más largo del año, el cordero más blanco de los rebaños. En tiempos de su abuela llegaron misioneros católicos y protestantes, y su abuela iba una semana a escuchar las explicaciones de una misión y a la siguiente las de la otra. Y fue la Madre de Dios la que hizo que se convirtiera a la fe católica, después de algún tiempo. Pensó ―entre otras muchas razones― que la religión que tenía una Madre como la Virgen María debía ser la mejor de todas.

María es nuestra Madre. En ella se cumplen las promesas de Isaías (30, 19-26) que vimos en la primera lectura: ella es la aurora matutina, que nos anuncia el Sol divino, Jesús encarnado (La luz de la luna será como la luz del sol de mediodía, y la luz del sol de mediodía será multiplicada por siete, como la luz de siete días). Ella nos entrega en Belén ―la casa del pan― a Jesús Eucarístico: y será abundante y sustancioso el pan que te produzca la tierra.

La Iglesia enseña que María es nuestra Madre, entre otros motivos, principalmente porque Jesús nos la entregó como tal en la Cruz. Si se mira con detalle el evangelio de Juan, que es donde aparece la escena, vemos que no se menciona el nombre del discípulo, sino que se le llama “el discípulo que Jesús amaba”. Es un recurso frecuente en este evangelio, el poner personajes que son representantes de una clase entera (como la samaritana o Nicodemo, por ejemplo). “El discípulo que Jesús amaba” es un estereotipo de todo aquel que es amigo fiel de Jesucristo. Otro detalle de esta escena, que relata los últimos momentos de la vida mortal de Jesús, es que se relaciona con el primer milagro, en Caná. 

En ambas situaciones Jesús llama a María simplemente diciéndole “giné”, “mujer”, y no “Madre”. Ese modo de llamarla es una manera de personificar un personaje profético del Antiguo Testamento, la Hija de Sión, con lo que el pasaje del Calvario manifiesta otra dimensión, mesiánica y eclesiológica. En esta lectura bíblica, “el discípulo que Jesús amaba” pasa a ser su “hijo”, la personificación de “los hijos de Israel”. Orígenes lo explica de un modo muy claro: “Cuando Jesús dijo a su Madre: «Ahí tienes a tu hijo» y no: «Ahí tienes a este hombre, que también es tu hijo», es como si le dijera: «Ahí tienes a Jesús, al que tú has engendrado»”.

San Josemaría unía íntimamente esas dos realidades, hasta titular una homilía suya “Madre de Dios, Madre nuestra”, en la que podemos leer: «Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos. Descubrimos así —como si las recitáramos por vez primera— el sentido de las oraciones marianas, que se han rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave Maria y el Ángelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad divina? Y en el Santo Rosario —esa maravillosa devoción, que nunca me cansaré de aconsejar a todos los cristianos— pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe» (Amigos de Dios, n. 290).

María es nuestra Madre, porque Jesús nos la entregó en la Cruz antes de morir. Podemos hacer un poco de examen: ¿cómo la honramos?, ¿cómo la tratamos?, ¿cómo le manifestamos nuestro cariño, cómo ponderamos en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra mientras rezamos el rosario, o en la oración personal?, ¿cada cuánto le contamos nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos? Es un buen momento, ya en los días finales de esta Novena, para retomar los propósitos de renovar el trato con María nuestra Madre, de recitar esas oraciones marianas ―bendita sea tu pureza, acordaos, Oh Señora mía, Oh Madre mía― muchas veces al día, con el mismo cariño con que las rezábamos cuando éramos más jóvenes, o cuando éramos niños.

También podemos valorar de nuevo ese parón del mediodía en que meditamos la Encarnación de Jesús con el rezo del Ángelus y también, sobre todo, el rezo cotidiano del Santo Rosario, ojalá en familia. Recordamos ahora el cariño de Juan Pablo II por esta oración, que le llevó a dedicar el año 2003 como año del Rosario y a escribir una Carta apostólica en la que explica el valor de esa devoción para recordar a Cristo con María, para comprender a Cristo desde María, para configurarse a Cristo con María, para rogar a Cristo con María, y para anunciar a Cristo con María. Al final de ese documento, nos exhortaba: “Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida cotidiana.”

Algunos piensan, movidos por la tradición reformada, que la devoción a María, Madre de Dios y Madre nuestra, puede separarnos de Cristo. Pero sabemos claramente que no es así, al contrario. Cuenta J. Eugui que, en la víspera de la gran fiesta de la Asunción, dos hombres paseaban por la explanada de Fátima. Uno era un mariólogo español, Laurentino Mª Herrán; el otro, un teólogo protestante. Este último estaba asombrado por el número de personas que iban y venían por el santuario en ese 14 de agosto: ¿No era la fiesta al día siguiente? El sacerdote católico le explicó que muchos acudían ese día porque deseaban acercarse al sacramento de la penitencia y estar así bien preparados para recibir a Cristo en la Eucaristía en la fiesta de la Asunción. El protestante reflexionó y dijo: ―Yo siempre había pensado que la Virgen María era un obstáculo para acercarse a Cristo; ahora veo que es todo lo contrario: María lleva a Jesucristo. Creo que tengo que revisar mis planteamientos teológicos...

Nuestra Madre María nos lleva a Jesucristo. Sigamos las enseñanzas de San Josemaría, que nos invita a que “no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos (…). Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posibleTe aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces (Amigos de Dios, nn. 292-293).

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