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Humildad de Jesús


Zacarías anuncia una profecía que con el tiempo se vio que era mesiánica: “Alégrate sobremanera, hija de Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un burrito”. Lucas tiene en cuenta la primera parte, cuando anuncia el saludo del Ángel a María: “Alégrate, llena de gracia”, le dice, mostrando que se está empezando a cumplir la profecía: “mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso”. 

El Domingo de Ramos se verá cumplida también la segunda parte: “mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un burrito”. No entra a Jerusalén en medio de una caravana apabullante, sobre elefantes adornados con todo boato, o en un brioso caballo árabe: “mira a tu rey que viene a ti montado en un burrito”. Escoge lo más sencillo: un pollino, un burrito pequeño. 

Humildad de Jesús. No solo el Domingo de Ramos. El Evangelio del XIV domingo relaciona este pasaje con Mateo (11, 25-30): “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Jesús se pone de ejemplo de humildad. En su eternidad, siempre ha sido humilde. Ya lo era en la creación, cuando imprimía su racionalidad, su Logos, al mundo. No necesitaba crear, pero en su amor transmitió el ser al universo. 

Y en su humildad creó al ser humano y lo hizo libre, para que lo amara sin obligación, por decisión voluntaria. La humildad lo llevó a exponerse al rechazo de su criatura (mucho antes de que fuera plasmado en el cine con Blade Runner). En su humildad experimentó el pecado original de sus hijos.

Y al llegar la plenitud de los tiempos (para abreviar las múltiples humillaciones del Antiguo Testamento, a manos de ese pueblo de dura cerviz que rompía su alianza de modo reiterativo), llegó al colmo de la humildad: la segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó, tomó la naturaleza humana –sin dejar de ser Dios- en las entrañas virginales de María. Dios se hace hombre, se abaja, se humilla, se anonada, según los verbos que utiliza la Escritura.

En su humildad, pasa nueve meses en el vientre materno y después nace… todos sabemos dónde: en un potrero, en un establo, un pesebre. La familia que escogió para nacer es un hogar pobre, campesino, de una aldea remota, donde se hablaba un dialecto. No vivió en Roma, ni en Atenas. Ni siquiera escogió para nacer a Jerusalén. Tampoco Cafarnaúm: nace en Belén, crece en Nazaret. Por eso puede decir: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Humildad de Jesús, que le lleva a vivir al día (“El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”) y a padecer la mayor ignominia de aquel tiempo: la muerte de cruz (el que pendía de la cruz era “maldito”, según el Deuteronomio 21, 23). A la luz de ese ejemplo, el “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” toma la forma de cariñoso reproche: ¡Qué poco he aprendido yo!, podemos decir.

Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que solo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia” (San Josemaría, Amigos de Dios, 97).

Comentarios

  1. Cuanta verdad hay en estas lecturas. La verdad es que la mayoría de las veces prevalece nuestro orgullo sobre la humildad.
    Perseveremos en la oración para ser lo más parecidos que podamos a Jesús.
    Saludos.
    Julio

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