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Todos los santos


La fiesta de hoy es una llamada a la esperanza. Al comenzar la Misa, nos invitamos mutuamente a alegrarnos en el Señor por esta solemnidad, por la cual se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios. Hoy nos concedes —dice el sacerdote más adelante, en el prefacio— “celebrar la gloria de todos los santos, la asamblea de la Jerusalén celestial que eternamente te alaba. Hacia ella, aunque peregrinos en la tierra, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad”.


Ahí se explica el sentido de este día: alegrarnos porque en el Cielo hay gente como nosotros, que tuvo nuestra edad, que luchó contra las mismas miserias que nos afectan, que luchaban y ganaban, que luchaban y perdían…Nos alegra, nos tranquiliza, saber que en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.


En el mismo sentido se expresa la oración colecta: concede a tu pueblo, por intercesión de todos estos hermanos nuestros, la abundancia de tu misericordia y tu perdón. Ya que se la concediste a ellos, concédenos también a nosotros esa misericordia de la cual estamos tan necesitados.


Y en la lectura del Apocalipsis (7, 2—4.9—14), Juan inserta dos visiones antes de abrir el séptimo sello: en la primera, muestra que Dios protege a su pueblo y en la segunda, describe la gloria de los redimidos: “Y oí el número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel. Después de esto, en la visión, apareció una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos, que gritaban con fuerte voz: — ¡La salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero! Y todos los ángeles estaban de pie alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivos, y cayeron sobre sus rostros ante el trono y adoraron a Dios, diciendo: —Amén. La bendición, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fortaleza pertenecen a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén. Entonces uno de los ancianos intervino y me dijo: (…) —Éstos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero.”


Comenta Juan Pablo II que «la sangre del Cordero que se ha inmolado por todos ha ejercitado en cada ángulo de la tierra su universal y eficacísima virtud redentora, aportando gracia y salvación a esa “muchedumbre inmensa”. Después de haber pasado por las pruebas y de ser purificados en la sangre de Cristo, ellos —los redimidos— están a salvo en el Reino de Dios y lo alaban y bendicen por los siglos» (Juan Pablo II, Hom. 1-XI-1981). Con el salmo 23 cantamos maravillados: ¿Quién subirá al monte del Señor? —al Cielo— ¿Quién podrá estar en su recinto sagrado? El hombre de manos puras y limpio corazón. Este recibirá la bendición del Señor, y Dios, su salvador, lo proclamará inocente.


En la primera carta de Juan (3, 1—3), el apóstol aclara que sus enseñanzas se basan en que somos hijos de Dios: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!”. La filiación divina es también el fundamento de las enseñanzas de San Josemaría: «Ésa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios» (Es Cristo que pasa, 133). Dignidad que llega a su plenitud en el Cielo, como dice el mismo San Juan: “Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es. Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica para ser como él, que es puro”.


Hijos de Dios, que vivirán con Él en el Cielo. Pero el ambiente en que nos movemos nos pregunta: ¿no significa esta actitud renunciar a los placeres de este mundo a cambio de una posibilidad en el más allá? ¿No será más seguro gozar el momento presente, sin preocuparse por futuribles? ¿Qué garantía tenemos ya en la tierra de que esta apuesta no es fallida?


Como respuesta aparece la figura de Jesucristo, con su vida y enseñanzas. En concreto, el sermón del monte, con el que Mateo (5, 1—12) abre la descripción de los cinco grandes discursos enseñanzas del Maestro: “Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros”.


Benedicto XVI explica, en su libro Jesús de Nazaret (p. 96 ss) que, con este discurso, Jesús no viene a abolir el decálogo, sino a reforzarlo. Se trata de una serie de promesas, de orientaciones, la descripción de cómo deben ser sus discípulos. Porque, si bien es un sermón dirigido a todo el mundo, exige ser discípulo para escucharlo con fruto. Con estas enseñanzas Jesús nos muestra la perspectiva correcta, la escala de valores de Dios, la “lógica divina”, que nos brinda una nueva imagen, nuevos criterios, para entender cómo ver este tiempo presente sin perder de vista el éschaton, el final de los tiempos.


Una consecuencia clara de esta nueva perspectiva es que, «con Jesús, entra alegría en la tribulación». Las bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo (en la práctica): tomar la Cruz para llegar a la resurrección. La segunda conclusión del Papa es que Cristo es el prototipo el modelo práctico de las enseñanzas. Como dice el Catecismo (1717): «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos».


Esto se nota en la vida de cualquier bienaventurado. Tenemos uno a la mano, que todos conocimos. Cuenta el Cardenal Herranz (entrevista al ABC) que, “en los días que mediaron entre la muerte de Juan Pablo II y la celebración de las exequias, he visto desde mi despacho ese mar de gente, durante las veinticuatro horas del día. Por la noche bajé muchas veces a la plaza de San Pedro: muchos querían confesarse, incluso gente que llevaba alejada de la Iglesia años y años. Uno dijo: «Quiero llegar a ese hombre que me habla de Cristo a ver si Cristo me ayuda a salir de la droga». Yo me preguntaba: “¿Qué va a ver esta gente, en pie durante tantas horas? ¿Un muerto, acaso? No, va a ver a un Vivo. En aquel que estaba allí, humanamente muerto, ellos habían visto a Cristo. El carisma de Juan Pablo II es el carisma de Cristo”.


Una manera de concretar estas consideraciones es decidirnos a buscar la propia santidad, a la que el Señor nos llama, en nuestra realidad corriente. En concreto, en nuestro trabajo ordinario: estar frente al computador, cuidar de los niños, atender unas personas… Nos puede servir un texto de San Josemaría: “Vamos a pedir luz a Jesucristo Señor Nuestro, y rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad. En el Evangelio encontraréis que Jesús era conocido como faber, filius Mariæ, el obrero, el hijo de María: pues también nosotros, con orgullo santo, tenemos que demostrar con los hechos que ¡somos trabajadores!, ¡hombres y mujeres de labor! Puesto que hemos de comportarnos siempre como enviados de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos con los demás el empeño y la abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales; cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos, inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que ciertamente son más costosas”.


En mayo del 2008 Benedicto XVI invitaba a los jóvenes a tomar en serio este ideal de la santidad. Reforzaba su llamada con una cita del escritor francés León Bloy: "Hay una sola tristeza: no ser santos". Concluía el Papa: “Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a vuestra ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo”. Y por si alguno se sentía discriminado, añadía: “Y esto vale también para los cristianos de más edad”.

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