La profesión de publicano significa, entre los romanos, un arrendador de los impuestos o rentas públicas y de las minas del Estado. Como explican Leske y Tassin, también permitía el cobro de derechos de pesca y cánones portuarios a las mercancías en tránsito. Además de que se consideraba una ocupación colaboracionista con las fuerzas opresoras, los publicanos tenían pocos controles en cuanto a sus métodos y ganancias. Por eso, los judíos los detestaban y los consideraban impuros y pecadores, tanto como los ladrones o los asesinos. Inclusive se decía que no podían pertenecer al reino mesiánico. Desde luego, un “justo” no podía sentarse a la mesa con ellos sin contaminarse, pues comer juntos era una muestra de amistad y de comunión entre personas.
Podemos imaginarnos a un publicano en concreto, de nombre Leví, lo cual significa que pertenecía a la tribu sacerdotal judía. A pesar de su ascendencia social religiosa, sentiría en su corazón ese rechazo injusto. Probablemente ejercía esa profesión porque le había tocado, experimentaría la indignidad que los rabinos predicaban de él y de sus colegas y quizá en alguna ocasión habría rezado como Jesús contó de uno de sus colegas: quedándose lejos, sin siquiera levantar los ojos al cielo, sino golpeándose el pecho y diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18, 9-14).
Un día, mientras atendía su oficina, su telonio, vio llegar a Jesús que se dirigía directamente a él y le decía —Sígueme. Él se levantó y le siguió. Leví agradece la vocación siguiéndola de inmediato. Seguramente habría muchos razonamientos previos, mucha oración detrás de esta escena. ¡Cuántas ideas le habría sugerido el Señor en su oración, cuántas ansias de apostolado, de participar en la mesa del reino, que según los criterios de entonces le eran vedadas por su condición de trabajador financiero! Sin embargo, Jesús no solo no lo rechaza, sino que lo llama: —Sígueme.
Escribe San Josemaría: Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. — ¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos (Camino, n. 799).
La fuerza de la respuesta es operativa: Jesús le cambia el nombre por el de Mateo, como había hecho con Simón-Pedro. Y el nuevo apóstol convoca una cena, un banquete, a todos sus amigos rechazados por los que se consideraban justos. Ya en la casa, estando a la mesa, vinieron muchos publicanos y pecadores y se sentaron también con Jesús y sus discípulos. Ojalá fuera así nuestra respuesta a las llamadas del Maestro: pronta, operativa, audaz. Generosa: un banquete. Sin respetos humanos. Al contrario, apostólica: vinieron muchos publicanos y pecadores.
¡Qué seguridad nos transmiten estas escenas! Porque nosotros sí que somos indignos, pecadores, enfermos. Podemos decir con verdad aquellas palabras previas a la Comunión : “no soy digno de que entres en mi casa”. Esa misma acusación la hace el enemigo de nuestras almas. Y Jesús responde, citando a Oseas, el texto de la primera lectura del domingo en que se lee la vocación de Mateo: —No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.
Comenta San Beda: “Jesús dijo “sígueme” en el sentido de imitarlo. No adelantando los pies, sino con el modo de vivir. El que afirma que está junto a Cristo debe vivir como vivió Cristo. No debemos admirarnos de que a la primera orden del Señor el publicano abandonara las tareas terrenas que le ocupaban y, sin preocuparse más de las riquezas, se uniera al grupo de los discípulos de aquel que veía que no tenía riqueza alguna. El Señor, que lo había llamado externamente con la palabra, interiormente lo empujaba con una fuerza invisible a seguirlo, infundiendo en su interior la luz de la gracia espiritual”.
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