En la recta final de su Evangelio, Mateo (23, 1-12) presenta a Jesús en el Templo discutiendo con las autoridades religiosas, como hemos visto antes. La parte final es muy severa: Como gusta advertir a Benedicto XVI, Jesús se sienta en la cátedra de Moisés y no recrimina el poder que ejercen los escribas y fariseos, sino el mal ejemplo de los que debían ser modelos:
—En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. Hacen todas sus obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí.
Decir y hacer. Autenticidad,
unidad de vida: “Cœpit facere et docere —comenzó Jesús a hacer y luego a
enseñar: tú y yo hemos de dar el testimonio del ejemplo, porque no podemos llevar
una doble vida: no podemos enseñar lo que no practicamos. En otras palabras,
hemos de enseñar lo que, por lo menos, luchamos por practicar” (Forja, n. 694).
Por eso la formación apostólica deberá llevar a mantener siempre
—a no perder— el punto de mira sobrenatural en todas las actividades. No
vivimos una doble vida, sino una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que
se funden y compenetran todas nuestras acciones” (San Josemaría,Carta 6-V-1945, n. 25).
Para explicar la autoridad con que enseña el Señor, Benedicto XVI comenta en su libro sobre Jesús de Nazaret (p. 93) que el Maestro habla “de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (cf. Mt 23, 2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la «cátedra» como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general”.
Nos habla de autoridad, de servicio. ¡Cuándo comprenderemos que los cargos son para servir! El ejemplo de Jesucristo es palmario: el Hijo del hombre no vino para que lo sirvieran, sino para servir, era su lema. Nosotros tenemos que acudir al mismo Señor pidiéndole ayuda para lograrlo, como lo hace la oración colecta del domingo XXXI: “Dios omnipotente y misericordioso, de cuya mano proviene el don de servirte y de alabarte, ayúdanos a vencer en esta vida cuanto pueda separarnos de ti”. Sobre todo, nuestra soberbia, que se resiste a servir.
Ojalá pudiéramos decir, con el Salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos soberbios; no pretendo grandezas que superan mis alcances. Al contrario, Señor, estoy tranquilo y en silencio, como niño recién amamantado en los brazos maternos”.
No es de ahora este problema de la soberbia que se resiste a servir. Al contrario, viene de los primeros inicios del andar humano sobre la tierra. Entre otros muchos ejemplos, Malaquías –que sí era un buen servidor de su pueblo- denunciaba: “Vosotros os apartasteis del camino, hicisteis tropezar a muchos con vuestra enseñanza, quebrantasteis la alianza con Leví —dice el Señor de los ejércitos—.
Y otro ejemplo maravilloso, ahora del Nuevo Testamento, es el del apóstol Pablo. En su primera carta a sus hijos espirituales de Tesalónica (2, 7b-9.13), les decía: “Hermanos: cuando estuvimos entre vosotros nos comportamos con dulzura. Como una madre que da alimento y calor a sus hijos, así, movidos por nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer! Pues recordáis, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios.”
La clave para decidirse a servir podemos encontrarla en la parte final del pasaje de Mateo: somos todos igualmente hijos de Dios. No es más el que es servido, ni el servidor (aunque éste se asemeja más al Maestro). Todos somos igualmente dignos.
Ante una sociedad en la que los discípulos de cada maestro los honraban con los títulos de “rabbí”, “Maestro” o “Padre”, el Señor les indica: “Vosotros no os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. Tampoco os dejéis llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo”.
Sobre la paternidad divina, y nuestra consecuente filiación, expresa el Papa en su libro sobre Jesús estas bellas palabras (p. 176): “La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de El; porque El nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es El quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos» nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz.”
Contaba Jaime Nubiola que, “cuando a principios de los 80 British Airways quería relanzar su actividad, el consejo de administración contrató para dirigir la compañía a Colin Marshall, procedente de Sears, precisamente porque, aunque no tenía experiencia en el negocio aéreo, sostenía que la clave estaba en el servicio. De hecho, fue él quien acuñó aquel hermoso lema de British Airways: To fly, to serve ("Volar para servir"), ahora ya en desuso. En este mismo sentido, me pasaba ayer un colega unas sabias declaraciones del ex presidente de Hewlett Packard en España, Juan Soto, encabezadas por el titular —extraído de sus palabras— "Liderar es querer servir", que es una versión más general de aquel antiguo lema de la compañía aérea”.
Aprovechemos este rato de oración para renovar nuestro deseo
de pensar en los demás, de servir con generosidad y olvido de nosotros mismos: “Todos
los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí
mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios:
ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las
contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos
a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo" (San Josemaría, Carta,
24-III-1931, n. 15).
El pasaje evangélico concluye con esa otra clave para decidirnos a servir, que es la virtud de la humildad: “Que el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.
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