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Corpus Christi


La solemnidad que conmemora la presencia de Jesús en el sacramento del altar se remonta al siglo XIII, a impulsos de Santa Juliana y del milagro de Bolsena. La primera tuvo una visión de la Iglesia como si fuera una luna llena, pero con una mancha negra: la falta de esta celebración. El segundo es muy conocido: un sacerdote que tenía dudas sobre la presencia de Jesús en la Eucaristía vio, en el momento de la consagración, que de la Hostia Santa manaba sangre. 

Todavía hoy se conserva como reliquia el corporal manchado en la catedral de Orvieto, donde vivía el Papa Urbano IV quien, además, conocía de antes a Santa Juliana. Este papa extendió la fiesta a toda la iglesia y encargó el oficio a Santo Tomás de Aquino (que compuso entonces el Pange lingua y el Lauda Sion, entre otros).

Esta fiesta nos habla  del “Gran Solitario”, como llamaba San Josemaría a Jesús en el Sagrario. En la oración colecta de la Misa se pide: “Señor nuestro Jesucristo, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención”. 

Concédenos venerarlo: con el corazón, con la mente, con el cuerpo, con el alma. Hasta llegar a dar la vida por Él, si fuera necesario. Cuentan de una niña en la China que, cuando los comunistas se tomaron el poder, fue testigo de la profanación de su templo parroquial: quemaron imágenes, rompieron el altar, desparramaron por el suelo las formas consagradas. 

A partir de entonces, cada noche, se acercaba al presbiterio, hacía una hora de oración, se arrodillaba, e inclinándose hacia delante, con su lengua recibía a Jesús en la Sagrada Eucaristía, para no tocarlo con las manos. La noche en que consumió la última Hostia, un guardia se dio cuenta de su presencia y la torturó hasta matarla. El párroco, que estaba encarcelado en su habitación, se dio cuenta de todo desde el primer momento y lo contó a muchas personas como ejemplo de amor a Jesús Sacramentado hasta la muerte. Cuando el Obispo Sheen conoció este relato, decidió comprometerse con Dios en que haría una hora de oración cada día frente a Jesús Sacramentado, por el resto de su vida, para seguir el ejemplo heroico de aquella niña.

Que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención: presencia de Dios, oración continua. Es posible que no tengamos que dar la vida por Cristo como la niña de la anécdota, pero una manera de “experimentar constantemente en nosotros el fruto de la redención” puede ser, por ejemplo, saludarlo en la parroquia, o al llegar y al salir de un sitio donde esté reservado. O hacer cada día la visita al Santísimo, o acompañarlo haciendo un rato de oración. También podemos asistir a las exposiciones y bendiciones con el Santísimo, para desagraviar por quienes no le aman. Y, sobre todo, participar en la Santa Misa, cada domingo y si es posible también entre semana. Comulgar con la preparación adecuada – acudiendo a la confesión personal, si es del caso- es la mejor participación en la Eucaristía.

Concluimos con unos versos de la Secuencia que Tomás de Aquino escribió para que se recitara en esa Solemnidad antes del Evangelio: "Buen Pastor, Pan verdadero, ¡oh Jesús! apiádate de nosotros. Apaciéntanos y protégenos; haz que veamos los bienes en la tierra de los vivientes" (Bone Pastor, Panis vere, Iesu, nostri Miserere. Tu nos pasce, nos tuere, Tu nos bona fac videre in terra viventium).

"Tú, que todo los sabes y puedes, que nos apacientas aquí cuando somos aún mortales, haznos allí tus comensales, coherederos y compañeros de los santos ciudadanos del Cielo. Amén. Aleluya" (Tu, qui cuncta scis et vales, qui nos pascis hic mortales, Tuos ibi comensales, cohaeredes et sodales fac sanctorum civium).

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