Ir al contenido principal

Cristo Rey


El año litúrgico termina siempre conmemorando el reinado de Jesucristo: «Digno es el Cordero sacrificado de poder, riqueza, sabiduría, fortaleza y honor. A El la gloria y el poderío por los siglos» (Ap 5, 12).

En la oración colecta se alaba a Dios porque quiso fundar todas las cosas en su Hijo «muy amado, Rey del universo». Y el prefacio describe las características de ese Reino: dice que Cristo, ofreciéndose a sí mismo, redimió a la humanidad y, sometiendo a su poder la creación entera, entregó a la Majestad infinita del Padre «un reino eterno y universal: el Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia, el Reino de la justicia, el amor y la paz»

La formulación negativa sería: un reino sin final, sin límites; un reino sin mentiras, sin muerte; sin pecado, sin odios, un reino sin guerra... San Pablo expresa una idea similar en la primera carta a los corintios (15, 20-28): Cristo le entregará el Reino a su Padre«porque conviene que El reine, hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies».

Cristo es Rey y nosotros sus siervos. La clave de la existencia cristiana es reconocer el primado de Cristo, como pedimos en la oración después de la Comunión: «que quienes nos gloriamos en obedecer a Cristo, Rey universal, podamos reinar eternamente con El en el Cielo». ¡Qué maravilla reinar con Cristo en el Cielo! Pero la condición es «gloriarnos en obedecerle» ahora, en la tierra...

En el prefacio del día también se explica que ese fue el camino de Jesús: en primer lugar, el Padre consagró a Jesucristo Sacerdote eterno y Rey del universo, «ungiéndolo con óleo de alegría, para que, ofreciéndose a sí mismo, como Víctima perfecta y pacificadora en el altar de la Cruz, consumara el misterio de la Redención humana». Hubo un tiempo en que algunos se oponían a la celebración de esta fiesta, pues les parecía «triunfalista». Quizá es que no comprendían que el triunfo de Cristo, su reinado, no consiste en apabullar, en imponerse, en dominar. Todo lo contrario: la alegría de Jesús, su gobierno, está en el inclinarse para lavar los pies a sus discípulos -entre ellos, al traidor-, su reinado es fruto de ofrecerse a sí mismo como Víctima en el altar de la Cruz...

2. Otro punto importantísimo para distinguir el reinado de Cristo de los reinados terrenos es la finalidad: Cristo posee el reinado para entregarlo, no para quedarse con él: «Sometiendo a su poder la creación entera, entregó a la Majestad infinita un Reino eterno y universal...»

Decía A. Malraux, en su biografía de Disraeli, que lo mejor de los triunfos es tener a quién dedicarlos. Y el Señor «dedica» este reinado al Padre, y nos quiere unir en esa dedicación. Nosotros también podemos unirnos voluntariamente, no queremos ser como los siervos de la parábola, a los que Jesús mencionaba con dolor, cuando decían: no queremos que éste reine sobre nosotros. Por el contrario, nuestra respuesta será: «Regnare Christum volumus!» (Queremos que Cristo reine), o, como dice Pablo en la primera lectura, «Oportet illum regnare» (Conviene que Él reine).

San Josemaría se preguntaba cómo puede reinar Jesús hoy, dónde debe reinar. Y se respondía: «Debe reinar, primero, en nuestras almas. Debe reinar en nuestra vida, porque toda ella tiene que ser testimonio de amor. ¡Con errores! No os preocupe tener errores, yo también los tengo. ¡Con flaquezas! Siempre que luchemos, no importan. ¿Acaso no han tenido errores los santos que hay en los altares? Pero errores que están dentro de nuestro camino de hombres; de esos errores Nuestro Señor se debe de sonreír».

Podemos continuar pidiendo, sobre la falsilla de es oración: Queremos, Señor, que Tú gobiernes nuestra vida, que seas Tú quien nos dé sentido sobrenatural y eficacia divina. Queremos que seas Tú quien hagas que podamos decir con todas nuestras fuerzas: ¡queremos que Él reine!

3. El Señor quiere unirnos a su reinado, a pesar de nuestras flaquezas. Lo resalta la oración colecta de la Misa: «Concede que toda la creación, libre de la esclavitud, te sirva y te glorifique sin cesar». Reinar sirviendo. Esa es la clave para entender el reinado de Cristo.

También predicaba San Josemaría un día como hoy: «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey, Cristo Jesús. Servir, y servir siempre».

Quiere la Iglesia que el último domingo del año litúrgico pensemos en Jesús que reina sirviendo... y que mide nuestro amor a El por el cariño que le manifestamos a nuestros hermanos (Mateo 25,31-46): Venid, benditos de mi Padre, poseed el Reino, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era huésped y me hospedasteis, desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme.

El motivo de la canonización en el Evangelio no son las palabras bonitas que le dirigimos, ni siquiera lo bien que hacemos las cosas, cómo cumplimos los plazos o cuánto nos movemos. Jesús llama al Cielo a los que le han reconocido en sus hermanos los hombres. Como enseña el Catecismo de la Iglesia, «la actitud hacia el prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino» (n. 678).

San Josemaría explicaba que las labores de servicio en la Prelatura son tarea gratísima a Dios, que multiplica eficazmente el apostolado de la Obra. Sin él, decía, "se haría imposible gran parte de la labor y faltaría el ambiente de hogar, que tanto nos ayuda en el servicio de Dios".

Servir a nuestros hermanos los hombres, reconocer en ellos a Jesucristo, que nos sale al encuentro. Esa es la clave del cristianismo, que ha fecundado el mundo a lo largo de veinte siglos: «Para remediar los tormentos (...) el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento y dejar más tarde amargura y desesperación. Los cristianos (...) han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad» (Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 167).

Por eso Benedicto XVI comenzó su pontificado con una encíclica sobre la caridad, porque la considera parte importante de la identidad de la Iglesia. Así lo predicaba a un grupo de cardenales: «todo auténtico discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una cosa: a compartir su pasión sin reivindicar recompensa alguna. El cristiano está llamado a asumir la condición de «siervo», siguiendo las huellas de Jesús, entregando su vida por los demás de manera gratuita y desinteresada. No debe caracterizar cada uno de vuestros gestos y palabras la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia. La verdadera grandeza cristiana, de hecho, no consiste en dominar, sino en servir» (Homilía, 24-XI-07).

Terminamos con una oración de San Josemaría para acudir a la Santísima Virgen pidiéndole que nos enseñe la clave para reinar junto a su Hijo, que es aprender a servir: «Danos, Madre nuestra, este sentido de servicio. Tú, que ante la maravilla del Dios que se iba a hacer hombre, dijiste: ecce ancilla!, enséñame a servir así».


Homilía

Con la fe en el poder de Cristo-Rey, la Iglesia le pide hoy en varias ocasiones la paz del mundo: después de la presentación de los dones, se dirige a Dios para que le conceda a todos los pueblos la unidad y la paz; y antes de comulgar nos invita a considerar el salmo 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.

Tanto la primera lectura (Ezequiel 34) como el salmo responsorial (22) nos invitan a acogernos a ese Rey que, si bien es nuestro Juez («Os juzgaré a vosotros, mis rebaños») es, también, nuestro buen Pastor («El Señor es mi Pastor, nada me faltará»).

Con esa misma fe del buen ganadico, renovamos hoy en el Opus Dei la Consagración que San Josemaría hizo por primera vez en 1952 al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, divino propiciatorio por el cual prometió el eterno Padre que oiría siempre nuestras oraciones.

Le consagraremos toda la Obra, este Centro, y cada uno de nosotros, especialmente nuestros pobres corazones, para que no tengamos otra libertad que la de amarte a Ti, Señor.

Le pediremos que esa libertad se comprometa en amor a Jesús y a su Madre bendita, a la Iglesia y al Papa, en unión a la Obra, en celo ardiente por las almas.

Sobre todo, le pediremos la gracia de encontrar en el divino Corazón de Jesús nuestra morada y, al mismo tiempo, que El establezca en nuestros corazones el lugar de su reposo. Mutua inmanencia, que prometió Jesús: el que coma mi carne y beba mi sangre habita en Mí y yo en él. De esa manera, podremos permanecer íntimamente unidos.

Podemos hacer el propósito de rezar muchas veces esa jaculatoria que recuerda la Consagración hecha por nuestro Fundador, y que tanto bien hará al mundo -traerá la paz- si nos decidimos a encontrar en el divino Corazón de Jesús nuestra morada: Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, dona nobis pacem! Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, danos la paz.

Y a la Virgen le pedimos que interceda por nuestro país, por la Iglesia, por el mundo entero: Regina pacis, ora pro nobis! Reina de la paz, ruega por nosotros.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Doce Apóstoles, columnas de la Iglesia

Explica I. de la Potterie (María nel mistero dell’Alleanza) que «la idea fundamental de toda la Biblia es que Dios quiere establecer una Alianza con los hombres (…) Según la fórmula clásica, Dios dice a Israel: “Vosotros seréis mi pueblo y Yo seré vuestro Dios”. Esta fórmula expresa la pertenencia recíproca del pueblo a Dios y de Dios a su pueblo».   Las lecturas del ciclo A para el XI Domingo formulan esa misma idea: En primer lugar, en el Éxodo (19, 2-6a) se presentan las palabras del Señor a Moisés: «si me obedecéis fielmente y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos , porque toda la tierra es mía; seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa». Y el Salmo 99 responde: « El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo . Reconozcamos que el Señor es Dios, que él fue quién nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño».  El Evangelio de Mateo (9, 36-38; 10, 1-8) complementa ese cuadro del Antiguo Testamento, con l

San Mateo, de Recaudador de impuestos a Apóstol

(21 de septiembre). Leví o Mateo era, como Zaqueo, un próspero publicano. Es decir, era un recaudador de impuestos de los judíos para el imperio romano. Por eso era mal visto por sus compatriotas, era considerado un traidor, un pecador. Probablemente había oído hablar de Jesús o lo había tratado previamente. Él mismo cuenta (Mt 9, 9-13) que, cierto día, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió. Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: "¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?" Jesús lo oyó y dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa "misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". Mateo sigue inm

Marta y María. Acoger a Dios.

Uno de los diagnósticos más certeros del mundo actual es el que hace Benedicto XVI. De diversas formas ha expresado que el problema central se encuentra en que el ser humano se ha alejado de Dios . Se ha puesto a sí mismo en el centro, y ha puesto a Dios en un rincón, o lo ha despachado por la ventana. En la vida moderna, marcada de diversas maneras por el agnosticismo, el relativismo y el positivismo, no queda espacio para Dios.  En la Sagrada Escritura aparecen, por contraste, varios ejemplos de acogida amorosa al Señor. En el Antiguo Testamento (Gn 18,1-10) es paradigmática la figura de Abrahán, al que se le aparece el Señor. Su reacción inmediata es postrarse en tierra y decir: "Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases junto a mí sin detenerte”. No repara en la dificultad que supone una visita a la hora en que hacía más calor, no piensa en su comodidad sino en las necesidades ajenas. Ve la presencia de Dios en aquellos tres ángeles, y recibe com